Había
flores por todas partes, en los frentes de las casas, en los canteros, en la plaza. En los
jardines los árboles frutales estaban en flor. El hombre se sorprendió y disfrutó de
esa primavera anticipada. El azul del cielo era intenso con grandes nubes blancas aisladas
e inmóviles. Era la hora de la siesta y no se veía gente en las calles del pueblo.
Caminó alejándose del centro y pensó en alguien que estaba lejos y con quien le hubiese
gustado compartir tanta explosión de color y la calma y la luz y la posibilidad de andar
sin dirección hacia el campo y el horizonte que se abría más allá de las últimas
viviendas. El hombre acababa de volver, una vez más, al pueblo de su adolescencia y
donde, en aquellos lejanos años, había creído descubrir que estaba capacitado para
sufrir como nadie podría hacerlo en este mundo. Luego, con el tiempo, al irse de ahí,
esos supuestos sufrimientos perdieron importancia, pero crecieron en forma de palabras y
relatos, a medias alimentados por la memoria esquiva y a medias inventados, pero que él
consideró dignos de ser contados. Ahora, a esta altura de su vida, se había ganado
algunas consideraciones gracias a las publicaciones de aquellas y otras historias, y
justamente ese día de fines de invierno había regresado para presentar un libro recién
editado. Al anochecer sería el acto y le tocaría conversar un poco con el público y
seguramente firmar algunos ejemplares. Lo de siempre. Pero ahora tenía toda la tarde para
él y pensaba en el nombre de la persona que estaba lejos y ese era su secreto bajo el sol
de la hora de la siesta. Le hubiese gustado gritar ese nombre mientras avanzaba por el
costado de la ruta que llevaba al puente sobre el río. Había recorrido muchas veces ese
tramo de camino, a pie o en bicicleta, en cada regreso. Se acordó de manera especial e
insistente de las mariposas. Esta vez no había mariposas. Las buscó girando la cabeza
pero no descubrió ninguna. Con lo que se encontró fue con el cuerpo de un perro al
costado de la ruta. Un perro atropellado por un auto o por un camión. Era una animal de
tamaño grande, pelaje largo, rojizo y negro. Tenía la boca abierta y los dientes eran
muy blancos y filosos. Estaba echado de costado, junto a unas flores silvestres amarillas.
El hombre se detuvo para mirar al animal y pensó en el fugaz instante que un rato antes
había marcado la división entre la vida y la muerte. Un golpe mínimo, un sonido sordo
en la vastedad y en el silencio del campo abierto. Y luego de nuevo la ruta monótona y la
aparición espaciada de algún vehículo. Nada demasiado grave. Nada que no pudiera
eliminarse dando media vuelta y siguiendo el camino. De todos modos, mientras el hombre
miraba al animal vencido, hubo una pena que se instaló bajo el amplio cielo de nubes
blancas y fijas. Y la pena tardó en irse. Después, cuando llegó al puente y miró
correr el agua del río y emprendió el regreso y se sentó en el primer bar que encontró
y eligió una mesa junto al ventanal y permaneció ahí frente a un vaso de cerveza, se le
mezclaron las imágenes de los hermosos dientes del perro en el sol, los ecos de sus
propias penas lejanas y probablemente imaginarias, el compromiso que lo esperaba dentro de
unas pocas horas, las flores que lo rodeaban por todas partes y aquel nombre que volvía y
volvía y estaba por encima de cada cosa y que en ese momento, en la gran luz de ese
momento, bastaba para justificar todo lo pasado y todo lo que pudiera sobrevenir. |