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Vagaba yo por la angustia de elegir un tema para esta contratapa. La libertad de escribir lo que uno quiera no es tan libre: hay millones de temas y, por último, ninguno. Regresé a mi vieja nostalgia de las redacciones, cuando un jefe indicaba la información que había que tratar y en ella se internaba uno, acompañado -entonces-- por el ruido de las máquinas de escribir de otros compañeros empeñados en idéntica labor. Uno se detenía en la mitad de un párrafo o intentaba iniciar otro, lo buscaba en el aire y veía alrededor caras de concentración y seriedad reconfortantes. De allí venía un nuevo impulso y se podía seguir. Para colmo, un viejo amigo -no sé cómo todavía-- entró en la habitación cuyas paredes soportaban mis errancias y se paró junto a mi escritorio. "Vengo a pedir consejo -dijo--. Quiero escribir una nota y no sé cómo." Le contesté que la escribiera, y ya. "Pero es que no sé sobre qué", confesó con una angustia espejo de la mía. "Algo se mueve dentro mío, necesito decirlo y no sé qué es", agregó. Lo miré con cariño. Le expliqué que hay millones de temas y le propuse Katharine Hepburn. Fue -es-- una de mis actrices preferidas y su extraña belleza desenvuelta alimentó no pocas de mis fantasías. Más de una vez me pregunté de dónde le nacía esa vivacidad con toques algo excéntricos que regalaba a sus personajes. Tal vez de una madre sufragista y activa defensora del aborto en esos años áridos de principios de siglo. O del padre, un médico que acostumbraba a recibir a las visitas en el baño de la casa. Fue una familia arrasada por el suicidio: el abuelo materno de Katharine Hepburn, el tío abuelo, dos tíos paternos y un hermano muy querido abandonaron este mundo de ese modo. Hombres, todos hombres. Si se agrega que la actriz padeció relaciones difíciles por ejemplo con John Ford y Spencer Tracy --los dos, casados; los dos, alcohólicos--, hay terreno para indagar. ¿Y cómo de la actriz primeriza que Dorothy Parker, patrona de la crítica teatral en Estados Unidos, encontró que desplegaba "toda la gama de la emoción humana, de la A a la B", llegó la Hepburn a la estupenda intérprete de La reina africana o La costilla de Adán? ¿Cómo llevó a una actuación tan fina la "emoción humana" --marcada por desastres íntimos-- que no le faltaba, ciertamente? Se sabe que ése es el misterio del arte, pero cada artista es un misterio. "Me gusta Kim Basinger", cortó -seco-- mi amigo, y así lo conocí algo más. "Por otra parte -adujo--, no quiero ni rozar la actualidad. Si denunciás la corrupción en el gobierno, el gobierno te procesa. Si criticás a la Alianza, sos un antidemocrático. Si pedís castigo para los militares genocidas, estás socavando los fundamentos de la Patria. Si enjuiciás la política de Israel hacia los palestinos, no faltará el sionista que te ladre. Si censurás a Fidel Castro, te comen los creyentes. Si recordás el apoyo que los partidos políticos, incluido el comunista, prestaron a la dictadura militar, te insultan, en especial los que son o fueron del Partido Comunista. Y no quiero mencionar cuestiones más complicadas: que si estás de acuerdo --o no-- con que se pida la indemnización por un familiar desaparecido, que si estás de acuerdo -o no-- con que se recuperen los restos del desaparecido, que si estás de acuerdo --o no-- con que la mayoría de la sociedad argentina no se opuso a la dictadura militar por terror, omisión, conveniencia, o lo que fuere. Etc... Esto sí que es enigmático. No me vengas con los misterios de la Hepburn." Tenía razón, así que le sugerí el tema de la ecología: es realmente importante, conspicuo, y no necesariamente hay que tratarlo desde la actualidad. Le conté lo que había leído en El nuevo orden ecológico, de Luc Ferry. En 1545 tuvo lugar un curioso procedimiento judicial en la aldea francesa de Saint-Julien. El gorgojo había invadido los viñedos del lugar y los pobladores suplicaron a las autoridades eclesiásticas que amenazaran con la excomunión a los insectos si no dejaban de masticar semillas de parra. El juez del Episcopado que entendió en el caso nombró a un abogado defensor de los gorgojos. Quien debe haber argumentado con tanta eficacia que el juez falló a favor de los insectos, declarando que éstos eran tan criaturas de Dios como los seres humanos y que, en consecuencia, tenían idéntico derecho a consumir la vida vegetal del planeta. Mi amigo escuchó en silencio. Se acercó a la ventana a mirar el sabroso aguacero. "Cada vez que llovió, paró, decía Carlos", musitó. Y se fue, más callado que un banquito. Es decir que, salvando todas las distancias, ahora entiendo mejor la angustia de Lope de Vega cuando Violante le mandó hacer un soneto.
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