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ALLENDE
Por Martín Granovsky

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t.gif (862 bytes) Debo confesarlo: casi todos los domingos a la mañana, ese momento único que parece ajeno al tiempo, me ataca la melancolía y pongo el casete que alguna vez grabé de un disco imposible. Son los discursos de Salvador Allende del '71, para celebrar el primer año de gobierno. El desastre parecía lejano y el compañero presidente podía explicar con paciencia a los chilenos la reforma agraria, la nacionalización del cobre, los programas sociales de la Unidad Popular. De fondo, como una cortina entre mensaje y mensaje, los Inti Illimani con "Venceremos".

No todos los recuerdos políticos son maravillosos. Para un anciano de 42, con 14 años en el triunfo de Allende del '70 y 17 en el '73, los fragmentos del pasado agolpados en la memoria pueden producir nostalgia, alegría, dolor, olvido, reflexión y hasta vergüenza.

Por alguna razón Chile ocupa su propio lugar, distinto de cualquier otro recuerdo político.

La razón puede ser, podía ser, la vecindad. Nunca hasta 1970 América del Sur había estado tan cerca --así pensaba uno-- de alcanzar una sociedad más justa.

Puede ser la figura de Allende, un tipo limpio, honesto, valiente, desacartonado, vital.

Puede ser la experiencia política. La izquierda y una parte de lo que hoy sería el centroizquierda compartiendo el gobierno.

Puede ser la forma, o el sueño de la forma. Cambiar sin matar y --parecía en un principio-- sin morir.

Puede ser el espejo. Era posible un programa que acometiera lo que entonces figuraba en el sentido común de la izquierda en todo el mundo: ampliar el sector social de la economía más allá del Estado de bienestar, y gestionarlo democráticamente.

El golpe de Pinochet, hace exactamente 25 años, derrumbó, juntas, todas las ilusiones, y puso en el aire la angustiante confirmación de que tras el golpe en Uruguay o la matanza de Ezeiza, la primavera terminaba.

Chile era ya, para muchos, la última esperanza regional. Por eso aquella tarde en Congreso, en la primera gran concentración por Chile, quisimos creer en ese rumor de que el pueblo había reconquistado Valparaíso con el general Prats. Y después, en la hermosa marcha de las juventudes políticas, con cientos de miles de personas ocupando la calle del Congreso a la embajada de Chile, nos convencimos de que Allende debía estar presente.

Para mi generación, Chile era lo que la Guerra Civil Española había sido 40 años atrás para nuestros viejos. Una batalla por la justicia, pero también el escenario de la lucha entre la dictadura y la libertad, un ensayo nacional que se trasladaría al resto de los países e inclusive el terreno para probar teorías y mezquindades políticas.

Creo que sigue teniendo la misma calidad simbólica, y que la comparación con la España de la república y la Guerra Civil aún vale.

En Adiós, luz de veranos, su libro de memorias sobre la adolescencia de un exiliado republicano en París, el español Jorge Semprún, que fue miembro de la resistencia francesa y de la resistencia antifranquista, escribe que cuando muera su deseo es que envuelvan el cuerpo en la bandera tricolor de la República. Dice Semprún que ahora lo mejor para España es la monarquía, incluso en un sentido republicano, pero que la bandera en su cuerpo "simbolizaría, sencillamente, una fidelidad al exilio y al mortífero dolor de los míos, aquellos en quienes no dejo de pensar".

Quizás Chile y Allende --la utopía de socialismo y democracia-- simbolicen hoy lo mismo. Y que funcionen como un punto de referencia de la izquierda hasta en la crítica y en la diferencia retrospectiva. Se puede hablar de Chile y decir que Allende debió oponerle la violencia de la gente a la tremenda violencia de los conspiradores. O se puede hablar de Chile para concluir --es la síntesis histórica del actual gobierno de la Concertación chilena, o del Olivo italiano-- que una sociedad es ingobernable si un tercio debe imponerse a los otros dos.

Necesidad de criticar. Polémica, aun con el pasado. Ideas para este mundo. Sueños. Recuerdos. Un escenario propio. ¿Hay una forma más práctica de definir la identidad? Es tonto ignorar la tristeza del golpe del 11 de setiembre. No la ignoro. Pero perdonen la tozudez: para mí Chile es la voz de Allende convirtiendo su gobierno en pura poesía.

 

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