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Hoy se cumplen cien años del nacimiento de George Gershwin
Suena el sueño americano

Hijo de inmigrantes judíos, rico, famoso, coleccionista de cuadros y de mujeres, George Gershwinlogró, a partir de la integración del blues y el gospel con la tradición europea, construir la banda de sonido ideal para la fantasía del progreso sostenido encarnada en la Nueva York de los 20.

George Gershwin junto a Fred Astaire y su hermano Ira.
Algo así como la santísima trinidad de la comedia musical.

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Por Diego Fischerman

t.gif (67 bytes) En 1898, las casas de Brooklyn eran de madera. Irlandeses, rusos, alemanes e italianos llegaban a Nueva York para escapar a la pobreza. Los hijos crecían, algunos cambiaban sus nombres y unos pocos se hacían famosos. Aparecían los ascensores, los rascacielos, el subterráneo; Frederick Austerlitz se convertía en Fred Astaire, Asa Yoelson en Al Jolson y Jakob Gershovitz en George Gershwin. Y la música inventada por este hijo de inmigrantes judíos de San Petersburgo, como ninguna otra, fue capaz de hablar de esa ciudad, del progreso entendido como una de las bellas –y bastardas– artes y, sobre todo, del cruce de culturas como lenguaje urbano. Cuando, mucho después, Woody Allen abría la película Manhattan con la luminosa panorámica en blanco y negro de la isla, superpuesta al glissando de clarinete de Rhapsody in Blue, reconocía, en todo caso, que la música de Nueva York sólo podía haber sido compuesta por un judío de educación europea inspirado por partes iguales en Rachmaninov, en los franceses de principio de siglo y en el folklore afronorteamericano del sur de los Estados Unidos.
Suele decirse que la música de Gershwin está inspirada en el jazz. Nada más falso. Basta escuchar las primeras grabaciones del Hot Five de Louis Armstrong, registradas en 1925, para comprobar que el jazz que se hacía –que existía– en la época de la composición de la Rhapsody in Blue (1924) tenía que ver bastante poco con su lenguaje. En realidad, la situación es exactamente la inversa. Gershwin, a partir de su estilización armónica del blues influyó en el posterior desarrollo del jazz. En algún sentido podría decirse que él fue quien inventó el jazz moderno. O, mejor, que con él ese lenguaje sureño, netamente popular y ligado a funciones sociales y rituales, se convirtió en neoyorquino, sofisticado y cosmopolita. La mirada de Gershwin sobre el jazz fue casi la de un extranjero y es que tal vez sólo desde la distancia se pueda entender en toda su magnitud el gran sueño americano. Así como fue París la gran descubridora de la potencialidad artística del jazz, fueron los americanos en París (Hemingway, Henry Miller, el propio Gershwin) los que aportaron la banda de sonido a la fantasía del progreso sostenido encarnada en Nueva York. Una nueva sinfonía del nuevo mundo, en technicolor y con Gene Kelly haciendo contrapunto con los ritmos incisivos y las síncopas trepidantes de la gran manzana.
