|
En un bar del Bajo me encuentro con don Pepe, el dueño del puesto donde estuve comprando el diario durante casi diez años. Toma ginebra en vaso grande, está desplomado sobre la barra y el aspecto es de alguien que ha sido muy maltratado por el destino en los últimos tiempos. --Usted es uno de los pocos que todavía me quedan --dice mirándome desde abajo, mientras con la mano esboza un saludo de náufrago que se hunde. --¿A qué se refiere, don Pepe? --Me refiero a los compradores fieles de diarios. --¿Qué pasa, se le instaló un competidor enfrente, no hay más venta, se agravó la crisis? --Peor que todo eso, señor. --Acaba de intrigarme. Cuente, por favor. --La primera señal de alarma fue cuando los clientes empezaron a separar los suplementos de los diarios y a dejármelos en el quiosco. Algunos el económico, otros el femenino, el deportivo, el de turismo, el de cocina. Al principio me resistí: usted lo compró, usted se lo lleva, el diario es todo suyo, así que no me deje ninguna parte. --Muy bien dicho, don Pepe, una respuesta contundente. --Sí, duro, duro, pero al final tuve que aflojar. Cierta mañana, uno me dijo: don Pepe, ¿qué descuento me hace si le devuelvo todos los suplementos y me llevo un libro y la parte principal del diario? --¿Y usted qué le contestó? --Es un cliente de muchos años, le hice un descuentito por las partes que dejaba. --Una simpática atención. --A partir de ahí fue como si se hubiesen pasado la voz y la historia se fue repitiendo con todos. Con el andar de las semanas no sólo me dejaban los suplementos sino que empezaron a arrancar partes del diario y a devolvérmelas también. A esta altura hay muchos que se están llevando apenas tres o cuatro hojas: espectáculos, la página cultural, carreras de caballos, la contratapa. --Y un libro. --Un cachito de diario y un libro. Al final del día tengo la parte de adentro del quiosco llena de suplementos y pedazos de diarios. Siento que me asfixio. --De todos modos, no es que esté perdiendo plata, don Pepe, ¿entonces cuál es el problema? --Mire, señor, yo soy diariero de alma, mi padre fue diariero, mi abuelo fue diariero, mi bisabuelo fue diariero. Cuando mi bisabuelo llegó desde la Calabria voceaba los diarios en esta esquina. Yo amo mi oficio, no es una cuestión de plata, usted no puede entenderlo porque nunca fue canillita. Si las cosas siguen así dentro de poco ni siquiera se van a llevar una página entera. Van a venir provistos de tijeras para quedarse con algunos recortes. Y ese será el fin, la catástrofe total --solloza don Pepe baldeándose la garganta con ginebra. --Tal vez la televisión le esté quitando un poco de clientela, pero ya volverán. --No es así, ya estuve haciendo mis averiguaciones. Ni televisión, ni radio, ni diarios. No quieren saber nada más de noticias. --Seré curioso: ¿qué tipo de libros se lleva la gente? --De todo, Lope de Vega, Florencio Sánchez, Arlt, Jean Giono, Borges, filósofos y pensadores de la antigüedad, Aristóteles, Platón, Séneca, lo que venga. Esta mañana, un cliente que me compra desde hace más de veinte años arrancó la página de la quiniela y fue lo único que se llevó junto con un libro de Maiakovsky. Jefe, yo no quiero vender libros, quiero vender diarios. --Tómelo con calma, todo va y viene, ya va a pasar, nada es eterno. --No trate de suavizar la cosa. Cuatro generaciones de diarieros, esto es una tragedia, nunca más seremos lo que fuimos, estamos llegando al final de una dinastía. ¿Qué le digo a mis hijos? ¿Que no van a poder ser diarieros? ¿Que van a tener que ser libreros? --nuevo baldazo de ginebra en la garganta--. Usted es uno de los pocos fieles que todavía me quedan, pero un día de estos, como los otros, también me va a traicionar, solamente va a querer libros. Le doy dos palmaditas en el hombro: --Le prometo que no. --No intente consolarme, es inútil, no le creo. --Se lo juro por mi madre, que me caiga muerto ahora mismo, en este lugar, si algún día dejo de leer el diario.
|