Sombras de Malvinas
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Por Andrew Graham-Yooll El 27 de abril todos los periodistas británicos recibieron orden de abandonar la Patagonia. De golpe la prohibición hizo que fuera para mí más indispensable emprender un viaje al sur, no para romper una regla hecha por hombres que no eran capaces de organizar un paseo hasta las islas sin convertirlo en una guerra, sino para volver a visitar lugares que eran parte de la historia personal y familiar. El tren salió de Plaza Constitución y dejó atrás el desparramo suburbano de villas, fábricas y pequeños negocios de la clase media baja que peleaba por mantener su espíritu emprendedor. A medida que pasaba los cruces a nivel que retenían los ómnibus de la hora pico que llevaban en su interior a los trabajadores que volvían a casa, atrás quedaban las pequeñas fábricas, los edificios de departamentos y las casas de techos chatos que comenzaban a llenarse de luces. Hombres y mujeres sacaban sillas a las veredas para ver llegar la noche. Algunos muchachos jugaban al fútbol en las calles vacías. Mi bisabuelo trabajó en la construcción de esta línea de ferrocarril cuando se llamaba el Ferrocarril del Sur, y el tren aumentaba mi sensación de pertenencia, que no tenía nada que ver con la propiedad. Era una sensación de estar regresando a casa --pero difícil era dar significado a ese sentimiento porque mi casa siempre había estado en otro lugar--. El coche pullman estaba medio vacío. Una docena de oficiales navales escuchaban música por una radio portátil: la transmisión de canciones en inglés estaba prohibida en todas las estaciones como signo de repudio contra Inglaterra y Estados Unidos. Los oficiales esperaban el súbito cambio a una marcha patriótica que precedería otro comunicado del Estado Mayor Conjunto. Eran jóvenes en camino a Puerto Belgrano, la mayor base naval argentina, al sur de Bahía Blanca, la terminal del tren. Su conversación giraba en torno del conflicto. Nadie hablaba de otra cosa. Discutían lo que sucedería si se llegaba a los tiros. También se preguntaban, con cierta ansiedad en la voz, a dónde serían destinados. Un hombre en un grupo de cuatro dijo que él odiaba a los ingleses por haber ocupado las Malvinas tanto tiempo. No deseaba nada tanto como la oportunidad de luchar contra ellos. Era el odio del jactancioso o del indoctrinamiento hueco. "Creo que si hubiera un inglés parado aquí, lo mataría. ¿No les gustaría matar a un inglés?", preguntó a sus compañeros. "No. ¿Realmente te gustaría eso ...? No, a mí no. Lo mejor es disparar y matar a alguno a distancia. Sin verlo. Pero ¿cómo podés odiar a alguien del que no sabés nada?." "Sí, pero justamente pensá lo que los ingleses nos hicieron a los argentinos", insistió el primero, tratando de dirigir la conversación a sus preguntas. "Eran dueños de todo, y se chuparon la plata. Y siguen con esas islas, que son nuestras. Es como si nos hubieran agarrado a una madre, o un pariente cualquiera; nos han quitado todo. Querría matarlos..." Un tercer hombre, callado hasta entonces, acotó: "Piensen en morir por la patria ... ¡Qué hermoso debe ser!", dijo, moviendo la cabeza lentamente, paseando la mirada por la noche, fuera de la ventana. "Creo que no puede haber nada más grande que morir por la patria." El silencio de los demás pareció implicar que no estaban de acuerdo, o era una profunda reflexión. Pero en cada grupo siempre hay una persona dispuesta a socavar las mejores intenciones. Era el mismo hombre que quería matar a los británicos. "No vas a querer morir, ¿no? Por la Virgencita de Luján, por ella moriría. Pero todavía no; tengo unas ganas de vivir, viejo. Si estás muerto no servís para nada ni siquiera para hacer crecer hongos, porque te ponen una piedra encima y ahí no crece nada. Hacés saltar lágrimas, la puta madre. ¿Y eso de qué sirve?" "Yo creo que querer morir por algo, aunque sea por la patria, es egoísmo. ¿Vos pensaste en eso? Apuesto que no." Movió la cabeza asintiendo con su propio enunciado mientras miraba a los otros tres, contento de haber encontrado una acusación suficientemente convincente como para excusarlo de morir. "Así que ... si sucede, Dios no lo quiera, por supuesto, pero si sucede, paciencia. Pero desearlo es egoísta. Es el colmo de la cobardía", dijo, encantado ahora con su propia declaración. Era graciosa la seriedad con que se justificaba. "Cobardía de la peor especie. Vos querés la gloria sin hacer nada para conseguirla, sin esfuerzo personal. Renunciás, viejo; igual que rendirse. Te matan cuando estás mirando para otro lado. Después alguno dice que fue por la patria. Y nadie lo puede negar. Tu madre recibe un toque de corneta y una medalla que le puede mostrar al cura el domingo. Todo lo que vos tuviste que hacer fue morirte cuando estabas mirando para otro lado." "Yo sólo quiero cumplir con mi deber y volver. Lo haré por mi país, por la Armada. Pero voy a volver. Conocí a una piba --sabés qué arrastre con uniforme--. Y me la quiero comer ... Toda enterita en una sola noche." Aspiró profundamente, luego frunció los labios imitando un beso. A tirones sacó una foto del bolsillo de la chaqueta, la besó y después se la frotó por la bragueta. "Te van a hacer volar las bolas", amenazó el aspirante a mártir.
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