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Por Guillermo Ravaschino Robin es editora de una de esas revistas que explican a las mujeres lo que los hombres quieren de ellas. Y trabaja mucho. Tanto que Frank, su novio, la sorprende con la idea reparadora que pone al relato en marcha: una escapada de una semana a la isla de Makatea, paraíso de aguas turquesas y arenas blancas. No saben que, a cambio del desenchufe y el incremento del "nivel del romance" que prometen los folletos, lo que los espera son las vacaciones más ajetreadas de sus vidas. En efecto: al segundo día, la workahólica Robin decide dejar la isla por 24 horas para producir cierta nota periodística. Pero el vuelo que emprende no llegará a destino por una tormenta. Ella y Quinn, su piloto, quedarán varados en un islote desierto que les dará tiempo para pelear, intimar, conocerse... Una pulposa amiga de Quinn y el frustrado novio de Robin, mientras tanto, tendrán ocasión para hacer lo mismo en Makatea. El mayor problema de Seis días, siete noches es que a poco de apagadas las luces ya pueden adivinarse todos, o casi todos, los giros que ofrece la narración. Ese es el precio que no podía dejar de pagar un guión que se apoya con excesiva comodidad en las generales de la "comedia romántica con paisaje exótico al fondo" (rubro muy caro a Hollywood desde la década del 40). Y es una lástima, porque el film fue rodado con buen ritmo por Ivan Reitman (Los cazafantasmas, Junior) y tiene en su centro a una pareja despareja que funciona mejor que las habituales. Ella es Anne Heche (Volcano, Wag the Dog), famosa por actriz pero más famosa por lesbiana: es la novia de la estrella televisiva Hellen De Generes y han sido muchas las expectativas que la opinión pública estadounidense tejió en torno de su primer gran romance ficticio con un varón. Robin le sienta bien a Heche. Frágil, delgada, joven, parece el mejor complemento del candidato que le tocó en suerte. El es nada menos que Harrison Ford, en uno de esos cincuentones rudos y simpáticos que le calzan como un guante: Quinn, que encontró su lugar en el mundo dentro de su pequeña avioneta De Havilland, parece un añoso árbol de los que pueblan esos parajes fértiles. El tercero en cuestión es el islote que no figura en los mapas. Virgen, pleno de cataratas y selvas, bello por donde se lo mire. Y se lo ve muy bien, desde todos los ángulos, con lo que el drama, cada vez que se pone flojo, puede ser parcialmente disfrutado como un atractivo documental turístico. Entretanto, a las rutinas cómico-románticas se suman otras: por enésima vez, una mujer y un hombre aparentemente "opuestos" se quedan solos en un paraje que prácticamente los obliga a enamorarse. Quinn y Robin fatigarán allí todas las instancias que se pueden desarrollar a partir de una premisa como ésta: encender el fogón, salir de cacería, apurar las últimas botellas en romántica borrachera bajo las estrellas. Tareas que emprenden en el marco de discusiones bizantinas al principio... y de dulces besos después. No faltan los picos de franca ridiculez, como la banda de piratas torpes que asoma por el islote, pero tampoco las oportunas pinceladas humorísticas con las que David Schwimmer (de la serie "Friends") retrata la estupidez de Frank. El film tiene dos desenlaces. El primero, algo melancólico, transcurre con naturalidad. El segundo se toma largos minutos para arribar a un penoso final feliz infestado de moralejas matrimonieras.
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