El último humanista del cine
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Por Luciano Monteagudo Ante la muerte del maestro Akira Kurosawa --ayer, en su casa de Tokio, a los 88 años, de una hemorragia cerebral-- es imposible no traer a la memoria, como un exorcismo, esa celebración de la vida que fue su última película, la monumental Madadayo (1993), que más que su testamento debe considerarse la summa de toda su obra, perteneciente a una tradición profundamente humanista, que si no fuera por la luz solitaria del iraní Abbas Kiarostami --a quien Kurosawa admiraba incondicionalmente-- podría considerarse en extinción en el cine de hoy. En Madadayo, el eje sobre el cual gira todo el film es una singular ceremonia, un largo ritual con el que los discípulos de un viejo profesor festejan algo más que su cumpleaños, celebran un ejemplo de nobleza de espíritu, de integridad, de talento, alzando sus copas y contando infinitas anécdotas. Curiosamente, ese festejo tiene mucho en común con el entierro sin fin de Vivir (1952), uno de sus grandes clásicos, donde el protagonista era también un anciano, enfrentado a la reflexión final sobre los trabajos y los días. Es que el cine de Kurosawa siempre fue capaz de hablar de la vida y de la muerte con la misma naturalidad, con la misma sabiduría, dirigiéndose siempre a lo esencial. "Amo los veranos tórridos, los inviernos gélidos, las lluvias torrenciales", declaró alguna vez Kurosawa. "Amo todos los extremos, que afloran casi siempre en mis films". Se diría que Kurosawa se asomó al cine de la misma manera que ese niño que animaba el primer episodio de su film Sueños (1989), que a pesar de la advertencia de su madre sale de su casa a contemplar la lluvia y no puede resistir la tentación de internarse en el bosque, en la bruma de lo desconocido, para presenciar un acto mágico, féerico. Como ese niño, él también se sintió impelido a cruzar esa misma frontera cuando en 1936 ingresó en uno de los principales estudios japoneses de la época, dejando atrás sus estudios de pintura, en los que había demostrado un particular talento. Pero el suyo estaba destinado a ser el arte en movimiento, el cine, del que aprendió los primeros rudimentos junto al director Kajiro Yamamoto, de quien fue asistente. Hacia 1941, siguiendo el rígido escalafón del estudio, Kurosawa ya escribía guiones con su firma y dirigía secuencias enteras para Yamamoto, hasta que en 1943 hizo su debut como realizador bajo su propio nombre, con Sugata Sanchiro. El menor de los siete hijos de un oficial del Ejército japonés ya tenía su nombre inscripto en celuloide, la materia con la que están hechos los sueños del siglo XX. Después de aquella aventura inicial, otras diez películas tuvo que hacer Kurosawa antes de Rashomon (1950), su film consagratorio y el que abriría las puertas de Occidente al cine japonés. Dos años le llevó conseguir respaldo para la película que también haría famoso en todo el mundo el rostro de Toshiro Mifune. La Toho, principal productora japonesa de la época, rechazó el proyecto. La Dahei lo tomó con reservas y fue entonces cuando Kurosawa resolvió incorporar a su guión elementos de dos relatos de Akutagawa. Casi ignorada en su propio país, Rashomon --una deslumbrante reflexión sobre la incognosibilidad de la verdad-- salió sin embargo premiada con el León de Oro del Festival de Venecia y el elogio unánime de la crítica internacional. "Sin ese premio Kurosawa no existiría", reconoció el maestro ante Gian Luigi Rondi, uno de los críticos que integraron aquel jurado visionario. "El film no les había gustado a los críticos japoneses, lo encontraban oscuro, confuso. Inmediatamente después filmé Hakuchi, sobre la novela El idiota, de Dostoievski. Fue otro fiasco, porque en Japón ni los críticos sabían quién era Dostoievski y se negaban a comprender ese mundo. De golpe, sentí el vacío a mi alrededor. Todos me decían que no, productores y actores más o menos importantes. A los cuarenta años, yo estaba terminado. Y entonces llega la noticia del premio de Venecia. Empecé entonces a recibir una oferta tras otra de los productores. Desde ese día hasta 1962 puede hacer un film por año. Y fui respetado por todos. Ese premio logró, también, que fuera de Japón conocieran el cine de mis dos mejores amigos, los únicos que haya tenido jamás, Ozu y Mizoguchi, cuyos films, luego de mi Rashomon partieron rápidamente rumbo a Occidente, conquistando premios y éxitos. En suma, aquel premio fue una fecha histórica, y llegó cuando en el Japón se sentía la necesidad de reconocimiento: salíamos de la guerra, estábamos vencidos, humillados moral y económicamente. El sonido de trompetas que nos llegó desde Venecia nos hizo saltar a todos". Sin renunciar jamás a sus raíces culturales e históricas, el cine de Kurosawa se nutrió de todos aquellos valores que el director supo encontrar más allá de las fronteras de su país, haciendo de sus films obras universales. El cine clásico norteamericano en general y el de John Ford en particular se encuentran detrás de Los siete samurais (1954), La fortaleza oculta (1958) y Sanjuro el samurai (1962), donde Kurosawa demostró la extraordinaria dinámica de su cámara y su manejo virtuoso del Cinemascope. De Máximo Gorki hizo su propia versión de Los bajos fondos (1957) y de Shakespeare no solamente tomó dos de sus tragedias mayores, Macbeth y Rey Lear, con las que urdió, respectivamente, Trono de sangre (1957) y Ran (1985), obras maestras absolutas. Se diría que de Shakespeare Kurosawa aprendió que detrás de las grandes empresas épicas como la de Kagemusha (1980), por debajo del sonido y la furia de la guerra --una constante en su cine, predominantemente masculino-- siempre se debate el hombre, con sus eternos conflictos metafísicos, con sus dudas esenciales, con su corazón en lucha entre el bien y el mal. Ese humanismo a ultranza de Kurosawa pocas veces tuvo una expresión mejor que en la conmovedora Dersu Uzala (1975), donde a través de su protagonista el director se preguntaba por la armonía del mundo. Esa misma pregunta, pero en un tono de serena indignación, era la que animaba a su vez Rapsodia en agosto (1991), donde Kurosawa recordaba que la bomba atómica seguía siendo, cuarenta años después de Hiroshima y Nagasaki, una herida abierta para la conciencia de Japón. "Nuestros políticos callan por temor a los Estados Unidos", afirmaba por entonces Kurosawa. "Tal vez se conformen con la explicación de Truman de que apeló a la bomba atómica sólo por apresurar el fin de la guerra mundial. Sin embargo, para nosotros la guerra continúa. Todavía hay más de 2700 personas en el Hospital de la Bomba Atómica esperando morir por las secuelas de la radiación, después de 45 años de agonía. Es decir, la bomba atómica sigue matando japoneses". El terror nuclear aparecía también como una de las pesadillas más inquietantes de Sueños, donde dio rienda suelta al carácter onírico que siempre fue fundamental en su cine. Pero como señaló el filósofo Gilles Deleuze, el onirismo de Kurosawa, sus visiones alucinatorias, no son simplemente imágenes subjetivas, "sino más bien figuras de un pensamiento que va descubriendo los datos de una pregunta trascendente, en cuanto que pertenece a lo más profundo del mundo". Es que la permanencia de la obra de Kurosawa, la eterna actualidad de sus films --aun aquellos que, como aquel legendario Rashomon, ya tienen casi medio siglo de vida-- radica no solamente en la modernidad de sus recursos estéticos sino también en su concepción del cine como un medio de conocimiento, como una de las formas contemporáneas del pensamiento.
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