Por Diego Fischerman
En 1898, las casas
de Brooklyn eran de madera. Irlandeses, rusos, alemanes e italianos llegaban a Nueva York
para escapar a la pobreza. Los hijos crecían, algunos cambiaban sus nombres y unos pocos
se hacían famosos. Aparecían los ascensores, los rascacielos, el subterráneo; Frederick
Austerlitz se convertía en Fred Astaire, Asa Yoelson en Al Jolson y Jakob Gershovitz en
George Gershwin. Y la música inventada por este hijo de inmigrantes judíos de San
Petersburgo, como ninguna otra, fue capaz de hablar de esa ciudad, del progreso entendido
como una de las bellas y bastardas artes y, sobre todo, del cruce de culturas
como lenguaje urbano. Cuando, mucho después, Woody Allen abría la película Manhattan
con la luminosa panorámica en blanco y negro de la isla, superpuesta al glissando de
clarinete de Rhapsody in Blue, reconocía, en todo caso, que la música de Nueva York
sólo podía haber sido compuesta por un judío de educación europea inspirado por partes
iguales en Rachmaninov, en los franceses de principio de siglo y en el folklore
afronorteamericano del sur de los Estados Unidos.
Suele decirse que la música de Gershwin está inspirada en el jazz. Nada más falso.
Basta escuchar las primeras grabaciones del Hot Five de Louis Armstrong, registradas en
1925, para comprobar que el jazz que se hacía que existía en la época de la
composición de la Rhapsody in Blue (1924) tenía que ver bastante poco con su lenguaje.
En realidad, la situación es exactamente la inversa. Gershwin, a partir de su
estilización armónica del blues influyó en el posterior desarrollo del jazz. En algún
sentido podría decirse que él fue quien inventó el jazz moderno. O, mejor, que con él
ese lenguaje sureño, netamente popular y ligado a funciones sociales y rituales, se
convirtió en neoyorquino, sofisticado y cosmopolita. La mirada de Gershwin sobre el jazz
fue casi la de un extranjero y es que tal vez sólo desde la distancia se pueda entender
en toda su magnitud el gran sueño americano. Así como fue París la gran descubridora de
la potencialidad artística del jazz, fueron los americanos en París (Hemingway, Henry
Miller, el propio Gershwin) los que aportaron la banda de sonido a la fantasía del
progreso sostenido encarnada en Nueva York. Una nueva sinfonía del nuevo mundo, en
technicolor y con Gene Kelly haciendo contrapunto con los ritmos incisivos y las síncopas
trepidantes de la gran manzana.
Hoy hace cien años que el hijo de Morris y Rose Gershovitz, llamado primero Jakob y luego
George, nacía en el lado más pobre de la parte más pobre de Nueva York. Después fue
rico y famoso, fue coleccionista de cuadros (tenía Picassos, Cézanne y Matisse en su
pinacoteca), de caballos y de mujeres. Admiraba al bohemio Antonin Dvorak, que había
estado dando clases en la Universidad Columbia a quienes fueron más tarde los maestros de
Duke Ellington y que, basado en las escalas pentatónicas del folklore rural checo, había
inventado el sinfonismo norteamericano. Admiraba a los compositores franceses
(Saint-Säens, Debussy y Ravel) y al exiliado Sergei Rachmaninov. Admiraba, también, a
sus compañeros del Tin Pan Alley, la calle donde tenían sus estudios los autores de
música para las comedias de Broadway. En sus colegas y amigos Irving Berlin, Jerome Kern,
Guy Bolton y Cole Porter encontraba esa sencillez de línea que lo fascinaba en el Bel
Canto italiano. Y admiraba, claro, el blues, el negro spiritual y el gospel y esa versión
de salón de la música negra, altamente estilizada, que se había puesto de moda en esos
años: el ragtime.
Dicen los que lo conocieron, sobre todo su hermano Ira, compositor de la letra de la
mayoría de sus canciones, que tenía una facilidad increíble para tocar el piano. Que un
día se puso a tocar en un piano que le habían comprado a él (a Ira) y que nadie supo de
dónde sacaba George lo que sabía. No tenía ni idea de que mi hermano sabía tocar
relataba Ira y averigüé que, pese a las correrías con los patines y esas
peleas callejeras en las que no dejaba de participar, a veces con la nariz ensangrentada
como resultado, había encontrado tiempo para experimentar en el piano de un amigo de
Seventh Street. Cuentan que vivió obsesionado por no conocer la técnica suficiente y que
intentó tomar clases de composición con Igor Stravinsky y con Maurice Ravel. La
anécdota, incomprobable como casi todas las anécdotas, cuenta que cuando se entrevistó
con Stravinsky, éste le preguntó cuánto ganaba. Ante la fortuna que mencionó con
indiferencia, Stravinsky que frente a cuestiones de dinero no era nada
indiferente sugirió que fuera Gershwin el que le diera clases a él.
Entre los hombres que hoy aman a Gershwin, el pianista de jazz Herbie Hancock es tal vez
el más preciso a la hora de explicar el porqué: Existen sólo dos formas básicas
para el jazz. Una de ellas es el blues, que no fue escrita por nadie en particular pero es
parte de la cultura negra. La otra está inscripta en los cambios de acordes de I
Got Rhythm. Y ésa la escribió George Gershwin. El compositor John Adams, uno
de los fundadores del minimalismo estadounidense y autor de la ópera Nixon in China, en
cambio, ve los méritos de Gershwin en otra parte: El es a los norteamericanos lo
que Schubert a los vieneses. Una síntesis perfecta de una época que supo encontrar el
equilibrio entre su estilo popular y la maestría técnica. No interesa la categorización
ni saber si debe colocarse en el casillero de lo popular o de lo clásico. Como Schubert,
es a la vez popular y clásico. Y como Schubert, su música perdura sin sonar jamás
fechada o pasada de moda.
