Por Fernando DAddario
Un miedo mortal a
la autocomplacencia le alivia la carga de tener que asegurar, siempre, que cada nuevo
disco es el mejor de su carrera y que cada nuevo show superará al anterior. Paco de
Lucía, el guitarrista de flamenco más talentoso del mundo, prefiere recostarse en una
austeridad declamativa que contrasta con la riqueza de su universo musical. Confiesa que
nunca escucha sus discos, porque lo que está bien lo tomo con naturalidad, y lo que
está mal es irremediable. Y que le da miedo tocar en Andalucía, porque es la cuna
del flamenco y algo saben del tema. Pero también se siente incómodo en
Madrid, ya que el público de la capital española es muy exigente, y reconoce
que el pánico lo invade cada vez que actúa en otras partes del mundo, porque teme no
poder transmitir la esencia de la cultura gitana. Ninguno de esos pruritos tiene correlato
lógico con la realidad, pero este hombre, un payo de 50 años que se crió entre gitanos,
se mueve con comodidad en los antípodas del star system. Más allá de que su
exteriorización de humildad invite a la identificación inmediata, lo más importante de
Paco se verifica arriba del escenario. Hoy y mañana actuará en el Gran Rex, donde
presentará el material correspondiente a su último CD, Luzía. Y allí se comprobará,
por si hacía falta, que sus temores existenciales son infundados.
Su inseguridad, de todos modos, tiene sustento en ciertos desprecios ajenos que lo
marcaron: artista intuitivo que jamás logró hacerse amigo de las academias, se ganó
rápidamente el desdén de músicos clásicos que le negaron idoneidad para interpretar,
por ejemplo, el Concierto de Aranjuez, que él impregnó, con muchísimo respeto, de
duendes gitanos. Artista abierto al mundo que lo rodea, sin fronteras geográficas ni
estilísticas, generó (también rápidamente) el resquemor de los músicos flamencos más
tradicionalistas, que lo miraban de reojo cada vez que tendía puentes con otros géneros.
Demasiado flamenco para los clásicos, demasiado innovador para los flamencos, demasiado
clásico para los más modernos, De Lucía debió esperar muchos años para obtener un
consenso absoluto. Hoy lo tiene, pero se siente prisionero de una necesidad interior, que
lo lastima cotidianamente: el imperativo de la evolución permanente, que se potencia en
su caso porque fue quien rompió en su momento las reglas ortodoxas del flamenco.
Si es cierto que yo ayudé a modernizar el flamenco, también es cierto que cuanto
más tiempo pasa, más difícil es evolucionar, dice, y es posible que Luzía, un CD
concebido a partir del síndrome de abstinencia creativa (su anterior disco solista de
estudio, el soberbio Zyryab, fue editado en 1990) no logre tranquilizarlo. Es más de lo
mismo, y esto no va en desmedro de Paco. Lo mismo, en él, es sinónimo de excelencia en
el toque, y una invitación al placer de reencontrarse con exquisitas bulerías, soleá,
tangos y rumbas. Este disco, no obstante, muestra una faceta desconocida en el
guitarrista: canta en dos temas. El ha dicho que es un cantaor frustrado. Me gusta
más cantar que tocar la guitarra. Sólo que me he dedicado a esto último porque cantando
no soy lo suficientemente bueno. Y tiene razón. De todos modos, las dos canciones
tienen una pulsión emotiva que deriva a un segundo plano las consideraciones técnicas:
Luzía es una seguiriya de homenaje a su madre, que falleció durante la
grabación del disco. Y Camarón, como es obvio, es un tributo a su amigo y
compañero de ruta, también fallecido.
Tiene a su favor que el flamenco está de moda en todo el mundo, pero su condición de
clásico lo libera del aprovechamiento que pueda ejercer de las variables del mercado. Es
más: hace tres años, en plena ebullición flamenca, se embarcó junto con John
McLaughlin y Al Di Meola en una remake de su sociedad artística de comienzos de los 80.
