|
Por Hilda Cabrera "Todo lo que uno hace en la vida es para enganchar minas", dice desde su desconsuelo uno de los protagonistas de La mesa de los galanes, el único que confiesa abiertamente esa debilidad. Tal vez el ejemplar más delirante de una barra de amigos de café. Hombres solos que ante el embate de un plantón no saben qué hacer con lo que resta. El varón de esta historia no tiene recetas y se deprime. Queda atontado y peor que un perro sin dueño, "porque uno hace todo lo que hace el perro solo, pero no duerme". Como en otra adaptación teatral sobre textos del dibujante y escritor Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe), el rápido pero cadencioso caminar taconeado que registra la banda sonora en una secuencia de La mesa ... --que se reestrena hoy en la Sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza-- patentiza las fantasías de seducción de los protagonistas y la locura de querer revivir un amor que ya se fue, como frasea el brasileño Roberto Carlos desde la banda que le pone clima a esta pieza, vista ya por los lectores de Página/12 que colmaron la sala en la función del martes, auspiciada por este diario. Extraídos de un cuento de Fontanarrosa, y vertidos al teatro por iniciativa de dos actores del elenco, los personajes son puro presente. Estancados en un laberinto personal se aferran a los estereotipos. De éstos se nutren Miguel (protagonizado por el cordobés Daniel Aráoz, en algún momento integrante, junto a Norman Briski, de un insólito Frente Cómico Popular), quien subraya sus palabras con gestos automáticos y otros tomados del comic. También Francés (Pablo Bristol), el tipo que lo sabe todo en materia de mujeres y negocios, el Sordo o "Hipoacúsico" (Atilio Veronelli), especie de mediador, hábil en eso de filtrar solamente lo que quiere oír, y Olivetti (Gabriel Goity), entrampado en su disparatada filosofía de bolsillo. A ellos se enfrentará después Tesone (Gonzalo Urtizberea), mecánico y cafishio. Un personaje de pocas pulgas, decidido --a pesar de su pequeña talla-- a trompearse con aquel que sin su visto bueno "apretó" a su mujer. Verdaderos tigres de papel, unos y otros dicen lo suyo en esta ácida humorada nacida de un cuento inspirado, según el rosarino Fontanarrosa, en historias vividas en el café El Cairo. Anécdotas sobre el universo de los que de pronto encuentran que no tienen quien "les planifique la vida ni los trate en casa como al Topo Gigio", de los que con un indisimulado desasosiego anuncian después de un abandono "sentirse libres como el viento". Metidos en la realista y despojada escenografía de Rolando Fabián, el grupo de actores que conduce Julio Ordano transmite una sensación de verdad. Las historias que cuentan tienen el regusto del fracaso, y no sólo cuando se refieren a la conflictiva relación que sus personajes mantienen con las mujeres. Otros relatos enfrentan a éstos con problemáticas menos acotadas. Así, el Francés cuenta sobre su trabajo en Miami, donde se dedicó a vender muñecos de pelouche, y sobre un esclarecedor recorrido por Disneylandia. "Después de caminar tres horas, si te lo encontrás a Mickey, lo cagás a trompadas", dice en un momento. La conclusión respecto de un restaurante acondicionado a la manera de un castillo no es menos despectiva. Tampoco es complaciente respecto de sí, y menos cuando rememorando un embrollo, rasguña un poco más. El deprimido Olivetti, estupendamente interpretado por Goity, es ejemplo de este equilibrio de humor y laceraciones que porta el texto. Así es como lo retorcido y secreto aparece incluso en las sentencias más anodinas, como aquella que dice que "lo peor de la soledad es que no podés compartirla con nadie". Desarmados, los contertulios van dejando la piel, pero al mismo tiempo se distancian. Recurso que provoca una flagrante sensación de actualidad y de historia empeñada en un eterno retorno.
|