DIALOGOS
Conversacion con el sacerdote Hugo Mujica
Las grandes cosas son gratuitas
Vivió el frenesí del hippismo en la Nueva York
de Allen Ginsberg y trabajó con Timothy Leary en un libro sobre la creación y el LSD.
Allí tomó contacto con lo religioso y se convirtió en monje trapense con voto de
silencio. Finalmente abandonó el monasterio de Mont-du-Cat y sintió la necesidad
de transmitir lo que vivió esos años y parte de ello lo hizo en los 13 libros que
lleva publicados. En este diálogo explica su relación con el silencio, los restos del
movimiento de los 60 y su posición frente a la esencia de la vida.
Por Magdalena Ruiz Guiñazú
Todo es silencio camino
al segundo cuerpo de un edificio de estilo francés cercano a la Facultad de Medicina. El
bullicio de las primeras horas de la noche parece detenerse en esas puertas de hierro
forjado con pasillos silenciosos, una amplia escalera, ascensores de los años 20. En el
departamento del sacerdote Hugo Mujica (uno no siente el impulso de llamarlo padre porque
es fraterno y, de pronto, joven) los libros reinan en un orden escrupuloso a lo largo de
una amplia biblioteca con buenas encuadernaciones y muchos recuerdos; se huele algo como
sándalo que nos transporta a los años 60, mientras que las reproducciones
bizantinas observan, a través de los ojos rasgados de Cristos y apóstoles varios, la
vida que transcurre para este hombre de pensamiento infatigable que con 13 libros
publicados acaba de entrar en la 4ª edición de La palabra inicial.
Durante sus años de monje trapense en las abadías de Spencer (cerca de Boston), en Azul
(provincia de Buenos Aires) y en Francia, en Mont-du-Cat, Mujica se sumergió en el
silencio. Extraña paradoja para quien había compartido también el hippismo, el New York
de Allen Ginsberg y aquello de no hagamos la guerra, hagamos el amor con que
el pueblo norteamericano se subleva contra la guerra de Vietnam.
¿Cómo es su paso del monasterio al clero secular?
Sentí la necesidad de transmitir aquello que viví con los trapenses. Tomé la
resolución de salir del monasterio de Mont-du-Cat y recién después llegó la decisión
de buscar otro camino. No pasé de una cosa a la otra. Mi primer contacto con lo religioso
se remonta a un tiempo muy anterior: a una especie de convivencia monástica con un gurú
de la India en las afueras de Nueva York. Era una disciplina yoga. Este gurú,
Satchidananda, un swami, pronuncia un día una conferencia en un monasterio trapense y
puedo decir que ahí tomó verdadero contacto con el cristianismo.
¿En su familia eran religiosos?
No, no. Me bautizaron pero como un rito social. La ascendencia ideológica de mi
padre iba más bien hacia el sindicalismo y el anarquismo.
Hay allí dos caminos asimétricos que no pueden dejar de sorprender. A más de su
inclinación por lo religioso, ¿por qué elige con tanta insistencia el silencio?
No lo elijo, pero al tomar contacto con esa tradición monástica sentí una
extraordinaria sensación de pertenencia. Algo propio, y como la característica de esa
orden (la trapense) en especial es el silencio... bueno, allí lo experimenté.
Usted me dijo una vez que ésos habían sido años de gran felicidad. Que habían
significado como tener un tercer pulmón...
No creo que haya usado la palabra felicidad porque... desconfío mucho. Yo lo que
tuve allí fue la sensación de que nunca había estado tan cerca de la vida.
¿La vida como fuerza?
La vida como verdad. Como desnudez. Siempre busqué los contrastes. Recuerdo el día
en que salí del monasterio después de varios años y fui a tomar un ómnibus a Spencer.
Me impactó terriblemente el rostro de la gente. Tuve la sensación de ver máscaras.
Sobre todo me impresionó mucho la pintura de las mujeres y la tensión de la cara de los
hombres. Tuve la sensación de que afuera del monasterio había una vida desfigurada por
mil cosas... Y mientras se lo comento también recuerdo que una sensación semejante
apresuró la conversión de Thomas Merton.