SU MUSICA ES COMO LA LITERATURA, LA FILOSOFIA
Y EL SEXO
George Gershwin, el hombre que amo
Por José Pablo Feinmann
Tenía trece años el
día en que mi padre me fue a buscar al colegio para llevarme a conocer el Colón. Fuimos,
antes, a una confitería y mientras yo, seguramente, tomaba un Vascolet, él me explicó
que no le gustaba la música, que no la entendía y que siempre ese hecho lo había
entristecido. No quería que me ocurriera lo mismo. Había comprado dos entradas en
tertulia y me invitaba al Colón. Ni siquiera sabía claramente qué tocaban. Era un
pianista francés y todos decían que era muy bueno. Fuimos.
De esa noche serían muchas las cosas que no habría de olvidar. El Colón me pareció
hollywoodense; lo asimilé de inmediato a los teatros que había visto en el cine, en esas
películas sobre compositores siempre desdichados e incomprendidos. No podía creer que
esos teatros existiesen de verdad. Menos aún que existieran en mi país y que yo en ese
momento estuviera en uno de ellos. Apareció el pianista y tocó, acompañado por la
orquesta, dos conciertos para piano. No recuerdo quién era el pianista. Sólo sé
lo supe con los años que había armado su programa con vuelo y coherencia.
Tocó el Concierto en Sol de Ravel y el Concierto en Fa de Gershwin. Mi deslumbramiento
fue absoluto.
Pasaron unos meses. Cierta tarde regresaba a casa de ver alguna película y la radio
estaba encendida. Nadie la escuchaba. No recuerdo a nadie en la casa y sólo estaba ahí
la radio, solitaria y arrojando una música lenta, sensual, basada en los metales y con
alguna apoyatura en las cuerdas. Fue un momento mágico. De pronto entró el piano con un
tema muy rítmico, que quebró el clima de los metales y las cuerdas y yo me enamoré de
Gershwin para el resto de mis días. Era el segundo movimiento del mismo concierto que
había escuchado en el Colón.
En casa había un piano. Mi madre tocaba algunos valses de Chopin y alguna que otra cosa
de Schumann. Y mi hermano, que me llevaba diez años, tocaba el Estudio Revolucionario con
extraordinaria facilidad (siempre envidié esa firmeza que tenía él con la mano
izquierda, de dedos largos que se desbocaban hacia los bajos). Sin embargo, decidí
adueñarme del piano y lo conseguí gracias a Gershwin. Fue así: había estudiado piano
de pibe pero muy poco. La insistencia de mi madre nada había logrado ante las tentaciones
del fútbol, las figuritas Starosta y las revistas mexicanas. Gershwin, él sí, habría
de conseguir que me sentara largas y extenuantes horas en el taburete, frente al teclado
del August Föster familiar. Compré las partituras del Concierto en Fa y de la Rhapsody
in Blue en la casa Neumann que ya, creo, no existe, como tantas otras cosas. Y empecé con
la Rhapsody. Salvo la escala inicial de diecisiete notas, todo lo demás en fin, no
todo me resultó sencillo. O yo había nacido para tocar Gershwin o mi
autoindulgencia era poderosa. O un poco de ambas cosas. Sin embargo, en pocos días
llegué a una conclusión. No era necesario que estudiara esas obras. Yo no quería
tocarlas ante nadie. Lo que quería era violarlas, profanarlas, arrancarles sus secretos,
los artilugios, los vericuetos, las trampas y hasta las debilidades. Sólo la literatura,
la filosofía y si de asombros y deslumbramientos hablamos el sexo, podían
compararse con esa música.
En los 60, años de vanguardias y atonalismos, debí defender a Gershwin con uñas y
dientes. Yo era su fan, él era mi músico y quien lo despreciaba me despreciaba a mí.
Por último y éste, el de la muerte, es decididamente un tema final la
temprana muerte de George determinó mi temprano miedo a la muerte. Siempre me pareció
horriblemente injusto y cruel que se hubiese marchado a los 38 años, cerca de los 39.
¿Por qué? ¿Por qué había dejado tan poca música? Sólo un concierto, dos rapsodias,
un poema sinfónico, una ópera. Y apenas algo más. ¿Cómo era posible que el mundo
estuviera lleno de hijos de perra que te viven hasta los noventa años y Gershwin se te
muere a los treinta y ocho? ¿Tan poco tiempo tienen algunos? ¿Cuánto tiempo tengo yo,
cuánto me queda? ¿Quién nos robó la madurez de Gershwin, quién le quitó esos años
que hubieran enriquecidotanto nuestras vidas? ¿Por qué no un segundo concierto, y un
tercero y un cuarto? Porque no. Porque se murió. Porque según suele decirse
los amados de los dioses mueren jóvenes. Y porque los dioses (esto lo aprendí en La
Ilíada) se entretienen quitándonos las cosas que amamos y nos ayudan a vivir.
Cierta vez le pregunté a mi mujer: ¿Quién hubieras preferido ser: Robert Alda o
Gershwin?. Robert Alda el padre de Alan había protagonizado una
biografía hollywoodense de Gershwin y no se había muerto a los 38 sino a los 70. Mi
mujer no vaciló y dijo Gershwin. Dije: Yo también. Y añadí:
Yo también hubiera preferido ser Gershwin. Pero ya no estaba pensando en
Robert Alda.
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