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Por Fernando DAddario Titán, ¿no pinta una moneda para el novi? podría ser una de las tantas frases imaginadas y tiradas al azar para dibujar el estereotipo del fierita, ese híbrido social inclasificable para los diseñadores de estrategias políticas y publicitarias. No figuran en las encuestas preelectorales ni están contemplados en el presupuesto nacional, y tan sólo acreditan entidad para los ejercicios cotidianos de brutalidad policial. No se sienten contenidos por ninguna de las capas convencionales de la pirámide social y su reivindicación del ser de abajo es exteriorizada a través de su militancia futbolera y rocanrolera, que se funde en la única cultura que el sistema les facilita: la del exceso. En el barrio Bustillo, al fondo de Berazategui, la vida no otorga demasiadas alternativas. La postal que se reinventa allí todas las tardes incluye a unos perros que ladran sin motivo aparente y a un par de señoras que se invitan mutuamente a tomar el mate. No obstante, el primer plano de la esquina le pertenece a Walter, 21 años, vecino eventual de distintas localidades del conurbano sur bonaerense, que asume el liderazgo de la barra al convidar un trago del tetrabrick marca Promoción comprado por un amigo en la avenida Benberg. Son las cinco de la tarde de un martes que podría ser miércoles o jueves y la barrita son siete u ocho, alguno que se va, otro que llega a los quince minutos ya especula sobre las posibilidades de Independiente para hoy. No hablan de fútbol, o tal vez sí: Las gallinas no vienen más a Avellaneda, saben que los vamos a matar... dice Walter, preparado para recibir a River. Todos menos uno que dice ser de Boca y otro que es de River pero con bajo perfil son de Independiente y de Viejas Locas la banda stone por naturaleza. Walter y sus amigos viven en Berazategui y Pity (cantante de Viejas Locas) en Piedrabuena (el límite entre Lugano y Mataderos), pero manejan los mismos códigos. La canción Botella reza: Sos mi único amor/mi botella de alcohol. Walter y sus amigos la hacen suya todas las tardes y todas las noches: Tomamos porque nos gusta, qué sé yo, no hay una explicación. Lo bueno es que acá nadie se agretea. Escabiamos pero con buena onda, por ahí pinta un rati y sigue de largo, porque sabe que está todo bien. Los ortibas son los vecinos, que escuchan un par de gritos y llaman a la yuta. Los preparativos para ir a la cancha o para ir a un show son similares. Lo que cambia subraya es que cuando pinta faso (porro) lo podemos llevar tranquilo a los recitales. En la cancha a veces sí, pero también muchas veces la cana se pone muy ortiba, te revisa todo, te escracha y te comés un garrón por un par de fasos. Por eso es mejor escabiarse un par de cartones cerca de la estación Avellaneda y bien temprano, corte de ir puestos a la cancha. Más tarde en los kioscos te agretean el alcohol... Fútbol, vino y rocanrol (las expresiones rock and roll o rocknroll no significan lo mismo que rocanrol, que es bien de acá y a veces no se corresponde con el ritmo musical al que supuestamente alude. Por ejemplo: Sumo no hacía rock and roll, pero Luca Prodan es rocanrol) es una alquimia propia de los 90. Hubo un tiempo en que el fútbol y el rock se ignoraban entre sí, mientras el vino limitaba su campo de acción a las casas de familia y los bares. El rock, nacido como un ghetto contracultural, veía en el fútbol uno de los tantos opios que la gente consume empujada por el sistema, y prefería las anfetaminas (o la ginebra) al vino. Los prejuicios se diluyeron cuando también el rock empezó a formar parte del sistema al que aborrecía. La base social del rock se multiplicó y, en la segunda mitad de los 80, comenzó un intercambio de guiños que, en principio, se circunscribieron a los cánticos (canciones de rock llevadas a la popular, canciones de cancha coreadas en los recitales) y desde hace unos años reconocen otros matices, hasta lograr una subcultura urbana con códigos propios. Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, el grupo que escribió el tema Vamos las bandas (el dato es arbitrario, pero el contexto lo justifica) y provocó una movilización rockera con increíbles derivaciones, no acredita ninguno de los tics que tipifican a sus fans. En un tren tomado por los ricoteros que iban a ver a su banda a Mar del Plata, un puñado de fieles cantaba: Para ser de los Redondos / dos cosas hay que tener / una botella de vino / y en la cama una mujer. Y cotidianamente dan fe de que cumplen al menos la primera de las premisas. El Indio Solari, cantante de los Redondos, jamás fue visto en una esquina tomando tetrabrick, y sus letras, más que describir literalmente la realidad de los fieritas, apuntan con amarga ironía a las distintas caras en las que suele reflejarse el poder que los somete. El Indio se burla de aquellos que andan por la vida con bestial