En vías de
sumersión |
La globalización marcha hacia un modelo universal con 20 por ciento de incluidos y 80 por ciento de excluidos. Los Estados pierden su función mediadora, porque el capital deambula con costo cero de transferencia, hasta encontrar mano de obra servil. También pierden capacidad fiscal, porque las rentas se denuncian donde se paga menos. Sin recursos, se deterioran los servicios de salud, educación y seguridad. Sólo hay espacio para la resignación, la desesperación o el pesimismo, si se concibe al poder como un muro compacto e impenetrable, al estilo del determinismo mecánico del siglo XIX, renovado hoy por los ideólogos sistémicos cerrados, entusiastas del modelo 80 y 20. Sin embargo, desde una posición realista y nada ingenua, es posible determinar que el poder siempre es un conjunto de fuerzas contradictorias en equilibrio precario: es un proceso abierto y no un sistema cerrado. Por ello, incluso en el mundo globalizado hay capacidad de maniobra, pues los Estados nacionales pueden aprovechar las contradicciones del propio poder globalizado. Pero para maniobrar entre esas contradicciones es necesario un Estado que pueda hacerlo, es decir que tenga una aduana, un banco central, un órgano recaudador y entes reguladores de servicios privatizados mínimamente eficaces. Este Estado existe en Europa, Estados Unidos o Japón, donde no se exportan 6.500.000 kilos de armas ilícitamente, ni el ministro responsable sigue en el gabinete ni se suceden muertes misteriosas que nadie investiga. Tampoco se otorgan $ 200.000.000 de crédito a quien aumenta sus quebrantos comprándose a sí mismo, sin que el Banco Central se percate. Menos imaginable sería un Alfredo Yabrán montando un monopolio en los Estados Unidos. Esta diferencia marca hoy un nuevo criterio clasificador entre los países, diferente a las categorías propias del esquema de poder planetario propio de la Revolución Tecnológica, en el que, aunque aún no se los haya bautizado, aparecen países flotantes (con Estado), y países en vías de sumersión (sin Estado). En los últimos, como nadie cumple las funciones reguladoras básicas, no se puede defender el propio mercado: no hay economía de mercado sin un Estado que lo defienda. La corrupción macroeconómica no es más que la destrucción del mercado en los países en vías de sumersión. Legaliza el contrabando, garantiza la evasión fiscal y posibilita el monopolio, o sea que destruye las condiciones de competencia y con ello quebranta la producción nacional y aumenta el desempleo. Esa misma corrupción neutraliza parte de la ya escasa inversión en programas sociales por desviar su destino (por ejemplo, los "retornos" del PAMI). Los países flotantes, por definición, no tienen corrupción macroeconómica, pero se preocupan por la de los países en vías de sumersión. Ello obedece a que en los países sin Estado la alta renta que produce la mano de obra servil se resiente por las exacciones ilegales de sus funcionarios. Estas exacciones sólo puede eliminarlas un Estado responsable. Por eso, los países flotantes y el propio capital en busca de mano de obra servil debieran fomentar Estados en los países en vías de sumersión. Pero cuando estos países tengan Estados, dejarán de estar en vías de sumersión. Es una interesante contradicción, que ratifica la esencia del poder como proceso lleno de sorpresas. * Director del departamento de Derecho Penal y Criminología UBA. Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal.
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