Hoy hace cien años que el hijo de Morris y Rose Gershovitz, llamado primero Jakob y luego George, nacía en el lado más pobre de la parte más pobre de Nueva York. Después fue rico y famoso, fue coleccionista de cuadros (tenía Picassos, Cézanne y Matisse en su pinacoteca), de caballos y de mujeres. Admiraba al bohemio Antonin Dvorak, que había estado dando clases en la Universidad Columbia a quienes fueron más tarde los maestros de Duke Ellington y que, basado en las escalas pentatónicas del folklore rural checo, había inventado el sinfonismo norteamericano. Admiraba a los compositores franceses (Saint-Säens, Debussy y Ravel) y al exiliado Sergei Rachmaninov. Admiraba, también, a sus compañeros del Tin Pan Alley, la calle donde tenían sus estudios los autores de música para las comedias de Broadway. En sus colegas y amigos Irving Berlin, Jerome Kern, Guy Bolton y Cole Porter encontraba esa sencillez de línea que lo fascinaba en el Bel Canto italiano. Y admiraba, claro, el blues, el negro spiritual y el gospel y esa versión de salón de la música negra, altamente estilizada, que se había puesto de moda en esos años: el ragtime.
Dicen los que lo conocieron, sobre todo su hermano Ira, compositor de la letra de la mayoría de sus canciones, que tenía una facilidad increíble para tocar el piano. Que un día se puso a tocar en un piano que le habían comprado a él (a Ira) y que nadie supo de dónde sacaba George lo que sabía. “No tenía ni idea de que mi hermano sabía tocar –relataba Ira– y averigüé que, pese a las correrías con los patines y esas peleas callejeras en las que no dejaba de participar, a veces con la nariz ensangrentada como resultado, había encontrado tiempo para experimentar en el piano de un amigo de Seventh Street. Cuentan que vivió obsesionado por no conocer la técnica suficiente y que intentó tomar clases de composición con Igor Stravinsky y con Maurice Ravel. La anécdota, incomprobable como casi todas las anécdotas, cuenta que cuando se entrevistó con Stravinsky, éste le preguntó cuánto ganaba. Ante la fortuna que mencionó con indiferencia, Stravinsky –que frente a cuestiones de dinero no era nada indiferente– sugirió que fuera Gershwin el que le diera clases a él.
Entre los hombres que hoy aman a Gershwin, el pianista de jazz Herbie Hancock es tal vez el más preciso a la hora de explicar el porqué: “Existen sólo dos formas básicas para el jazz. Una de ellas es el blues, que no fue escrita por nadie en particular pero es parte de la cultura negra. La otra está inscripta en los cambios de acordes de ‘I Got Rhythm’. Y ésa la escribió George Gershwin”. El compositor John Adams, uno de los fundadores del minimalismo estadounidense y autor de la ópera Nixon in China, en cambio, ve los méritos de Gershwin en otra parte: “El es a los norteamericanos lo que Schubert a los vieneses. Una síntesis perfecta de una época que supo encontrar el equilibrio entre su estilo popular y la maestría técnica. No interesa la categorización ni saber si debe colocarse en el casillero de lo popular o de lo clásico. Como Schubert, es a la vez popular y clásico. Y como Schubert, su música perdura sin sonar jamás fechada o pasada de moda”.

