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En diciembre de 1955 una noticia policial conmovió a la opinión pública: un niño de 4 años había dado muerte a su primito de meses golpeándole la cabeza con un frasco. La crónica señalaba que, cuando encontraron a la víctima, yacía en el suelo, ensangrentado y con la boca tapada con algodón. El juez de menores que intervino en la causa y el doctor Mario Kurlat del Hospital de Niños enviaron "el caso" a Arminda Aberasturi (pionera del análisis de niños en nuestro país) para que lo psicoanalizara. Del relato de esa experiencia se desprende que el niño había ejecutado el crimen cumpliendo un mandato inconsciente paterno. Simplificando mucho las cosas, allí se afirmaba que el conflicto fratricida entre los padres había sido trágicamente actuado --representado, diríamos-- por los niños. Más de cuarenta años después, la crónica de los medios trae el cotidiano horror de otros niños --y hasta de niñas-- asesinos. Sabido es que cualquier generalización es abusiva y sería arbitrario suponer que todo niño que comete una crueldad de este tipo sólo está respondiendo a la inoculación de una violencia social insoslayable o de conflictos familiares no resueltos, pero no estaría de más preguntarnos cuál es la responsabilidad que tenemos los adultos en estos hechos. Sobre todo en estas épocas donde la desprotección, la incertidumbre y la muerte se ensaña, como nunca antes había sucedido, con nuestra infancia. Pongamos dos interrogantes: * ¿Somos testigos de un aumento de la violencia ejercida por los niños (y las niñas) capaces, ahora, de asesinar a sangre fría? * ¿Somos testigos de un aumento de la difusión en los medios de comunicación de masas de una violencia que viene dándose desde siempre? Para empezar, habría que recordar que en plena alborada secular, Freud escandalizó a la sociedad victoriana cuando afirmó la existencia de una sexualidad infantil que contribuyó a desmantelar el paraíso de la infancia. Quedó, así, definitivamente destruido el mito de la inocencia de los niños. Desde entonces, esos angelitos, criaturitas de Dios que alguna vez fuimos todos nosotros, adquirimos el status de "perversos polimorfos". Hace tiempo, entonces, que ha dejado de considerarse a los niños como angelitos inocentes, libres de cualquier maldad. El reconocimiento de las fantasías agresivas, las pesadillas con monstruos devoradores, los juegos violentos, la crueldad para con los otros niños acabaron con el mito del paraíso de la infancia. Pero una cosa es la aceptación de que siempre junto con el amor, algo del odio se juega y otra, muy distinta, es el entrenamiento en el ejercicio de ese odio. Una cosa es el juego a través del cual se intenta vehiculizar y elaborar la cuota de agresión que todo niño tiene y otra, muy distinta, es la de reforzar y, al familiarizar a ese niño con la crueldad, volverla "natural". Al ensayar frente a un monitor, por ejemplo, las diversas formas de administrar la muerte a un ser humano, algo de la ficción se juega en la realidad y va instalando en la mente de cada chico la convicción de que eso --decidir sobre la muerte-- es posible y, desde que genera una cierta cuota de placer lúdico, deseable. En ese simulacro, en esa parodia de la ejecución verdadera, con ese jueguito electrónico el niño que, por su propia condición está en posición de indefensión con respecto de los mayores, ilusiona tener el poder de dominar, de castigar y eliminar a los adultos. El niño que por su propio desvalimiento, por su propia indefensión, por la violencia que significa depender de los grandes (aun cuando no sea explícitamente víctima de malos tratos) se identifica con el agresor, se convierte en el que tiene el poder y disfruta asumiendo el lugar del victimario. Algo de la realidad cabalga sobre la fantasía y es entonces el poder mortífero el que comienza a legitimarse y a convalidarse para repetir así, ad infinitum, la creencia acerca del derecho que tenemos, como dioses, a decidir sobre la vida y la muerte. Decía antes que en plena alborada secular, Freud escandalizó a la sociedad victoriana cuando afirmó la existencia de una sexualidad infantil que contribuyó a desmantelar el paraíso de la infancia. Pues bien, en el crepúsculo del siglo no es Freud, sino los medios, los que nos asombran y nos escandalizan con el testimonio de niños y de niñas que antes que inocentes, son "culpables" directos de agresiones que no excluyen, lisa y llanamente, el crimen de otros niños. Los casos aislados --y muy bien publicados-- de las niñas y los niños asesinos no tienen por qué hacernos olvidar a las niñas y a los niños asesinados. Solo en América latina --¿cómo ignorarlo?-- un millón de niños muere cada año producto del hambre, la desnutrición y las enfermedades evitables y no en manos de los niños asesinos. ¿No será que, para poder tolerar esas muertes, se hace necesario reavivar el demonio de la infancia dentro del imaginario social? Si seguimos por este camino, la gente "decente" no sólo deberá temerles a los jóvenes desocupados, negros, "villeros" y drogadictos, sino que, también habría que incluir dentro de la "clase peligrosa", a los niños (sobre todo si son pobres) y a las niñas. Entonces, contra ellos, para protegernos de ellos, se pedirán leyes más severas, control más estricto y, por supuesto, represión y mano dura. Por esta vía es fácil conseguir consenso dentro de la sociedad civil para continuar y acentuar la campaña de exterminio de niños comenzada (o recomenzada) en nuestro continente con la matanza de la Candelaria; programa que ha dado en llamarse de "limpieza social" y que supone que no es necesario esperar a que esos niños crezcan. No es necesario esperar a que se conviertan en delincuentes; siguiendo el criterio de la "limpieza social" basta con cortar por lo sano y matarlos de chiquitos. Si alguna excusa faltaba para semejante impiedad allí, en la pantalla del televisor, en las fotos de los diarios, están los hechos: los niños nada tienen de inocentes y son capaces de asesinar y asesinarse entre ellos. Sólo falta saber, entonces, si la pena que deberá aplicárseles coincide con la de los adultos --ya que el crimen, como delito, es un delito de adultos-- o si debería ser adaptada a las circunstancias evolutivas del caso. Por vía de la demonización de la infancia a la que contribuyen los medios, cada vez que algún niño, que alguna niña, se nos acerque deberíamos alertarnos ante el peligro cuando, en realidad, lo que no podemos --o no deberíamos-- es perdonar que asesinen directa o indirectamente a nuestros niños. Lo que no podemos --o no deberíamos-- perdonar es que transforman a nuestros niños en asesinos. Parafraseando al Freud de El malestar en la cultura podría decir que una sociedad que extermina a sus niños, y que transforma a sus niños en asesinos, "ni tiene posibilidades de permanecer, ni se lo merece".
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