Por Eduardo Febbro desde París
Después de la
victoria electoral del socialdemócrata alemán Gerhard Schroeder en la consulta del
domingo pasado, 11 de los 15 países de la Unión Europea cuentan con gobiernos dominados
por la izquierda. Las excepciones son España, Irlanda, Bélgica y Luxemburgo. Con el
ingreso de Alemania en el círculo de la rosa, los cambios de orientación política
defendidos por el premier francés Lionel Jospin encuentran un aliado de peso. El eje
franco-alemán, pilar de la construcción europea, funciona ahora con una misma dinámica
política a la que se le suman los laboristas británicos. Jospin y el premier británico
Tony Blair llevan más de un año compitiendo por el liderazgo europeo para
definir esa tercera vía capaz de encauzar al viejo continente en un camino
más dedicado al servicio de los pueblos, según la expresión de los
socialistas franceses.
Con un socialdemócrata a la cabeza de la primera potencia económica de Europa, la tan
discutida y nunca plasmada Europa social va a tener cuerpo más rápido
de lo que sonamos, declaran los socialistas de París. Hasta ahora, el PS siempre
explicó que no podía impulsar una reforma de izquierda en la Unión Europea porque el
viejo continente seguía respetando el legado liberal de la construcción
europea. Con Schroeder en Alemania, el postulado de una tercera vía se refuerza
precisamente en el país que rige las orientaciones económicas europeas. Su contenido ya
está definido en las pugnas del pasado, especialmente entre Francia y Alemania. Cuando la
coalición rosa-rojo-verde ganó las elecciones legislativas en Francia, Jospin se
enfrentó con el canciller alemán Helmut Kohl a propósito del pacto de
estabilidad, la armadura que fijaba las condiciones del lanzamiento de la moneda
única, el Euro. El pacto imponía una apretada disciplina presupuestaria que se oponía a
la Tercera Vía encarnada por Jospin en ese momento: El Estado debe actuar ahí
donde el mercado no llega. Jospin firmó el pacto de estabilidad a cambio de una
resolución sobre el empleo adoptada en la cumbre europea de Amsterdam y de una reunión
especial consagrada a las políticas a favor del empleo.
Mucho más que la Tercera Vía de Blair, era la oposición alemana de Kohl la que
imposibilitaba una profundización de esa nueva política. En su primera visita a Francia
luego de su triunfo electoral, Gerhard Schröder declaró en París que en adelante
abogaría por que las políticas del empleo se definieran concertadamente a nivel
europeo. Queda sin embargo por disminuir las diferencias que separan a los cuatro
grandes protagonistas de la mutación: Schroeder en Alemania, Blair en Gran Bretaña,
Prodi en Italia y Jospin en Francia. El antagonismo más fuerte se plasma en la oposición
Blair-Jospin.
Mientras los franceses ven a la Tercera Vía como una política capaz de preservar el
papel de los poderes nacionales en la gestión social de la economía, los británicos
(como los italianos y los daneses) tienen otro discurso: sociedad social pero flexible. En
ese término flexibilidad está en juego el estilo de la Tercera Vía. Si se
toman los tres países centrales, Alemania, Gran Bretaña y Francia, Schroeder dice que no
aspira a crear una nueva izquierda sino un nuevo centro. Blair parecer optar
por un liberalismo flexible ante lo social y Jospin declara: Los
franceses quieren una modernidad que no oponga la eficacia económica y la justicia
social, sino que funda una en la otra.
El socialismo de Jospin es más una vía de la conciliación que una
oposición radical. Sin poner en tela de juicio la economía de mercado, se trata de
matizar el modelo neoliberal con políticas sociales sin las cuales los individuos
terminarían asfixiados. Un ejemplo de esta idea esla instauración de las 35 horas de
trabajo semanales sin pérdida de salario. Allí donde los alemanes dejan a los sindicatos
el papel de negociarlas y los británicos, al mercado la oportunidad de recurrir a esa
medida, en Francia las 35 horas son una ley sancionada por el Parlamento y cuyo eje motor,
el hacedor y el mediador, es el Estado.
La crisis del
neoliberalismo
Mientras el presidente Menem autoinvitado a Washington se
esmerará vanamente en demostrar la invulnerabilidad de la economía argentina ante los
vaivenes de la crisis financiera mundial, ésta, sin inmutarse, avanza con paso firme
hacia las costas sudamericanas, devastando las bolsas de valores y anunciando, como el
menor de los males futuros, una profunda recesión.
En muchas oportunidades se presagió la crisis final del capitalismo, pero el esperado
evento no se produjo. El capitalismo vive de crisis en crisis sin que ellas impliquen el
colapso de sus estructuras, aunque el costo social de esas convulsiones siempre sea
altísimo. Pero más allá de los sucesos en curso en el planeta no signifiquen el
derrumbe del sistema, está claro que un tipo de gestión de sus negocios ha caducado
irremediablemente. El capitalismo es una fuerza que avanza pero que no sabe adónde
va, ha dicho hace poco Jospin. Y el paradojal Soros lo ha confirmado: El
sistema capitalista mundial, que acarreó una prosperidad brillante en Estados Unidos en
los últimos diez años, está a punto de desintegrarse.
En verdad, nadie gobierna los mercados, nadie interfiere sobre la volatilidad de un
billonario movimiento diario de capitales nominales que, sin control alguno, atacan
especulativamente a las economías reales: primero en Asia, luego en Rusia, ahora también
en América latina. A pocos años de la implosión de la Unión Soviética su
victoria mayor la utopía neoliberal desnuda su fracaso.
Como lo ha señalado Pierre Bourdieu, el neoliberalismo es un proceso darwiniano de
destrucción sistemática de los sujetos colectivos. También de corrosión de las
identidades personales, sometidas a la barbarie de la lucha de todos contra todos, y de
fragmentación de la sociedad civil y descomposición del Estado y de la política. La
sociedad civil busca ser transformada en aglomeración de mundos privados y al Estado y a
la política se los desvincula de lo público para transformar a los partidos en agencias
electorales y a los estados en interlocutores subordinados del capital financiero
globalizado.
El nuevo orden mundial del neoliberalismo es el reino sin límites del mercado del dinero;
la crisis de una civilización que alguna vez se basó en el trabajo productivo y en el
ideal republicano de una igualdad de derechos. El fin de la Guerra Fría desmanteló toda
resistencia y disipó toda imagen de alternativa: sin rivales a la vista llegó el tiempo
del pensamiento único, del fin de la Historia.
Los estragos de la crisis actual, sin embargo, están obligando a repensar la lógica de
las cosas para evitar el camino hacia el precipicio. Los economistas vuelven a sacar de
las bibliotecas los empolvados tomos de Lord Keynes y los políticos y los sociólogos
vuelven a pensar en un caballero perdido en el camino: el Estado. En este mundo neoliberal
que ha globalizado la economía, las informaciones, los consumos, ha llegado la hora de
mundializar las instituciones públicas.
Ese es el nuevo signo que parece entrar en las agendas políticas. Sus ecos más fuertes
vienen de Europa, en donde en trece de los quince países del continente, una
socialdemocracia renovada en donde caben los matices de Blair, de Jospin, de Prodi;
ahora de Schroeder insinúan un programa de cambios frente a la globalización
salvaje, centrados en una recuperación de los roles promotores y reguladores del Estado y
en la construcción de redes de contención supranacionales, a la altura de los desafíos
de la mundialización. ¿Una utopía? Quizás, pero valdría la pena apostar a ese sueño
para librarnos de la pesadilla presente. |
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