 


 

SU MUSICA ES COMO LA LITERATURA, LA FILOSOFIA Y EL SEXO
George Gershwin, el hombre que amo

Por José Pablo Feinmann

t.gif (862 bytes) Tenía trece años el día en que mi padre me fue a buscar al colegio para llevarme a conocer el Colón. Fuimos, antes, a una confitería y mientras yo, seguramente, tomaba un Vascolet, él me explicó que no le gustaba la música, que no la entendía y que siempre ese hecho lo había entristecido. No quería que me ocurriera lo mismo. Había comprado dos entradas en tertulia y me invitaba al Colón. Ni siquiera sabía claramente qué tocaban. Era un pianista francés y todos decían que era muy bueno. Fuimos.
De esa noche serían muchas las cosas que no habría de olvidar. El Colón me pareció hollywoodense; lo asimilé de inmediato a los teatros que había visto en el cine, en esas películas sobre compositores siempre desdichados e incomprendidos. No podía creer que esos teatros existiesen de verdad. Menos aún que existieran en mi país y que yo en ese momento estuviera en uno de ellos. Apareció el pianista y tocó, acompañado por la orquesta, dos conciertos para piano. No recuerdo quién era el pianista. Sólo sé –lo supe con los años– que había armado su programa con vuelo y coherencia. Tocó el Concierto en Sol de Ravel y el Concierto en Fa de Gershwin. Mi deslumbramiento fue absoluto.
Pasaron unos meses. Cierta tarde regresaba a casa de ver alguna película y la radio estaba encendida. Nadie la escuchaba. No recuerdo a nadie en la casa y sólo estaba ahí la radio, solitaria y arrojando una música lenta, sensual, basada en los metales y con alguna apoyatura en las cuerdas. Fue un momento mágico. De pronto entró el piano con un tema muy rítmico, que quebró el clima de los metales y las cuerdas y yo me enamoré de Gershwin para el resto de mis días. Era el segundo movimiento del mismo concierto que había escuchado en el Colón.
En casa había un piano. Mi madre tocaba algunos valses de Chopin y alguna que otra cosa de Schumann. Y mi hermano, que me llevaba diez años, tocaba el Estudio Revolucionario con extraordinaria facilidad (siempre envidié esa firmeza que tenía él con la mano izquierda, de dedos largos que se desbocaban hacia los bajos). Sin embargo, decidí adueñarme del piano y lo conseguí gracias a Gershwin. Fue así: había estudiado piano de pibe pero muy poco. La insistencia de mi madre nada había logrado ante las tentaciones del fútbol, las figuritas Starosta y las revistas mexicanas. Gershwin, él sí, habría de conseguir que me sentara largas y extenuantes horas en el taburete, frente al teclado del August Föster familiar. Compré las partituras del Concierto en Fa y de la Rhapsody in Blue en la casa Neumann que ya, creo, no existe, como tantas otras cosas. Y empecé con la Rhapsody. Salvo la escala inicial de diecisiete notas, todo lo demás –en fin, no todo– me resultó sencillo. O yo había nacido para tocar Gershwin o mi autoindulgencia era poderosa. O un poco de ambas cosas. Sin embargo, en pocos días llegué a una conclusión. No era necesario que estudiara esas obras. Yo no quería tocarlas ante nadie. Lo que quería era violarlas, profanarlas, arrancarles sus secretos, los artilugios, los vericuetos, las trampas y hasta las debilidades. Sólo la literatura, la filosofía y –si de asombros y deslumbramientos hablamos– el sexo, podían compararse con esa música.
En los 60, años de vanguardias y atonalismos, debí defender a Gershwin con uñas y dientes. Yo era su fan, él era mi músico y quien lo despreciaba me despreciaba a mí. Por último –y éste, el de la muerte, es decididamente un tema final– la temprana muerte de George determinó mi temprano miedo a la muerte. Siempre me pareció horriblemente injusto y cruel que se hubiese marchado a los 38 años, cerca de los 39. ¿Por qué? ¿Por qué había dejado tan poca música? Sólo un concierto, dos rapsodias, un poema sinfónico, una ópera. Y apenas algo más. ¿Cómo era posible que el mundo estuviera lleno de hijos de perra que te viven hasta los noventa años y Gershwin se te muere a los treinta y ocho? ¿Tan poco tiempo tienen algunos? ¿Cuánto tiempo tengo yo, cuánto me queda? ¿Quién nos robó la madurez de Gershwin, quién le quitó esos años que hubieran enriquecidotanto nuestras vidas? ¿Por qué no un segundo concierto, y un tercero y un cuarto? Porque no. Porque se murió. Porque –según suele decirse– los amados de los dioses mueren jóvenes. Y porque los dioses (esto lo aprendí en La Ilíada) se entretienen quitándonos las cosas que amamos y nos ayudan a vivir.
Cierta vez le pregunté a mi mujer: “¿Quién hubieras preferido ser: Robert Alda o Gershwin?”. Robert Alda –el padre de Alan– había protagonizado una biografía hollywoodense de Gershwin y no se había muerto a los 38 sino a los 70. Mi mujer no vaciló y dijo “Gershwin”. Dije: “Yo también”. Y añadí: “Yo también hubiera preferido ser Gershwin”. Pero ya no estaba pensando en Robert Alda.

 

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