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EL D.T. DE LA MASCARA DE HIERRO

Por Rafael A. Bielsa

Marcelo Bielsa, técnico de la Selección Nacional argentina. Un olimpo recortado en papel crīé y blanco, el jardín de las delicias ofrecido sobre un cáliz con los sépalos rojinegros. Rosario no sólo da a los que mejor ejecutan, sino que también puebla con los que mejor seleccionan. Para muchos, comienza una época fértil para la confianza. Para él, pasados estos primeros días, los versos de Miguel Hernández: tengo los huesos hechos a las penas/ y a las cavilaciones estas sienes...

Está llamado a saldar una rancia antinomia, detrás de la que se alinean los hinchas, los entrenadores, los periodistas y hasta la Bolsa: pelota cortita y al pie versus centro a la olla, Huracán del '73 versus Estudiantes del '69, la mesa de arena versus la musa de la inspiración. El saldo con que termine lo que vendrá tiene pronóstico reservado, porque en el fútbol, Newton 櫘on restricciones� fue reemplazado por las leyes del azar.

Marcelo es distinto de sus predecesores, en el siguiente contexto: tiene algo de cada uno de ellos, porque en definitiva el fútbol no es más que un perímetro, y al mismo tiempo carece de muchos de los rasgos que han caracterizado a los demás, debiendo añadirse a la amalgama los propios, que no son pocos. Marcelo es escueto hasta el límite del croquis, lugar donde a veces queda prisionero de la incomprensión; se sabe que los artistas son víctimas de los géneros que eligen. Menotti, en cambio, es copioso hasta el empacho. Bilardo es dogmático hasta los exabruptos apellidados Dolberg o Guerra; en cambio, Marcelo es práctico. Basile está convencido de que el fútbol es una asociación medianamente lícita entre profesión, diversión y suerte, en dosis que no podría precisar. Marcelo cree que dosis masivas de profesión son capaces de arrinconar al azar hasta sofocarlo, y lo cree con tanto ahínco que no le queda tiempo para la diversión. Passarella dirige mirando hacia atrás, al Gran Capitán que en el '78 alzó la Copa del Mundo. Por eso es que en Francia prefirió no salir campeón él, a que fuesen campeones sus jugadores. Marcelo, retirado prematuramente de la práctica activa, dirige mirando hacia adelante, buscando su estatua ecuestre en los años por venir.

El nuevo seleccionador tiene relaciones tormentosas con dios y el destino, y tormentosamente administra los alimentos que le exigen tales fauces: la coherencia, los pactos, el sacrificio ritual de animales jóvenes. Como recela de la ira del cielo, confía en terminar por encontrar una fórmula para infundir respeto a la mala suerte. Desde que es técnico, no ha parado de combinar sustancias, de sumar y de restar debilidades y fortalezas propias y ajenas, con una dedicación sin fisuras. Como los alquimistas, su búsqueda ha terminado por transformarse en una religión personal, y en su camino personal al conocimiento. Todo el que tiene nace de allí, y ese conocimiento es todo lo que tiene. Diariamente, minuto tras minuto, imagina transacciones con lo imponderable y hace elencos estables de éstos, descarta toda respuesta evidente porque desconfía de las cosas que naturalmente salen bien, y habla en una lengua incógnita con los muertos queridos.

Si fuese posible colocarse por sobre él, y representar con líneas ese trabajo de arquitecto de lo eventual, se descubriría que el dibujo resultante se parece casi pantográficamente a las evoluciones de sus jugadores en la cancha. Esa es su estética, fantástica, fantasmática o fantasmagórica, según se la vea, la belleza entendida como continuidad, como imán que enlaza una cosa con otra dentro del infinito de noventa minutos. Habrá un tiro libre en el vértice del área rival, alguien lanzará un centro; ciertos jugadores irán al destino natural de la pelota, otros al error del rival, y un tercero al error del compañero, porque un shot con destino equivocado no quiere decir que no pueda terminar en gol.