(Recordamos que Thomas Merton, famoso después de la Segunda Guerra Mundial por su obra La
montaña de los siete círculos, había pasado la contienda como piloto de combate y,
luego, asombrado al pensamiento contemporáneo por la claridad y el misticismo de sus
escritos.)
También Merton prosigue Mujica va a una abadía y presencia un entierro
en el seno de la comunidad. Le asombra que entierren a los monjes sin ataúd, en la
tierra. Merton experimenta la sensación de que allí está la verdadera vida, sin
adornos. Y yo puedo asegurarle que también hetenido la seguridad de haber estado frente a
La Desnudez. O, también, participado en La Desnudez de la Vida.
La esencia, ¿quizá?
Sí, si usted lo prefiere. Sin ninguno de los agregados que, luego, se convierten en
defensas.
Entonces, para usted, ¿la esencia de la vida es el conocimiento?
No... A mí la palabra conocimiento no me gusta porque parece algo como onda
intelectual.
No me refiero a conocimiento en cuanto a sabiduría sino a una
determinada visión de las cosas.
Yo diría, y quiero ser cuidadoso con esas palabras porque pueden parecer pedantes,
que el gran viraje que se dio en mi vida fue cuando pasé de ser un tipo de la realidad a
convertirme en alguien que sabe escuchar. Uno es partícipe de una realidad que viene
hacia nosotros pero no es el hacedor de una realidad que uno mismo construye hacia afuera.
¿Es entonces una actitud de humildad: ser simplemente testigo?
Sí, si usted quiere ponerlo así. Lo que pasa es que yo creo que eso es ser hombre.
No sentirse el dueño de nada. Toda mi literatura está basada en el dejar ser
en vez de dominar y controlar. Y si usted quiere pasar de ser un sujeto cuya mente está
influida por una planificación de dominio a convertirse en alguien receptivo, será sólo
posible a través del choque de la recepción de la vida. Recién allí puede convertirse
en un instrumento creativo. Yo diría esto como respuesta más que como un trayecto
propio. Soltarse, entregarse es empezar a participar.
¿Participar en qué exactamente?
En esa experiencia de lo que es la vida. Al tocarnos de alguna manera hace que
podamos gestar algo: sea una obra, sea una relación.
Al escucharlo pensaríamos que ésa es una actitud de claro agradecimiento...
Absolutamente. Entendí también que la paz puede llegar a ser un recorte muy
egoísta que deja afuera un montón de realidades.
¿Una torre de marfil?
Sí, porque de alguna forma quedan cosas afuera. Al sentirse receptivo se advierte
que la gratitud es la respuesta a la gratuidad. Si pensamos que nacemos porque un designio
nos ha elegido entendemos que las grandes cosas son gratuitas. La vida es gratuita. Somos
la recepción de algo y esto constituye nuestra primera identidad. Luego, a lo largo de la
vida, siempre hay un momento en el que dejamos que la vida nos alcance y allí la
desnudamos y continuamos el camino y allí comenzamos a compartirla.
Usted ha dicho alguna vez que hoy, a fines del siglo XX, nos pasan más cosas pero
que no sabemos por qué ni para qué las vivimos...
Esto me impresiona mucho. Yo les digo a mis amigos: No corras. En el apuro se
te cae de las manos todo lo que estás haciendo. A veces hay que detenerse para
apropiarnos de cuanto hacemos para poder vivirlo. Pareceríamos embarcados en una carrera
de meta en meta y pasamos años esperando segundos. En medio de esas vivencias
superficiales la vida no nos toca realmente, no se encarnó en nosotros.
Volviendo a sus años de trapense, usted también ha dicho que el silencio y el
monasterio le evitaron la vanidad. La complacencia de ser un intelectual. A través del
voto del silencio usted señaló que se aprende a no ser su propio discurso ni
a ejercer alguna seducción porque ya no se tiene sobre quién ejercerla. ¿Sería la
falta de espejo, entonces?
El silencio es, en efecto, la falta de espejo. Es la falta de proyecto que encierran
la rutina y la obediencia y eso hace que en el monasterio uno quede sin todos los
mecanismos que suelen reflejarse en el entorno. Uno cambia sus preguntas interiores: ya no
es qué hago sino quién soy.
