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panorama politico
Juntos, ¿a qué precio?
Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (862 bytes) Después de cumplir algunas tareas decisivas en la política nacional, la Alianza está detenida en la decisión sobre su futuro electoral y, para el caso que triunfe, sobre la gestión gubernamental en el cuatrienio 1999/2003. A pesar de esas perspectivas, o quizá por ellas mismas, que implican el probable acceso al gobierno, por las diferentes prácticas, tradiciones y culturas políticas, por la inédita experiencia de ser aliados y adversarios al mismo tiempo, la convergencia pasa por un momento difícil.
Tanto es así que la posibilidad de la ruptura, o tal vez una suspensión temporal “hasta el ballottage”, suponiendo que ningún candidato alcanzará la mayoría en la primera vuelta, es otra posibilidad abierta en su inmediato porvenir. La inquietante decisión significa preguntarse, y encontrar la respuesta adecuada, acerca de los costos de la unidad, con las dificultades presentes y futuras, y los de la desunión temporal. Sería algo así como una tercera vía entre el imposible consenso y una interna que sólo conformaría a una de las parcialidades de la coalición.
¿Favorecerán más al peronismo que a sí mismos si se separan o, por el contrario, esta unidad más virtual que real terminará alejando a los votos sin partido que están hartos de la vieja política de rencillas intestinas que, por su propia naturaleza cerrada, los aleja de los intereses inmediatos de los ciudadanos? ¿Fernando de la Rúa contará con los votos de centroizquierda del Frepaso? ¿Graciela Fernández Meijide será acompañada por los radicales de aquí en adelante?
El paso inmediato es la elección del candidato presidencial único entre De la Rúa y Fernández Meijide. Hay dos métodos de decisión posibles: el consenso de cúpulas, para lo cual es preciso que uno de los dos decline por voluntad propia, o la interna abierta que está convocada para el 29 de noviembre. Aunque Raúl Alfonsín insistió esta semana en la posibilidad del consenso cupular, los dos precandidatos han rechazado esa vía y, ahora, Chacho Alvarez también.
La posibilidad, en efecto, parece imposible, debido a la magnitud de los desacuerdos entre el Frepaso y la UCR. Ni siquiera hay una sola interpretación sobre lo que se debe elegir: mientras De la Rúa sostiene que se trata de la fórmula completa (presidente y vice), Fernández Meijide la restringe al titular, dejando abierto el segundo lugar. También a estas alturas desalentaría a sus propias bases que las excluyeran de la decisión mediante un pacto por arriba que, encima, dejaría frustradas las aspiraciones de más de una fracción.
No es la única versión que se bifurca a la hora de entender la evolución de la convergencia. El Frepaso sostiene que antes de fin de mes, deberían acordar lo que llaman “ingeniería institucional”, es decir las candidaturas principales en los distritos más importantes, sino en todos, y los futuros espacios de poder tanto en la campaña como en el gobierno. Los radicales, aunque con diversos matices, quieren postergar esas precisiones.
Algunos radicales proponen un acuerdo general que sirva de “paraguas” de recíproca protección ante los eventuales abusos de poder del que resulte ganador en la interna. Otros prefieren esperar ese resultado porque su ubicación en las listas electorales podría modificarse de un modo sensible. Esto es bastante claro cuando se piensa en la Capital y la provincia de Buenos Aires, dos distritos claves. No faltan los que piensan que el elegido toma todo, como en la perinola, y otorgará después lo que quiera o convenga. Además, entre los votantes de la UCR y el Frepaso, afiliados o sin partido, hay sectores que no están dispuestos a votar por otra figura que no sea la propia. Por fin, después de un año, la organicidad de la Alianza en el país sigue más o menos igual que en octubre del año pasado, como si hubieran quedado congelados en la noche de aquel domingo 26, cuando cada uno pensó que el futuro le pertenecía por derecho propio. Las dos fuerzas siguen funcionando por separado y en algunos casos, como el de Córdoba, donde el gobernador Mestre proyecta la interna de la UCR para el mismo 29 de noviembre, la actitud es de abierta hostilidad.
