El libro de los periodistas perdidos
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Por Osvaldo Bayer Fue la tragedia más grande del periodismo argentino. Fueron "desaparecidos" los mejores. La emoción, la tristeza, la impotencia. La emoción al recordar sus voces, sus sonrisas, sus ojos, su andar. Tristeza porque ya no los volveremos a encontrar al doblar la esquina, en el café La Paz, en La Opera, en El Foro, en los 36 Billares. Impotencia por saber que sus asesinos están libres, y más que eso: los peores de todos son gobernadores, intendentes o diputados. El país de los periodistas muertos. Y de sus asesinos libres y votados. Realidades argentinas. De nuestro presente. Todos eran una generación más joven que la mía. Salvo Rodolfo, Haroldo y un puñado más. Habían entrado en las redacciones dos décadas después. Los recuerdo uno por uno. Llegaban todos los días como si fuese siempre el 21 de setiembre o el 25 de mayo. Pero era invierno cerrado en las mentes de la nación argentina. Políticos conspiraban con militares en las puertas de los cuarteles e iban a pedir instrucciones en las antesalas de los empresarios. Frente a los correveidiles del sistema, esos jóvenes periodistas convirtieron las redacciones en ágoras de sueños y aspiraciones. Pensaban que era posible terminar con el hambre en Latinoamérica, construir hospitales para changos enfermos de siglos, organizar comunitariamente la selva y la villa. Eran nuestros hermanos jóvenes y nuestros hijos que nos superaban en la rapidez mental y en el grito de protesta. Los conocí, recuerdo sus ojos, les di la mano, les pagué el café en el Suárez al no poder darles argumentos para que se cuidaran porque era consciente de que el enemigo uniformado estaba preparando en Fort Douglas sus cuchas, sus picanas, sus pentonavales, todo su cobarde golpe de furca al honor, a la nobleza, a la conducta. Con él resumieron sus cobardías, sus crueldades, sus traiciones, su saliva obscena, sus imágenes de vicios solitarios. Recordando a Haroldo Conti
Me fui muy confundida de allí, con una sensación nueva, que comprendí al poco tiempo cuando una amiga me prestó la novela Alrededor de la jaula. Al leerla me enamoré de Haroldo. Yo sabía que ese sentimiento era una locura. Ambos estábamos casados, y con hijos cada uno. Luego de una gran lucha interior decidí decirle lo que me pasaba, y quedamos en vernos en Corrientes y Montevideo. Fui con una amiga porque estaba temblando, pero cuando Haroldo apareció en el auto manejando a lo loco, ella me hizo subir, cerró la puerta, nos saludó a los dos y se fue caminando tranquila. Me quise morir. "¿Le gusta el río, Marta?", me dijo, y como atiné a decir que sí rumbeó para el Tigre, a toda velocidad. Yo esperaba que me preguntara para qué quería hablarle y no sabía qué iba a decir, pero él comenzó a hablar de todo un poco. Estaba tan bien que me olvidé que en realidad era yo quien se suponía tenía algo para decir. Pero repentinamente, cuando ya estábamos en un café y Haroldo comiendo una enorme porción de torta de limón, me preguntó para qué quería verlo, y se lo confesé. El no dijo nada, cambió de tema y me llevó de regreso, pero me dijo que, ahora que me había encontrado, no iba a perderme. Dado que había hijos de por medio determiné tomar distancia, pero me propuso que lo ayudara en lo que intentaba escribir, esa mágica novela que después de inventar 47 títulos se llamó Mascaró, que es el apellido de una amiga uruguaya. Me gustó la idea y la acepté. El sentía una gran necesidad de hablar y de transmitir lo enloquecido que estaba con la novela, con sus personajes, con el león y su dueño. Le fascinaba el tema del circo, y comencé a ayudarlo buscando material por todas las librerías y bibliotecas, pasándole en limpio los originales, sugiriendo cosas y pidiéndole que no matara a ningún personaje. Ocurría que en sus novelas anteriores siempre moría alguno. Pero aquí no podía ser: Haroldo aceptó mi propuesta, ya que él tampoco podía soportar la muerte de un amigo o de un familiar querido. Una pequeña pieza autobiográfica
Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido reprochado por varias mujeres. Mi vocación despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba. Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1945, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba "Mar Negro", y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires. Tengo una hermana monja y dos hijas laicas. Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosas, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causé es no haber terminado mi profesorado en letras. Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los dieciséis años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos. La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y en el dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad he sido traidor y llevado por los tiempos: podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces. En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de
tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda;
lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me
falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso
que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia
estupidez. |