Es fácil saber qué jugadores preferirá. Se trata de tomar al director técnico, de dividirlo por las cosas que él siente que le faltan para estar a sus anchas en la vida, y de multiplicar el resultado por los atributos humanos que le dan seguridad. Va a preferir el temple al arranque, esto es a Sensini luchando estoicamente con su lesión durante las semanas que duró el Mundial que a Ortega cabeceando incontinente al arquero holandés. La transpiración inspirada a la inspiración momentánea, esto es, a un Mateo conjetural que a la gambeta de Latorre. La acción del esfuerzo a la sobreactuación del sacrificio; por ejemplo, el ida y vuelta de Castromán por derecha antes que la corrida desesperada del extrahábil Polo Quinteros luego de perder una pelota en ataque por hacer una de más. La dosis a la canilla abierta. La evolución a la revolución. El acorde sostenido a la acrobacia del do de pecho. La hora de la verdad al simulacro. Antes de los partidos, él usará la balanza digital; durante el juego, exigirá a sus jugadores la pesa de bronce.

Sus jugadores serán los que compartan este credo, por comprensión o por acto de fe. Una vez que Marcelo los ha hecho suyos, no deja de mirarlos hasta que se retiran del fútbol. Si los ha descartado ya no volverá a ocuparse de ellos. Aunque lo estira, prefiere que el hilo nunca se corte porque no cree en reconciliaciones. Perdona según la falta, y la gravedad que asigna a ésta no es la del resto de los mortales: un ademán insolidario en un momento crítico puede ser para él menos perdonable que un infanticidio. Canta, con Cadícamo: te dejo un vuelto, acaso una bicoca/ para saldar la deuda, gran berreta/ y te prometo, por lo que a mi me toca,/que apenas salga, chau, ya sos boleta.

Luego, está su relación con la prensa; es imposible no hacer algunas distinciones. Alguna vez supo decir que sólo en el conocimiento está seguro. De ese principio deriva la buena relación que mantendrá con el periodismo deportivo científico. Genéticamente condicionado como un anófeles, agradece jubiloso todo lo que lo ayuda a pensar. Desprecia, en cambio, la oferta de ocasión. Inexorablemente alejará a los nóveles reporteros de hoy por aquí y mañana por allá. Desdeña más la mala intención de lo que venera la inteligencia; por lo tanto, colisionará con los que envuelvan lujosamente sus prejuicios e intenten golpearlo con espada camuflada. Por simple instinto de conservación, el periodismo tendrá que tener presente que la naturaleza lo dotó de la curiosa capacidad de hacer sentir a los demás tan incómodos como lo han hecho sentir a él, atmósfera que es capaz de expandir como un miasma al ámbito íntegro donde tenga lugar el entredicho.

En cuanto a la vida privada, nunca hizo cuestiones por vinchas, aritos, betún carapintada o tintura ritual. El pudor retro que siente respecto de su propia vida lo hace desinteresarse de la de los demás. Quien lo interrogue sobre estos tópicos sólo obtendrá como premio consuelo algún que otro título insípido.

Finalmente, están los intereses y la política. Si se analiza la carrera de Marcelo Bielsa como empleado de distintos clubes, rápidamente se advierte la ausencia casi total de conflictos con sus superiores durante el lapso en que compartieron un proyecto. Mandón como pocos, conoce al dedillo la mecánica del mando. No habrá problemas mientras que los cazadores de oportunidades sobrevuelen en las inmediaciones de su trabajo; los mirará de reojo, con indiferencia. Irremediablemente los habrá si un negocio interfiere con la cura de una rodilla, con la posibilidad de completar una rutina de centros al segundo palo o, en pocas palabras, si pone en riesgo el proyecto del técnico de la máscara de hierro de ser el mejor a través de sus jugadores.

Marcelo Bielsa, D.T. de la Selección Nacional argentina. La montaña Olimpo recortada en papel crīé celeste y blanco. Hoy es todo ambrosía y néctar. No faltará mucho para que Tifón comience a escalar y empecemos a pasarla de mal en peor, porque el fútbol 𤥶ue en nuestro país es político� sólo puede prometernos sangre, sudor y lágrimas. Además, claro está, de la ilusión, sin la cual no sería el fútbol.