¿Usted se definiría entonces como un hombre de buena voluntad? ¿Como un buscador?
No, no. Me encantaría definirme como un oyente. Como alguien que escucha la vida.
Que trata que la vida se diga en mí porque eso les puede servir a otros.
¿Por que Hugo Mujica?
Entre el silencio y el hippismo
Por Magdalena Ruiz Guiñazú
Debo confesar que, en un mundo donde la palabra, la música, los
sonidos cotidianos sobrepasan un número pensable, me sedujo como un imán aquello del
silencio. No sólo el silencio interior que, a fuerza de voluntad a veces logramos, sino
un silencio real, estricto, voluntario. Lo imagino con un peso propio. El peso de lo no
dicho, de la renuncia al espejo personal, como lo define el mismo Mujica. Y a pesar de ser
yo misma una operaria de lo hablado quise saber más acerca de un universo donde el
mensaje va más allá de la gestualidad y las mil argucias por las que, a través de
quizá sólo una inflexión de voz, caemos en el afán de seducir y captar la atención
del otro.
Entre los hechos destacados en la búsqueda de otra cosa que distingue a la
década del 60 aparecen los experimentos con LSD (ácido lisérgico) que promueven
Aldous Huxley con su fascinante libro Las puertas de la percepción y Timothy Leary en la
Universidad de California, de la que finalmente es expulsado.
Yo trabajé con Timothy Leary recuerda Mujica en un libro sobre el
proceso creador y el LSD. Una experiencia muy interesante en Haigh Ashbury en la que
también interviene Metzner. Leary murió hace poco y una noche, por casualidad, en un
canal de cable vi un reportaje en el que reeditaba todo el mensaje de los 60 pero
ahora referido a la computación. Dejó sumas siderales para que lo enviaran al espacio.
Leary sostenía que la computación iba a reunir todas las mentes... En fin, creo que
desde un comienzo estaba loco. Aquella fue mi primera impresión cuando lo conocí.
Naturalmente no me atreví a expresarlo porque era considerado como una especie de gurú.
Leary, que era médico, elaboró la síntesis química del peyotl, el hongo alucinógeno
de los indios de América del Norte. En aquel tiempo el tema droga era principalmente un
tema de investigación a través de grupos intelectuales o artísticos. No era de consumo
masivo como para soportar el embate de la sociedad. Viéndolo a distancia quizás el
hippismo fue un brote afectivo en la racionalidad sajona. Era básicamente una búsqueda
de afecto más que de espiritualidad. Lo que se buscaba recuperar era el tocarse,
abrazarse, la tribu inicial como organización familiar. Un retorno a la naturalidad:
amamantar a los niños, comer alimentos en estado puro, versus una sociedad completamente
mediatizada y artificial. Yo siempre comentaba con los amigos latinos que, para nosotros,
el hippismo no era una cosa tan diferente. Era una gran novedad para los sajones.
Quizá por eso cuando se dieron cuenta de que, finalmente, era sólo una especie de
búsqueda del sol para los países que lo tienen menos, se desmigajó bastante pronto.
Yo creo que, en realidad, pasan allí dos cosas: el hippismo es el último
movimiento de contracultura y el primero cuya imagen no brota de un libro. Porque
anteriormente aparecen los Beat con la generación de Allen Ginsberg, los
existencialistas de Sartre. Hasta los hippies, las contraculturas provienen del
pensamiento. A partir de ellos, desde el afecto o la falta de afecto. Y el afecto sin
ideas no logra estructurarse. Por eso fue como una fiesta. Terminó, se apagaron las luces
y quedó en la nada. El sistema se lo devoró. Woodstock es el sistema. Costó 2 millones
de dólares de aquel entonces. Alguien puso esa plata y pensó los tiros se disparan
para adelante y no para hacer la revolución. De los años 60 ha quedado una
caricatura y si algo fue realmente serio allí fue el compromiso político. No se olvide
que mataron a John Kennedy, a LutherKing, a Malcolm X. En pocas palabras fue una época
que rozó una posibilidad de humanidad más humana. |
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