No pudieron recapturar la magia que desplegaron en aquella legendaria noche de San
Francisco, y De Lucía prefirió retornar a las fuentes con Luzía, del mismo modo que
Siroco, en 1987, significó su retorno al flamenco tradicional tras su coqueteo con el
jazz. Puede decirse que le quedan pocas cosas por hacer.Supo reunir la sabiduría de los
viejos guitarristas, como Sabicas o los Habichuela, y el desparpajo de los
nuevos (Raimundo Amador, Tomatito, etc). Interpretó a Manuel de Falla y a
Rodrigo, tocó en el Colón, fue el primer músico flamenco que logró entrar al
aristocrático Teatro Real de Madrid. Y nadie lo discute. Sin embargo, confiesa que
el noventa por ciento de las cosas aún no las he hecho. El diez por ciento que hice
me lo dio la naturaleza. No puse demasiado esfuerzo en ello. Lo disimula bien.
LOS KURYAKI Y L7D, ESTE FIN DE SEMANA EN EL
REGIO
Una sala de barrio juega en primera
Por Pablo Plotkin
La situación más o
menos normal en los últimos tiempos para los espectáculos musicales en Buenos Aires,
ubicables dentro del amplio arco que puede abarcar la palabra joven, pasa por una
sentencia: No hay lugares donde tocar. En ese sentido, la reaparición del
teatro Regio como lugar apto para recitales es un primer esbozo de solución contra esa
imposibilidad física. Y también marca un saludable antecedente para la recuperación de
otros tantos escenarios como éste, teatros de barrio que se perdieron en el tiempo y
frente a la concentración de sitios dedicados al entretenimiento en otras zonas. El Regio
es una sala con una gran acústica que estaba abandonada después de casi diez años de
bajísima o nula actividad y que, por una idea de la Secretaría de Cultura de la ciudad,
comenzó a recobrar vida a partir del 4 de setiembre. Esa noche actuó Fats Fernández
para la prensa y, a partir de ahí, todos los viernes y sábados hubo algún show en la
sala de la avenida Córdoba al 6056. La premisa fue que los viernes actuaran artistas no
específicamente de rock, sino exponentes de otros géneros que se identifiquen con las
nuevas generaciones, como Gabriela Torres, Liliana Herrero, el cuarteto Gershwin x 4 o el
propio Fats. Y los sábados sí, bandas que habitan dentro de esa caótica burbuja a veces
llamada rock nacional.
Así es que esta noche se inicia el segundo mes del ciclo de música joven en el Regio,
con un show de Illya Kuryaki & the Valderramas, a los que se agregarán durante este
mes Fontova, Peligrosos Gorriones, Suárez, Bel Mondo, Luis Salinas y Cienfuegos, entre
otros. Para noviembre se planean funciones de danza contemporánea, además de las
actuaciones de Man Ray, Abel Pintos, la Mississippi Blues Band y los colombianos
Aterciopelados. La idea de la Secretaría creadores del ciclo junto a la
Organización Teatral Presidente Alvear fue recuperar la sala, ponerla a
disposición de artistas de jazz, rock y otros géneros, y hacer shows con entradas a seis
pesos. El Regio estaba completamente olvidado: es el claro ejemplo de lo que el
Estado puede hacer negativamente con un lugar, le dijo a Página/12 Alejandro
Gómez, jefe de asesores del secretario de Cultura, Darío Lopérfido, y uno de los
gestores del ciclo. Como el teatro queda fuera del circuito céntrico de
espectáculos, algunos nos decían que no iba a ir nadie. Entonces para nosotros fue un
doble desafío, porque además de darle a la gente shows baratos y laburo a los músicos,
tiene que ver con nuestra política de descentralización cultural, agregó. De
todos modos, reconoció que el problema por falta de espacios sigue sin resolverse. Sobre
este tema opinó Daniel Larriqueta, director de la Organización Alvear, entidad a la que
pertenece el teatro Regio. No sólo a las bandas de rock les falta lugar donde
tocar. Con la misma legitimidad a mí me vienen a reclamar bailarines o cantantes de
ópera, contó. Mañana será el turno de Los 7 Delfines, la banda capitaneada por
Richard Coleman. Del concierto se va a registrar un disco en vivo y es casi seguro que se
agregue una función para el domingo. La no-tan-sorpresa: como músico invitado va estar
Gustavo Cerati, el cerebro de los desintegrados Soda Stereo.
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