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panorama economico
¡Aguante, Argentina!
Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) El capitalismo es como esas religiones que imparten premios y castigos desproporcionados. Alguien puede verse condenado a las llamas del infierno para toda la eternidad por algún pecado ni siquiera previsto en el código de convivencia. Es que los inversores, con su conducta gregaria, no saben de términos medios. Por eso, según algunos es preciso defenderlos de sus propios excesos, calmándoles los miedos que los vuelven tan dañinos mediante el simple recurso de asegurarles que ninguna contingencia perjudicará sus intereses. Otros prefieren abolir un credo que, según ellos, fracasó en su intento de aquietar las malas pasiones.
Mientras este nuevo cisma amenaza a la iglesia del Consenso de Washington, Malasia, Hong Kong y también Rusia decidieron bajarse, no se sabe si provisoria o definitivamente, del (neo)liberalismo a ultranza y de la globalización, volviendo a la intervención estatal y al control sobre el movimiento de capitales. Chile acaba de devaluar, subiendo 3,5 por ciento el techo de la banda de flotación cambiaria, con un discurso de defensa de la industria local y los empleos. ¿Cuántos otros países emergentes sacarán también los pies del plato? Cada uno de estos pasos confirma el dramático diagnóstico de algunos formadores de opinión económica anglosajones: la ideología que dominó el mundo en los años ‘90 quedó hecha pedazos con la crisis financiera internacional. Nadie sabe cómo resolverla, ni cómo evitar su reproducción. De cuán poco sirvió celebrar la caída del comunismo y, apenas el año pasado, el desenmascaramiento del modelo asiático. La euforia hegemónica duró demasiado poco.
La Argentina, en medio de esta contienda, intenta hacer valer su único verdadero salvoconducto: la estabilidad de su tipo de cambio. Es lo que realmente importa para los acreedores externos y para los residentes endeudados en dólares. Sin embargo, el mundo de las paridades fijas o mínimamente móviles se está desintegrando. Ese era el contexto que necesitaban los administradores de fondos para circular con sus capitales financieros por todas partes, sin temor a que las devaluaciones destruyeran sus ganancias. La Argentina se montó en esa ola, lanzada desde Washington, para financiar su estabilización y su crecimiento a partir de 1991. Pero ahora debería averiguar cómo sigue la historia para diseñar su propia estrategia futura y, entre otras cosas, saber qué futuro tiene su matrimonio con Brasil.
Privatizar, desregular y abrir la economía, cuidando los equilibrios macroeconómicos (monetarios y fiscales), fue la consigna. Ante cualquier riesgo, redoblar el ajuste, aunque sea recesivo y destruya empleos. Por debajo de este esquema, tender una red crediticia de seguridad que permita eventualmente sostener la convertibilidad ante un ataque especulativo. La fórmula fue perfeccionada después de soportar el efecto tequila, y ahora vuelve a resistir la embestida. Pero, ¿para qué aguanta esta vez la Argentina? Si el mundo para el cual se diseñó esta política no existirá más, ¿qué haremos los argentinos tocando nuestra parte de una sinfonía que nadie más va a interpretar?
(Apunte al margen: el célebre Jeffrey Sachs, de Harvard, llenó recientemente tres páginas de The Economist con una propuesta de convocar un G-16, grupo donde además de los países económicamente más grandes estén también ocho representantes del mundo en desarrollo. Cuatro infaltables entre éstos serían, para Sachs, Brasil, India, Sudcorea y Sudáfrica. Pero también propone la inclusión de “países democráticos más pequeños que gozan de sobreproporcional credibilidad en el mundo, como Chile y Costa Rica”. A la Argentina no la considera, quizá porque no reúne a su criterio ni el tamaño ni la credibilidad que justifiquen su inclusión.)
Mientras algunos países emergentes se bajan de la calesita, en los países centrales se discute el futuro en función de los intereses en juego. Todavía no se rinden quienes defienden el mismo paradigma neoliberal-globalizado, asegurando que la crisis estalló porque la red deseguridad estaba agujereada. La solución es darle recursos muy superiores al Fondo Monetario para que ayude a los países en las emergencias y mejorar los sistemas de alarma. Pero esto implica una fuerte decisión política en Estados Unidos y las otras potencias, porque deberían utilizar recursos fiscales, tomados de sus contribuyentes, para otorgarles un seguro gratuito a los inversores que asuman riesgos en el mundo emergente.
La lógica es incontestable: si mañana el FMI o cualquier otro organismo pudiera garantizar el salvataje de todo país amenazado de quiebra, desaparecería el pánico y cesaría el actual boicot general de los inversores a la periferia. ¿Pero cuáles serían las leyes del riesgo capitalista en un mundo así, y qué dimensión deberían tener los fondos de rescate para resultar creíbles frente a los fabulosos movimientos de capital privado entre el centro y la periferia? Si para auxiliar a sólo dos países, como México y Corea del Sur, fueron necesarios (e insuficientes en el segundo caso) casi 110 mil millones de dólares, ¿cuánto demandaría una red universal?
Lo que por ahora está claro es que el estímulo intelectual para este debate sobre el futuro del capitalismo surgió por la extensión de la crisis a Estados Unidos (una economía cuyo déficit comercial puede acercarse este año a los 160 mil millones de dólares), y no por las devastadoras consecuencias económicas y sociales en los países que, durante la euforia globalizadora, pasaron a denominarse emergentes. Mientras algunas naciones periféricas eligen abrirse del juego, las fuentes del capital discuten cómo rescatar lo que les conviene del modelo. Lo que no llega a escucharse es la discusión del asunto en un país acosado como la Argentina.

 

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