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panorama economico
La patria tarifaria
Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) ¿Por qué en el reciente coloquio marplatense de Idea hubo un voto tan enfático contra cualquier intento de volver más estricta la regulación de los servicios públicos, siendo que con las licitaciones ocurridas a partir de 1990 se privatizaron monopolios técnicos o legales, que por tanto pasaron a captar rentas extraordinarias, monopólicas? Pero en el empresariado hay temor a un retorno a la sobrerregulación, al riesgo de un avance antiliberal. De hecho, en el caso del eventual superente, los proyectos surgidos a partir de 1996 implicaban una vuelta atrás, desarmando las potestades regulatorias de los entes, en lugar de remediar la debilidad de éstos. Algunos proyectos colocaban la discusión de tarifas en un superente de carácter político y no técnico. No sería insensato sospechar que tras el proyecto de un superente político se esconde la intención de crear un instrumento para compartir las súper-rentas. Cuando hay rentas de monopolio, siempre existe la posibilidad de que un regulador transparente imponga reducir esas rentas para devolvérselas al usuario. Pero un regulador no transparente puede preferir quedarse con parte de ellas, corrupción mediante.
De nuevo: si las tarifas son altas, ¿cómo pudo armarse en Idea un frente antirregulatorio tan compacto? ¿Qué contestan a esta pregunta los especialistas académicos que investigaron el problema de los servicios públicos privatizados? Aquí algunas respuestas a ésa y otras cuestiones.
u El perjuicio que provocan las tarifas altas no es pagado por todos los usuarios. Los grupos que controlan los servicios públicos no extraen sus rentas extraordinarias de otros grupos y otras grandes empresas, sino de la masa de los usuarios, incluidas las pymes. Una gran compañía que insume comunicaciones intensivamente compra un link y usa directamente el satélite. Otra que insume mucha energía negocia cara a cara un contrato con la generadora. Además, cada rebalanceo (en telefonía, electricidad, gas ...) descarga el fardo más pesado sobre los hogares –cuya demanda es menos elástica, y por ende pueden apenas reducir su consumo ante el aumento de la tarifa– para favorecer a las empresas usuarias. El rebalanceo siempre se hace en contra del usuario más atomizado.
u En los primeros años, desde Economía se exhortó a los entes a no “molestar” a las empresas para no perjudicar el clima inversor. Había que darles algunos años de changüí. Cuando las multaban no lo hacían con el rigor que les permitía la ley. Eran compromisos políticos no escritos de rienda suelta.
u Desde hace un largo año, el mundo está en deflación. Bajaron todas las commodities. Pero los servicios privatizados no. De una estructura de tarifas fijadas políticamente en la era estatal –sin relación con los costos ni los precios internacionales– se pasó a otra estructura que otorgó superrentas. Pero quien quiera corregir esas tarifas será acusado de afectar la seguridad jurídica. El caso más elocuente es el de la telefonía. Según una teoría, el menemismo tenía que validarse ante el establishment para ganar credibilidad. Bajo esta óptica, el otorgamiento de superrentas fue una compra de reputación (que incluía al país). ¿Sólo eso?
u Si las empresas de servicios públicos alcanzan beneficios extraordinarios, ¿no habría que bajar las tarifas? Difícil: hacerlo exigiría renegociar las condiciones iniciales, a lo que las empresas pueden negarse. Pero lo que puede hacerse es gravitar indirectamente sobre las tarifas asegurando una mayor competencia.
u En la oscuridad, nunca faltan quienes meten la mano en la lata. Si alguien encendiera la luz, tal vez la seguirían metiendo, pero les acarrearía otro costo social. Una forma de encender la luz sería publicar comparaciones internacionales de tarifas, por más reparos técnicos que se opongan. Hasta ahora no se ha hecho.
u En este modelo, la variable de ajuste para la competitividad es el costo laboral, no las tarifas de los servicios públicos. La alta tasa dedesempleo ayudó y ayuda a que el salario cumpla con esa función. Los trabajadores no pueden exhibir ningún “pliego” que los resguarde. El convenio sectorial no es visto como tal. La modificación de las condiciones laborales no es presentada como una violación a la seguridad jurídica sino como una flexibilización del mercado de trabajo. El concepto de la seguridad jurídica se aplica a los servicios públicos, no a la mano de obra.
u Pero tampoco es cierto que se hayan respetado siempre los pliegos. En diversos servicios hubo un proceso continuo de renegociación totalmente opaca. Muchos de los contratos fueron desbordados en letra y espíritu, aun habiendo partido de condiciones casi leoninas. La conclusión es que la seguridad jurídica funciona en un sentido y no en el otro. Por lo general, cuando una renegociación favorece a los usuarios, se la difunde profusamente. Cuando es al revés, se la mantiene en secreto o se la revela mucho después, cuando ya la atención está puesta en otra parte.
u Esto ayuda a explicar la infaltable presencia de grupos locales en los consorcios adjudicatarios de las privatizaciones, porque son los que aportan capacidad de negociación y lobby, forjada en las épocas de la patria financiera y la patria contratista. Esta habilidad atraviesa los gobiernos, sean dictaduras militares o democracias representativas. Pero en algún momento los grupos autóctonos abandonan el consorcio: captan la ganancia y saltan a otra burbuja de renta.
u Un caso extremo es el de las autopistas y el peaje: lo que se firmó en primera instancia ya no guarda relación alguna con lo vigente, y además es muy difícil saber en qué consiste esto. Nadie tiene la capacidad de rastrear la compleja renegociación administrativa (a dedo) con los concesionarios. Sólo éstos y los funcionarios conocen el estado actual del negocio. Lo único que ve el usuario es que le suben el peaje cuando ya creía que era el más caro del mundo.
u Práctica normal: una adjudicación-show para el público, y casi simultáneamente una renegociación a puerta cerrada para cambiarlo todo.

 

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