LA CONFESIÓN |
"Narro los hechos como se produjeron, en la medida en que puedo recordarlos. Es todo lo que puedo hacer". Así empezaba sus memorias, Mi vida secreta, un anónimo libertino del siglo XIX. Lo que seguía era una puntillosa sucesión ininterrumpida de acrobacias y cócteles sexuales, cada uno más fuerte que el otro, cada uno más fuera de la norma que el otro. Ese ignoto caballero que dedicó la mayor parte de la energía de su vida al secreto del sexo, estaba, mientras escribía sus memorias, cometiendo la más transgresora de sus aventuras: contarlo todo. Para ese entonces habían pasado ya muchos siglos desde la puesta en marcha de un dispositivo de control psíquico y social que encabezaron los santos cristianos. La necesidad de confesar los pecados para redimirse de ellos estaba instalada, y el hecho probable de que nuestro libertino no escribiese sus memorias para expiarlas sino para volver a excitarse con ellas no lo deja afuera del dispositivo: el goce con lo oscuro no escapa al dominio del poder que designa a lo oscuro. En los albores del rito cristiano de la confesión, eran necesarios dos: alguien confesaba, alguien escuchaba la confesión. Pero, a partir de San Benito y su regla monacal, fue decantando un mecanismo mucho más intrusivo. Bastaba uno y su propia conciencia. Había que confesarse a sí mismo no sólo los hechos, sino también las intenciones. No sólo los pecados cometidos, sino también las hilachas de deseo perdido o reprimido. Uno era así la escucha de sí mismo, y estaba obligado a darle forma discursiva a eso que para los sujetos de un par de siglos antes sólo era naturaleza humana. Mucho más tarde, Freud supo qué hacer con todo esto. En su Historia de la sexualidad, Foucault ubica en el siglo XVIII la explosión de los discursos sobre el sexo. Se califican, se formulan, se estandarizan, se medican, se diagnostican, se pulen las nociones sobre el sexo. Ya no es la religión la única interesada en poner en discurso las más íntimas y más intrincadas performances del deseo. El sexo se vuelve de interés público, pero para eso es necesario seguir confesándolo todo, y es imperativo, bajo la excusa de la ley y la ciencia, averiguarlo todo. La medicina quiso saber, y allí estaban los psiquiatras interrogando a histéricas y volviéndolas más histéricas a medida que las hacían relatar con todos los detalles posibles las profundidades de su vacío. Nada debía quedar oculto: cuántas veces, con quién, cómo, por dónde, a qué hora, delante de quién, de qué exacta manera. Luego fue la Justicia penal, primero pormenorizando motivaciones de crímenes pasionales y ahondando luego en presuntas perversiones menores, aunque a esta altura nada era menor. La salud, por un lado, y la ley, por el otro, se encargaron de reglamentar la sexualidad de padres, hijos, esposos, amantes, de irradiar conciencia de peligro y de imponer una vez el imperativo de la confesión. Ahora es la política. El gran público, so pretexto de querer saber por quién está gobernado, requiere enterarse de los más delgados entretelones de la vida sexual de su presidente, que confiesa. El dispositivo de control que inauguraron hace quince siglos San Benito y sus colegas llega así a su paroxismo, cuando está a punto de empezar otro milenio, con tecnologías que aquellos santos cristianos sólo hubieran imaginado con regocijo. Internet y la televisión son el gran confesionario a través del cual oídos y ojos multitudinarios se disponen a saberlo todo. Una gigantesca oreja dentada que mastica y se alimenta de intimidad ajena, y que no es inocente ni ejerce ningún derecho a saber: aunque hoy suene raro, hay cosas que uno no tiene derecho a saber.
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