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Enigmas
Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) Irrumpió en la literatura rusa de fines del siglo XIX retratando personajes y ambientes que nadie antes había frecuentado de ese modo: con una exaltación del valor individual necesario para sobrevivir en los estratos más sumergidos de la sociedad y con un desdén por los campesinos rusos muy alejado de la compasión o piedad que la mirada de Tolstoi o Turguenev les echaba desde lo alto. Es que Máximo Gorki sabía de qué hablaba: huérfano de padre a los 5 años, obligado a los 8 a salir de la escuela y entrar en la calle para ganarse la vida, conoció temprano el hambre, el frío, los golpes de los patrones, fue mandadero de un pintor de iconos, lavaplatos en un buque que recorría el Volga y que sólo tenía de bondadoso un cocinero que le contagió la pasión por la lectura, aprendiz de panadero y de otros mil oficios, vagabundo que recorrió el sur de Rusia buscando verdades de la naturaleza humana. Su veloz carrera hacia la fama comenzó en 1895, a los 25 de edad, con la publicación de Chelkash, la historia de un pintoresco ladrón del puerto en que romanticismo y realismo se mezclan de manera inédita hasta entonces.
Su intimidad con el padecer humano lo acercó a los círculos revolucionarios. En 1905 conoció a Lenin. Simpatizaron. Gorki aportó a la causa su ya grande prestigio internacional y no poco de los suculentos derechos de autor que recibía: en años difíciles llegó a ser la fuente principal de financiación del partido. En 1906 publicó La madre, su única novela sobre el movimiento revolucionario ruso y la primera en el género, de lectura obligada –hasta no hace mucho– para todas las izquierdas del mundo. Gorki no abandonaba, sin embargo, una férrea enseñanza. En su trilogía autobiográfica, desesperante para más de un autobiógrafo –describe agudamente personajes, encuentros, circunstancias, y dedica apenas dos líneas a su intento de suicidio–, supo explicar: “Comprobé hace mucho que un hombre está hecho de su resistencia al medio que lo rodea”.
Esa resistencia no tardó en manifestarse cuando triunfó la Revolución de Octubre. Gorki critica algunos de sus aspectos en el periódico Nueva vida y Lenin clausura la publicación, pero el atentado que éste sufre en 1918 le acerca nuevamente al escritor. Gorki lo visita y comenta así el encuentro: “Fue muy cordial, pero, claro está, los pequeños ojos penetrantes que todo lo veían del amable Ilich estaban fijos en mí, el ‘descarriado’, con evidente pesar”. Gorki no renunciaba a una visión alimentada por las crueldades de la vida. El jefe revolucionario se adentraba en las crueldades del poder. A mediados de 1919 escribe a Gorki: “Pierde usted los nervios... Concluye usted que la revolución no se puede hacer sin los intelectuales. Eso es sólo un trastorno psíquico”. Entretanto, Gorki organizaba la editorial Literatura del Mundo Entero, presidía una comisión encargada de preservar el patrimonio cultural del país, y otra que distribuía pescado seco y leña a científicos y artistas ateridos y hambrientos, impedía que los echaran de sus casas y lograba la libertad de escritores detenidos. Lenin prohibió la publicación de artículos de Gorki en La Internacional Comunista porque tenían “poco de comunismo y mucho de anticomunismo”. En su último encuentro, el 20 de octubre de 1920, Lenin insiste en que Gorki abandone la URSS para que cuide su salud y escriba. “Si no se va –le dice–, lo obligaremos a exiliarse.” Gorki se autodestierra a Italia. Y se instala el enigma. Quien llegó a calificar a Lenin de “amoral,... teórico y soñador que desconoce la verdadera vida”, regresa definitivamente en 1933 a la URSS de Stalin, a quien llama “maestro”. ¿Qué produjo ese retorno, ese cambio? ¿Las dudas que en él mismo provocaba su posición crítica frente a la experiencia soviética, en un mundo en que el fascismo crecía? ¿La elección “entre verdades”, como escribió en una carta de 1929 en que adelantaba su decisión de volver? El Occidente “democrático”, fracasado su intento armado de 1918-1922, preparaba otras opciones para acabar con la URSS. Tal vez en ese borrador de la guerra fría se cerraba para Gorki la posibilidad de sostener su posición independiente. Gorki vivía la terrible soledad del pensamiento que evade lógicas institucionales y prohibiciones obtusas. Durante su exilio era tan atacado por los rusos blancos como por los escritores rojos: “Es un cadáver que la literatura rusa no necesita para nada”, profería Maiacovski. Para Gorki, “un grano de pimienta contiene más energía que un puñado de granos de adormidera”.
El enigma se adensa entonces. El libertario Gorki inventa el “realismo socialista” y dicta reglas sobre cómo escribir. El que en 1922, bajo Lenin, promueve una campaña internacional para salvar a los socialrevolucionarios sometidos –dice– “a un proceso cínico,... de preparación pública para el asesinato de gente que ha servido sinceramente a la causa de la liberación del pueblo ruso”, pide en 1935, bajo Stalin, el exterminio del “enemigo, sin cuartel ni piedad, sin prestar la menor atención a los gemidos y suspiros de los humanistas profesionales”. Stalin había ordenado en 1931 la construcción del canal que une el Báltico con el Mar Blanco y Gorki visita las obras. Abrían la tierra helada hombres mordidos por el hambre y el frío, como personajes de Gorki, como el Gorki de la niñez y juventud: eran prisioneros del primer campo de trabajos forzados de la URSS, pero él, “vertiendo tiernas lágrimas” –apunta Vitali Chentalinski– abrazó a su acompañante diciéndole: “Ustedes mismos, diablos buenos como son, no se dan cuenta de lo que están haciendo”. El “diablo bueno” abrazado era Yagoda, el feroz jefe de los feroces servicios secretos de Stalin.
Hasta su muerte en 1936, Gorki vivió en un lujoso palacete de Moscú, cercado por agentes de la NKVD –cinco de ellos eran escritores– y por el culto a su persona que le construyó el propio Stalin. Como a don Hipólito Yrigoyen, editaban para Gorki ejemplares únicos de Pravda que embellecían notablemente la realidad. Quién sabe si él se engañaba a sí mismo. O si había vuelto la espalda a lo que veía y no quería ver, por razones de esperanza cansada. Escribía casi exclusivamente sobre los tiempos prerrevolucionarios, un territorio que podía transitar sin tambaleos. Antes de apagarse, dictó su última nota: “Fin de la novela, fin del héroe, fin del autor”.

 

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