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Por Mariana Enriquez Hay bandas de rock que, por algún motivo que escapa a la lógica y las explicaciones racionales, logran una identificación con el público que se acerca al ritual. O al amor incondicional. En la Argentina, hay varios grupos internacionales que gozan de esa fidelidad a toda prueba. Los Ramones, que en su separación juntaron 60.000 personas en el estadio de Vélez, o Pantera, que llene estadios sólo aquí, son buenos ejemplos. Después de este fin de semana, Megadeth se suma indudablemente a la lista. Más de 15.000 fans los verán sumando las tres funciones del jueves, hoy y mañana y en el Parque Sarmiento en ésta, su tercera visita. Megadeth no viene a presentar un disco, no tiene un show distinto ni ninguna novedad sustancial. Viene a hacer lo mismo de siempre. Lo que sus fans esperan. Dave Mustaine, el cantante y líder de la banda, es una suerte de icono de coherencia con el thrash metal. Formó parte de Metallica, banda de la que fue virtualmente echado, pero hoy no comparte los flirteos de sus ex compañeros con el pop. Su consecuencia con un género (el thrash) y su actitud antiestrella parece casi conservadora. A la vista de los dos últimos discos Youthtanasia y Cryptic Writings, no estaría tan mal que intente algo nuevo, al menos musicalmente. Eso es también lo que parecen desear los cultores del heavy metal en todo el mundo: Megadeth no tiene un disco exitoso desde el excelente Countdown to extincion de 1992. Pero eso no es problema para los fans argentinos. El jueves se los vio, de todas las edades, coreando todas y cada una de las canciones, desde clásicos como Peace sells ... but whos buying hasta temas sólo para los adeptos, como Disintegrators. Mustaine no habla con su corte durante el show, a pesar de que ella corea, constantemente Megadeth es un sentimiento o bien Olé, olé, olé Mustáine, Mustáin. El fenómeno se parece demasiado al de Ramones: todo el mundo sabe cuál es el próximo tema, todo el mundo tararea los siniestros riffs y Mustaine repite, en los riffs, una puesta en escena que ya hizo en todas sus anteriores visitas: los fans corean su nombre, el camina con leonino paso sobre el escenario, se acerca al micrófono y dice, con su voz tan extraña no los escucho. Los fans intensifican en volumen y pasión el mantra Mustaine, mustaine. Hasta que el cantante pide una guitarra y arranca con Anarquía en el Reino Unido, el himno de los Sex Pistols. El juego se repite antes del segundo bis, Paranoid, otro clásico pero de Black Sabbath. Mustaine reticente, como si no fuera a tocar el tema. Los fans enardecidos y sudorosos, como si fuera necesario reclamar la canción. Megadeth suena bien (aunque no los ayudó el sonido del Parque Sarmiento) pero ya no tiene las canciones que solía tener. Mustaine sigue tan protestón como siempre: es uno de los pocos representantes del thrash que jamás mostró una veta fascista, violentamente antirrepublicano y crítico de la sociedad norteamericana. Sobreviviente de la heroína y el alcohol, es hoy un padre (su hijo se llama Justice) que extraña a la familia cuando está de gira. La banda vivió un recambio a causa de los interminables tours: Nick Menza, el baterista, dejó su puesto que hoy ocupa Jimmy de Grasso, de Suicidal Tendencies, banda heroica del hardcore. El nuevo hizo un solo para demostrar sus habilidades. Los solos, innecesarios, se repitieron durante todo el show, para delirio de los fans: el bajista Dave Ellefson hizo el suyo (arengando a la gente que, de nuevo, respondía entusiasmada) y Marty Friedman, el guitarrista, entregó uno de más de 5 minutos. Después de dos horas exactas, los 5000 fieles se retiraron en éxtasis. La mayoría repetirá la ceremonia esta noche y mañana. Las entradas ya están agotadas.
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