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América Latina es la víctima, no la causa de los desórdenes financieros internacionales. Esta afirmación de Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), sirve para explicar la sensación de desasosiego que recorre los países latinoamericanos, que se sienten sujetos de una injusticia histórica. En otros momentos -el tequilazo de diciembre de 1994 en México, o la crisis de la deuda externa de la década de los ochenta-, la región fue el epicentro del terremoto económico que afectó al mundo entero; sin embargo, América latina tenía ahora la percepción de que había cumplido sus deberes y, como corolario, que se había fortalecido ante los disturbios financieros. Cumplir los deberes ha equivalido a planes de ajuste fortísimos (que afectaron al bienestar de los ciudadanos) y a reformas liberalizadoras que lograron tasas de inflación de un sólo dígito en la mayoría de países, reducción considerable de barreras comerciales, refuerzo significativo de los sistemas financieros, progresos importantes en las reformas de segunda generación, etcétera. Entonces, ¿cómo explicar a sus opiniones públicas las dificultades que están pasando esos países y los nuevos sacrificios que se vienen encima? En 1997, América latina creció por encima del 5 por ciento como media; en abril de este año la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) estimaba un crecimiento para 1998 del 3 por ciento, y las últimas proyecciones no le conceden ni un 2 por ciento; ello en una zona que necesita tasas de crecimiento de al menos el 7 por ciento para crear empleo. Colombia ha devaluado su moneda, y la agencia Moody's ha rebajado la calificación de la deuda de Brasil y Venezuela y ha puesto bajo revisión la de Argentina y México. Todas las miradas están puestas en Brasil, el país más grande y más expuesto a la devaluación de su moneda, que ha tenido que subir espectacularmente los tipos de interés para evitar la salida masiva de capitales, y añadir austeridad a la austeridad programada. Si cayese Brasil podían seguirle, como en un dominó, los otros dos gigantes, México y Argentina. Entre los tres países suman una deuda externa cercana al medio billón de dólares. La etiología de esta crisis es múltiple y en ella cada día es más difícil separar causas y efectos: reducción de los precios de las materias primas que AL produce; competencia de los productos de los países asiáticos que han devaluado sus monedas; disminución de la demanda asiática, muy deprimida; desaceleración del crecimiento mundial; y, sobre todo, un clima psicológico de desconfianza hacia los países emergentes. Todo ello está haciendo sufrir la cotización de las empresas multinacionales que apostaron por la zona, entre ellas a las españolas (BBV, Santander o Telefónica, por poner los ejemplos más representativos). El presidente del BID teme que a menos que la comunidad internacional encuentre la manera de suavizar el castigo indiscriminado de las fuerzas ciegas del mercado a los países, habrá cada vez más peligro de volver a políticas proteccionistas. A principios de este mes, Iglesias se dirigió a los representantes políticos del hemisferio y del FMI y les advirtió de que había que tomarse en serio la posibilidad de una alteración prolongada de los flujos financieros internacionales; no existen garantías de que éstos vayan a reanudarse pronto. Tras manifestar que no existen alternativas a los drásticos ajustes, Iglesias propuso dos tipos de reformas: la más urgente, la necesidad de mejorar el marco de control y regulación de los mercados financieros nacionales (el BID se encuentra ya comprometido en intentos por mejorar las estructuras de regulación y control); a continuación, una mayor integración de las economías de la región, ya que ésta tiene el potencial de reducir la vulnerabilidad económica y promover niveles de vida más elevados. Parafraseando a la Thatcher con los impuestos, pero en sentido contrario, esta crisis parece demostrar que demasiado mercado mata el mercado.
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