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En 1967 fui condenado por la Justicia argentina a cumplir una condena de seis meses de cárcel por la publicación de un cuento llamado "Seducción". Este fallo fue confirmado por la Cámara alta y reducido a treinta días, sentencia que cumplí en suspenso. La sociedad condenaba de este modo un escrito que no había buscado más que desentrañar ciertas formas de lenguaje y estilo oral muy típicos del porteño medio. Esto quería decir que ciertas cosas que estaban en mí automáticamente quedaban, de allí en más, condenadas a la represión, a la clandestina intimidad. Había un yo prohibido, un yo que agraviaba a la sociedad, un yo que producía el disgusto del vómito. Es difícil degollar fantasmas, tienen las mil cabezas de las serpientes, reaparecen domesticados o feroces tras apariencias espurias, deformadas o civilizadas, son más o menos deletéreos, pero son. Para existir requieren soledad o viajes o publicaciones de sociedades menos reflexivas... o discos... o la obstinada zambullida del loco a quien no convencen los magullones de la piscina vacía. Hubo tiempos en que las cárceles sabían a delincuencia, en que por un Valjean había cien rateros; la sociedad que ya nadie puede vendernos como perfecta ha hecho de su anquilosamiento una gangrena, y ha dignificado con su indignidad la tienda de los réprobos, el repentinamente santificado retiro de la delincuencia. Los países, o los que representan a los países, colocan el ultraje bajo distintas pilas bautismales y lo denominan: a disposición del poder ejecutivo, retiro voluntario, demora jurídica, aislamiento legal, destierro parcial, demora por interrogación. Las causas pueden llamarse políticas; obedecen a resistencias pasivas, huelgas ilegales, guerrilla urbana o suburbana, resistencia armada, subversión, conspiración, perturbación de la paz social. El resultado tiene muchas caras: hay delincuentes públicos que han depositado en su cuenta bancaria una buena parte de la venta del país. Se pasean impávidos por las aguas del Delta en yates lujosos. Hay muchachos que han salido a gritar su rabia por el ultraje. Se pasean por aguas similares en viejos paquebotes convertidos en cárceles infectas, donde las ratas no envidian el destino de los hombres. Acompañarlos no da vergüenza, más bien orgullo, aunque en este caso la nobleza de la condena esté viciada por la presencia de tres o cuatro carajos de más. (*) Texto escrito en enero de 1973 |