El paisaje no estaría completo sin la descripción de los precandidatos, en una elección que ya de por sí es excéntrica porque los jefes partidarios –Carlos Menem, Alfonsín y Alvarez–, por distintos motivos, no pudieron poner el cuerpo al riesgo electoral, delegándolo en quienes no ocupan la silla central de sus estructuras orgánicas. “La historia no está hecha sólo de la fuerza inexorable de las pesadas tendencias de la economía y de los intereses objetivos de la política. Se apoya también en los hombres, en sus creencias, en su personalidad”, escribió en Le Monde esta semana el candidato alemán Gerhard Schröder, socialdemócrata y casi seguro sucesor del socialcristiano Helmut Kohl.
De la Rúa es de temperamento tranquilo, criador de aves de corral y degustador de las payadas criollas, un clásico término medio, de talante liberal conservador. Fernández Meijide tiene un exterior enérgico, impositivo, con una ambición de poder que no oculta. Sin tradición partidaria, puede ser imprevisible en el oriente de sus determinaciones, ya que su acceso a la política no proviene de una trayectoria ideológica sino que es la consecuencia de la tragedia por la desaparición de uno de sus hijos en manos del terrorismo de Estado. Su triunfo ante el duhaldismo en octubre último la impulsó hasta el umbral de la Casa Rosada.
A Fernández Meijide le falta experiencia de administración pública, lo cual sería una desventaja ante la veteranía de su contendor, si no fuera porque el jefe de la Ciudad se recibió de experto en una manera de hacer política a la antigua, de la que no está exenta la práctica de hacer caja negra para la causa o el partido, aunque a veces a los recaudadores se les resbala la colecta para el propio bolsillo. Que no hayan podido acordar un método concertado para los gastos de campaña ni un proyecto común sobre las finanzas de los partidos no son datos menores en el cúmulo de desinteligencias entre los aliados.
Es típico de la cultura del cacique político suponer que los fraudes de sus conmilitones siempre aparecen por artimañas de los adversarios antes que por la comisión de los delitos que se imputan. Esa versión conspirativa le impide, más de una vez, advertir que la corrupción se vuelve sistémica, estructural, antes que por la mera debilidad de cualquiera de sus hombres, y que sin corregir los procedimientos que la originan será imposible eliminar la cizaña de raíz.
Si De la Rúa mantiene el itinerario del trámite administrativo para las gestiones particulares en los mismos términos que sus antecesores, el tráfico de influencias y los sobornos, como sucedió siempre, serán el camino más corto para conseguir lo que uno busca, aunque sea de derecho. Así lo muestran los escándalos que ya le muerden los talones, aunque hombres de su confianza, como Rodríguez Giavarini, han hecho en privado observaciones parecidas a las que algunos de sus aliados, como Chacho Alvarez, ahora dicen en público.
Debido al compromiso ético y a la siempre volátil credibilidad pública, la Alianza podría ser disculpada si la sorprende la mala fe de un funcionario, pero nunca por la subsistencia de mecanismos que auspicien o tienten a las manos ávidas. Hay que decir que el gobierno de la Ciudad, tanto el Ejecutivo como la Legislatura, no pudieron crear entre los porteños una épica de transformación alrededor de un programa común de servicio público que galvanice el entusiasmo del 57 por ciento de los votantes del 26 de octubre. Para citar un dato sensible: si la Casa Cuna está deteriorada, hay que actuar en emergencia para corregirla antes que descalificar las denuncias sólo porque se hacen en circunstancias electorales. Siempre es incómodo que alguien haga notar la mancha en la corbata, pero en lugar de abofetear al que señala, mejor es limpiarla o reemplazarla.
Los aliados en la Ciudad han generado la sensación de desacuerdos permanentes, cuya expresión emblemática es el Código de Convivencia, a propósito del cual De la Rúa se alineó con las críticas que lanzaron el ministro Carlos Corach y el jefe de la Policía Federal contra sus naturales aliados legislativos. Es impensable una nueva política, si De la Rúa es prisionero voluntario de las viejas mañas partidarias, como Bussi lo es del Malevo Ferreyra, al que debió poner en libertad porque es el capomafia de la policía provincial, según opinan los mejores analistas tucumanos. Si los funcionarios imputados no son sumariados y suspendidos de inmediato, ¿cuál sería la diferencia con la conducta del menemismo con sus propios imputados en tantos casos, el más resonante de estos días sobre contrabando de armas? Existe el riesgo, claro, de lastimar a un inocente, pero la sociedad asqueada por la corrupción y la impunidad necesita señales fuertes para reconciliarse con la política.
