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Por Enrique Medina Ve el desorden y no lo puede creer: libros debajo de la mesita ratona, libros mezclados en el estante de casetes, libros mezclados con las carpetas, libros amontonados en la mesa de la cocina, sobre el lavarropa y hasta en la mesada; arriba de la alacena, arriba de la heladera, que son los que lee mientras come, libros en el baño cuando lo mismo, libros apilados sobre la cómoda, libros en la mesita de luz. Libros de ensayo, novelas, relatos, ciencia ficción, poesía, libros de arte, libros, libros en las paredes, libros en todas partes, libros donde se pueda colgar un estante, libros en desorden, libros que hay que ordenar. Su casa es una biblioteca. Los cielorrasos del dormitorio y el living no se ven, sí libros que cuelgan como murciélagos mediante un inteligente sistema de sujetadores ideado por el tipo. No hay un retrato, ni una flor, ni una minúscula gárgola que adorne la esquinita de una repisa. Sólo libros. Sólo estantes en todas las paredes del dormitorio, el living, la cocina y el baño. Los cielorrasos del baño y la cocina se salvaron debido al vapor. Hasta las puertas fueron transformadas en bibliotecas, y la de la cocina ha tenido que ser inmovilizada en 45 grados debido a que el peso de los libros ha vencido la fuerza de los goznes. Y manos a la obra. Coloca la escalera y empieza. Sube con la primera pilita haciendo equilibrio en una mano mientras con la otra se agarra. Antes, tiempos ha, subía la escalera sin agarrarse con casi 50 libros de una vez, ahora sólo carga unos seis o siete, y piensa en cuántos años faltarán para que subir agarrándose con las dos manos sea un problema, antes de caer y romperse el fémur. Desecha la atinada y cobarde idea y comienza a separar los apretados libros para meter por orden de abecedario a ensayistas, filósofos, historiadores, poetas, libros de arte en el estante de arte, los de cine en el suyo, los de política en el estante más alto, resabios de la última tiranía, para esconderlos a la vista, sólo quedaba tenerlos y joderse o quemarlos (¡jamás!) o tirarlos mezclados con la basura (¡jamás!). Va del dormitorio al living, del living a la cocina, de aquí al baño, y ordena y ordena y nunca termina de meter libros en su lugar, siempre quedan pilas en espera, y polvo que sacar y cuando se empuja una fila el polvo aparece como por arte de médium, y es el polvo de hace mil años, el polvo de cuando hizo hacer esas ventanitas que tanto quiere y por donde le entra aire y luz para mantenerlo vivito y coleando. Y ya no encuentra espacio. Piensa: ¿y si hago una biblioteca en el piso? No sería mala idea, caminar encima de libros puede ser una bella metáfora. Minuto a minuto los libros van ingresando a su sitio con mayores dificultades. Entran con inmensa presión. El tipo debe hacer mucha fuerza. Y el espacio es imposible multiplicarlo pues ya se hizo en su momento: los libros se han colocado en doble fila, acostados sobre los parados que no son tan altos, los diccionarios siempre a mano en el escritorio. Piensa que los de eterna consulta no debería volverlos al anaquel para aliviar el peso de las bibliotecas y la presión de pared a pared. Y se esfuerza y esfuerza por separar-abrir-correr-espaciar los libros burócratas que se niegan a pactar un paso al costado como quien no quiere dejar entrar nuevas visitas en casa. La espátula con la que se ayuda no le es suficiente, mete un largo destornillador y un cortafrío y hace palanca, suda el tipo, suda una enormidad, el esfuerzo lo hace con ganas porque es como si estuviera haciendo ejercicios en algún gimnasio. Trabaja todo el puto día, cafecito y galletitas de por medio, sin almorzar para no perder tiempo. Y ya oscurece y la lengua le llega al cinturón. Por fin está en la sección de narrativa. Los últimos. No sabe si el ruido que le baila en la cabeza obedece a su cansancio o a los fantasmas de los libros que protestan por la falta de espacio. El piensa que tiene razón, están hacinados como en cárceles del medioevo, y esto no puede ser. Se jura buscar la forma de solucionar la cuestión, de alguna manera. Y el ruido es a resquebrajamiento, como un cuello que se quiebra. Con alegría ve que ya quedan pocos. Casi ha terminado. Sólo resta el viejo Céline. Sube la escalera por definitiva vez en el día y se despide hasta dentro de otroaño en el que volverán a estar todos los libros desparramados y volverá a tener la urgencia del orden. Está casi desfalleciente pero feliz. Lo ha logrado. Y empuja a Cendrars, a Carlyle, para que dejen entrar al viejo tunante de Céline, viejo maldito que no hay dónde encasillarte: ¡adentro! ¡entrá carajo! ¡déjenlo entrar, envidiosos! Y el tipo pone todas las fuerzas que le restan. Céline, como siempre, se ríe. El tipo insiste y en una concluyente y suprema palanqueada jurándose que después de meter a Céline destapará un buen tinto para festejar, palanquea al mango. El tipo escucha el ruido anterior con mayor presencia, pero no hace caso y creyéndose un titán homérico vuelve a palanquear con el poquito corazón que le resta. ¡¡¡El espacio se hace, milagro, Céline podrá entrar cómodamente!!! El ruido se quiebra, que de eso se trataba. Las paredes ceden aceleradamente, el techo con los libros murciélagos se viene abajo sin remedio y el derrumbe es fenomenal. Sólo queda el polvo que fue y que siempre será, queda en el aire triste, danzando buenamente, feliz de salir, de escapar del aprieto.
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