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Por M. P. "Ser joven, ser traidor, y redimirse". Ese es el slogan de la quinta película de Javier Torre, basada en la novela de Roberto Arlt. En ella Silvio Astier, su protagonista, recorre efectivamente ese derrotero. Es joven y recién hacia el epílogo del film traiciona la confianza de un amigo y, al menos de palabra, alcanza a redimirse antes de la palabra fin. "Hay momentos en la vida que tenemos necesidad de ser canallas", declama por entonces el debutante Mariano Torre en el papel de Astier. Y a esa altura del film no es difícil también pensar que ese texto tal vez le sirva a Torre para justificar el bochornoso resultado de su quinto opus como director. Sin la contundencia del original del Arlt, y apenas con un muy buen trabajo de producción que le permite situar la acción en un Buenos Aires contemporáneo y al mismo tiempo fantasmal, el film de Torre sufre en cada plano estático, en cada secuencia irresuelta, en cada autismo declamativo en los que cae en nombre de la adaptación más literal. Como con la decepcionante Lola Mora, Torre vuelve a demostrar en El juguete rabioso que no sabe narrar cinematográficamente, y es así como su film se desarma --deshilvanado y prepotente-- desde los primeros minutos ante los atónitos ojos de los desafortunados espectadores. Tal como la novela de Arlt, El juguete rabioso de Torre está dividido en cuatro episodios. En el primero, Astier demuestra sus dotes como ladrón, en el segundo sufre el infierno de trabajar en una librería de viejo, en el tercero toca el cielo al ser aceptado en una escuela aeronaval (de la que finalmente es dado de baja sin explicación), y en el cuarto y último recorre las calles vendiendo papel y termina encontrándose frente a frente con la traición. A pesar de que el afiche original del film anuncia el lugar destacado las presencias de Thelma Biral y Lito Cruz, en realidad ambos apenas si acompañan durante el segundo episodio (la librería) la permanente presencia en pantalla de Mariano Torre. Así es como también aparecen Juan Acosta (el dueño de la papelería del cuarto episodio), y Jorge Luz, que le advierte a Astier que la librería es, en realidad, "el infierno". Pero, más allá de estas apariciones estelares, durante la mayor parte del film Astier está solo con su juventud, la ciudad y sus libros, cuyos autores se alcanzan a leer ostentosamente: Rimbaud, Baudelaire, Verne, Nietszche. Detrás de su presencia hay, sí, un film. O debería haberlo. Pero en realidad sólo hay retazos de imágenes, a las que les cuesta conseguir esa inseminación artificial de la que hablaba Jim Morrison, que les devuelva la vida. O, al menos, una vida cinematográfica. Es que Torre no filma, sino que sólo da testimonio de su incapacidad para armar un mundo narrativo que dure una hora y media. Lo suyo es un infierno en el que una escena anula a la anterior, y del que su juguete rabioso nunca sabe de qué tiene rabia si no lo dice antes en voz alta.
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