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En estos días caliginosos, mientras furiosos huracanes azotan la costa atlántica y millones de equipos de aire acondicionado despanzurran la famosa capa de ozono -que desde aquí parece estar tan lejana como la justicia social universal--, el entretenimiento de este país es hacer chistes sobre Clinton y apostar a si renuncia o no. No hay reunión de negocios, encuentro universitario o charla de amigos en los que no se hagan chistes: Dios llama a Clinton y le dice que tiene una noticia buena y otra mala: la buena es que le ha dado un pene y un cerebro; la mala es que no podrá usarlos al mismo tiempo. Ha, ha... Otro: --¿Cómo se llama un grano en el pene de Clinton? --Tumor cerebral. Ha, ha... Chistes aparte, casi todas las encuestas demuestran que alrededor del 80 por ciento de los norteamericanos están hartos del caso Lewinsky. Y también aseguran que el 62.5 por ciento de la población piensa que Clinton, como presidente, está haciendo bien las cosas. Estos son los dos más fuertes argumentos que siguen sosteniendo al zarandeado hombre de la Casa Blanca frente a los embates, no de los huracanes, sino de la frenética arremetida moralista del fiscal Kenneth Starr y su corte de inquisidores. Pero si la gente está harta de los amoríos presidenciales --ciertos o imaginados, aunque todo indica que verdaderos--, lo que llama la atención, entonces, es que la televisión continúe saturada de informes, chismes, análisis y comentarios sobre la relación Clinton-Lewinsky, a la que se le da más relieve que a los bombazos en Africa y la crisis financiera mundial. Y acaso una respuesta posible a ese interrogante radique en la vocación chismosa que es hija de la frivolidad que afecta a todos los pueblos indigestados de televisión-basura. De hecho no parece ser "información" mostrar las piernas de la gordita Lewinsky cuando baja de un coche, pero todo el tiempo se la muestra, tanto o más que las amenazantes andanzas del fiscal Starr, ese personaje que recuerda a los implacables inquisidores limeños de La gesta del marrano, de Marcos Aguinis. Por otra parte, en algunos círculos políticos empieza a ser notable el temor por las consecuencias imprevisibles de esta persecución al presidente. Y es que, como me dijo un analista de la Universidad de Virginia: "Una cosa es establecer si Clinton mintió, lo cual en este país es un asunto grave, pero otra muy distinta es que estos tipos acaben deteriorando al Poder Ejecutivo de tal manera que ya nadie sepa cómo se podrá gobernar en el futuro. Si hacen que hasta los guardaespaldas deban declarar lo que escuchan y limitan a los abogados del presidente, ésas son armas que en el futuro se les pueden volver en contra a los mismos republicanos, que hasta ahora han venido regodeándose con las penurias de Clinton". Y es que el fiscal Starr y sus sostenedores son tan fundamentalistas que se dice que ya en algunas usinas republicanas están sintiéndose alarmados por tanto frenesí moralista. Es que este hombre, que recuerda al senador Joseph McCarthy y que tiene un poder mediático mucho más impactante que el que tenía aquel cazador de comunistas de los años '50, no es solamente un ayatola desatado. Además lleva gastados entre 40 y 50 millones de dólares en perseguir a quien, curiosamente, es el presidente más popular que se recuerda, incluso más que el mismo Ronald Reagan. Y ésta sería la gran moraleja paradójica del caso: un pueblo tan cuidadoso de las formas y tan afecto al puritanismo, que en general considera que el sexo siempre es feo, sucio y malo, se escandaliza ante los cachondeos de su presidente pero enseguida, y en esencia, quiere perdonarlo. Y es que los norteamericanos no quieren que las cosas cambien: son muy conscientes de la bonanza que vive la clase media. Y es entonces cuando tanta porfía del fiscal Starr y sus mastines se torna peligrosa para todos. El establishment norteamericano parece empezar a pensar que hay que detener de alguna manera la locura persecutoria de ese fiscal para quien la condena a las tonterías sexuales del machista primer mandatario es más importante que el sistema mismo. Porque nadie sabe, realmente, si este país soportaría hoy, en plena crisis económica mundial y con el dólar amenazado, los cimbronazos de un juicio político al presidente, o, peor aún, su renuncia.
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