dulzura, rouge / y risas de Barón B. Champagne, no vino en cartón. Pero los Redondos constituyen un caso único, tal vez inexplicable. Un sector de los rockeros de los 80 (desde Luca Prodan hasta Juanse, salvando las enormes distancias) empezó a contar lo que le pasaba a la gente común debajo del escenario. En los 90, la gente común se subió al escenario. No hay diferencias visibles entre los integrantes de La Renga, Viejas Locas, 2 Minutos, Attaque 77, Flema, Gardelitos, etc, y los fans que pagan la entrada para ver los shows. En los barrios del conurbano, conviven fans de La Renga con seguidores de los grupos Green y Red, por citar dos conjuntos bailanteros. Pero el rockero de ley que va a la cancha y se revienta con vino barato en una esquina cualquiera, asume su condición de rengo como una militancia. A diferencia del bailantero (que también va a la cancha y que en la mayoría de los casos tiene más aguante que todos los rockeros juntos), el fierita suburbano hace un culto del hacerse de abajo, que en este país puede ser una lucha eterna, pero para él debe ser una lucha eterna. El éxito (la asimilación a los cánones que propone el sistema, es decir, el caretaje de la gilada) equivale a traición. El bailantero rara vez se baja un cartón de vino en la esquina del boliche, aunque tal vez se haya tomado la vida en su casa o vaya a hacerlo en la bailanta. Intenta vestirse lo mejor posible y su sueño es llegar a parecerse, alguna vez, a los chetos que viven allá lejos, en el centro. El rockero-futbolero, en cambio, toma en la calle y quiere que los demás vean cómo toma, para lograr un reaseguro de su aguante. Walter habla así de su hermanito de 14 años: Cuando le damos para escabiar pone cara de asco, pero se toma todo.... El vino, el fútbol, el rocanrol se convierten, más allá del escapismo, en garantes de una identidad que necesitan mantener a toda costa. La diferencia con un partido de fútbol es que en los recitales no jugamos contra nadie. Somos todos del mismo equipo..., dice Luis, vecino del barrio Parque Jardín (José C. Paz, oeste del conurbano) y fan de los Redondos. Juegan todos en el mismo equipo, pero los enemigos flotan en el ambiente, aunque no estén: la policía y los conchetos ranquean en el top 5 de los odiados, pero los demonios van cambiando según las tribus en cuestión. Los punks odian a los stones; los stones, a los heavies; los heavies, a los punks, y así sucesivamente. En cuanto a los rockers, la mixtura de sus ambiguas convicciones políticas (nihilismo sin Bakunin y remeras del Che sin saber muy bien por qué) y sus actitudes cotidianas los convierten en una suerte de anarco-conservadores. Pero la mística del chabón (una de sus tantas denominaciones) es tan intensa que, al mismo tiempo, genera fobias en las élites y es portadora de un virus contagioso: chicos y chicas que gustan del rocanrol, pero viven en barrios de clase media de la Capital y el conurbano, adoptan la jerga y el modo de vestirse de los fieritas auténticos. Claro que, aunque intenten disimularlo, se les nota Caballito. Y uno de los sellos que los distinguen, a la entrada de un show de Los Piojos o a la hora de ir a buscar los trapos (banderas) para la cancha, es la sustitución del tetra por la cerveza de litro, que cuesta casi lo mismo pero en comparación con el vino barato estira un poco más la supervivencia de los estómagos menos curtidos. 2 Minutos es una banda punk de Valentín Alsina. Vendió 100 mil unidades de sus tres discos. El cantante se llama Walter Velázquez, pero todos lo conocen como El mosca. Uno de sus temas, Borracho y agresivo, cuenta la historia de un tipo que trabaja en una fábrica y anda siempre con su damajuana, y se pone muy nervioso cuando le falta su vitamina. No la sacaron de un libro. La vida en Valentín Alsina regala todos los días historias como ésa, aunque los chicos de 2 Minutos le encuentran el costado más festivo. Allá se ve la ex fábrica Aurora Grundig, abandonada y ahora tomada. Unas cuadras después, la villa El Fortín, y después el club Victoriano Arenas, donde los sábados, cuando hay partido y alguien patea demasiado alto, la pelota muere en el Riachuelo. Es nuestro Punta Carrasco, el fin de semana ideal: vino, pileta y asado, dice el Mosca, que no festeja demasiado con Racing (club del que es fanático), pero se desquita en el barrio: El otro día festejamos el cumpleaños de un amigo en un potrero, que pertenece a una fábrica de caños. Y al costado de las vías muertas nos juntamos para hacer asado. Nos tomamos todo, desde vino, cerveza, hasta bebidas sofisticadas, porque un amigo trabaja en una distribuidora de bebidas, y entonces pintó ron, tequila, estuvimos desde las 11 de la mañana hasta las 2 de la mañana. Imaginate cómo quedamos. Eramos 20 personas. Faltaba una banda de rock, sino hacíamos un miniwoodstock con asado y todo.
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