Por Omar Grasso
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Tenía 17 años cuando escuché hablar por primera vez del "hombre nuevo". Con mis amigos de rompevientos negros de cuello alto, cansados de tanta "náusea" y tanta "nada", que nos había legado la Segunda Guerra Mundial nos bajamos del tren del existencialismo, huimos de los campos desolados de Beckett, del absurdo y el sinsentido y, con ingenuidad adolescente, decidimos cambiar la historia. Teníamos paradigmas claros. Marcuse, la toma del Odeón de París por los estudiantes, América latina en pie, la solidaridad, el amor libre, las comunidades fraternales. En cada ensayo de Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin, pude volver a los 17. Aunque, claro, vistos desde aquí a través de varios cristales empañados. Y sin embargo, ese viaje por ríos tan caudalosos me dio tiempo para preguntarme si estaba muerto el deseo o, por lo menos, mi deseo. Francamente creo que no. Que después de los brazos caídos, después de haber dejado entrar en nuestra casa, en nuestros países, a tanto "capomafia", después de tanto "yuppie" recién llegado a la cultura, que quiere comerse en el mismo plato los fiambres, la salsa y el postre, algo está pasando. Se cuenta, aunque nadie está muy seguro, que miles de personas están lustrándose los zapatos. Despacito, en silencio, dicen prepararse, para pegarles algún día, a tanto neoliberal de dientes afilados, una sonora, inconmensurable y posmoderna patada en el culo. Por eso hacemos esta obra. Por eso recordamos la época de los sueños y los ideales que hoy parecen derrotados. Porque dicen que es mentira. O por lo menos, para mí es mentira. Desde la ventana de mi casa veo pasar todos los días a cientos de personas iracundas. Ojalá pronto tenga coraje y me saque, otra vez, el rompevientos negro de la desolación. Si los acompaño, quién les dice, quizás pueda volver, aunque sea por un ratito, a la adolescencia y empezar a creer como aquellos viejos amigos que mañana, mañana mismo, vamos a cambiar el mundo. * Director de esta puesta de Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin. |