Ya es un lugar común asegurar que la Alianza fue el resultado del impulso popular más que de la voluntad de sus cúpulas. El propósito de la unificación que se demandaba desde abajo era unívoco: derrotar al menemismo en las urnas del 26 de octubre. Era una clara señal de protesta, equivalente a la que había recibido la administración alfonsinista en 1987, después de la frustración del Plan Austral. Aunque los candidatos del PJ ganaron en diez de los veinticuatro distritos, el mensaje fue contundente, sobre todo por la clamorosa victoria, con siete puntos de ventaja, en la provincia de Buenos Aires. La abrumadora diferencia en la Capital          (56,7 % contra 17,9 %) remachó la sensación general de triunfo opositor.
En los meses siguientes, aunque poco pudo avanzar más allá de aquella concordancia original, la Alianza sirvió para contrarrestar el avance presidencial en busca del tercer mandato, haciéndose cargo del sentimiento popular que lo rechazaba. Más aún: creó en muchos ciudadanos la expectativa de una política sin mezquindades, cuando menos tan generosa como para sobreponerse a los apetitos parciales cuando el bien común estaba primero. Ya no; no importa cuál de los dos precandidatos vaya adelante en las encuestas frente a otro dato principal, el porcentaje de los que se desalientan ante el espectáculo de sus disidencias interminables.
A lo mejor, una desunión temporal hoy que Menem ya no está de candidato, para que cada uno busque su identidad electoral con las propias fuerzas y con el compromiso de hacer los acuerdos, que hoy no se consiguen, en el espacio entre la primera y segunda ronda de 1999, provocaría la misma sensación de alivio que se extendió cuando se reunieron hace poco más de un año. Quienes se oponen en nombre de aquel impulso original, asumen que la desunión sería peor que esta sociedad forzada o virtual.
Señalan que no sólo el peronismo sería beneficiado, sino también terceras fuerzas como la de Cavallo, que podría plantarse, en caso de ballottage, como el fiel de la balanza si consigue alrededor del diez por ciento de los votos. Los que critican el estado actual de inmovilismo, y no esperan cambios significativos, suponen que la fuga de votos se producirá de cualquier modo, por derecha y por izquierda. Cualquiera tenga la razón, es obvio que seguir así como están produce más daño que beneficio en el cuerpo cívico.
Por supuesto, el menemismo no les hará fácil ninguna alternativa, sigan juntos o se separen. El ministro Corach advirtió ayer, como si fuera un observador descomprometido, que hay “poca voluntad de seguir unidos”, aunque en la intimidad de la Casa Rosada hay satisfacción por esta unidad sin convicciones porque estiman que deteriora sus chances electorales. Por su lado, el presidente Menem acaba de publicar en una revista financiera norteamericana el pronóstico de una Argentina convertida en infierno si la Alianza gana. La Argentina será un infierno aunque la Alianza no gane; sólo una voluntad vigorosa que dé un golpe de timón podrá controlar las llamas que ya le calientan la silla.
En menos de diez días quedaron suspendidos cinco mil trabajadores en las automotrices por caídas en las demandas brasileñas. En el presupuesto para el año próximo el único rubro que sube siempre, como en años anteriores, es el de la deuda externa, mientras no hay partidas para aumentar en cincuenta pesos las misérrimas jubilaciones y los maestros no consiguen que el Senado confirme el financiamiento educativo que aprobaron los diputados, mientras arriesgan la vida con un ayuno a cielo abierto y temperaturas polares. Los pronósticos económico-sociales en el país y en el mundo, aun de los que creen en este “modelo”, son todavía peores.
No hay más tiempo para tanta cháchara; hacen falta hechos. Hasta las palabras que se sueltan deberían recuperar aquel sentido que interrogaba Quevedo: “¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”.

 

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