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Cultura
Por Luis Bruschtein

Sigmund Freud decía que una sociedad accede a la cultura cuando ha podido construir la Justicia. Siempre se pensó que ésta es una sociedad muy culta, y sin embargo la Justicia no ha sido su fuerte. Más bien se trata de una sociedad marcada por la impunidad. Una historia brutal y violenta que se oculta en los libros de texto donde la clase dirigente parece la familia de Heidi. O el mismo equívoco–chiste que la intención de hacer todo judiciable en un país donde la Justicia no puede funcionar.
Suecia, que es un país del primer mundo, tiene el índice de suicidios más alto. Dicen que, como la gente tiene todo solucionado, se suicida por aburrimiento. Argentina, como dicen que también es del primer mundo, en estos últimos años ha batido records en esa materia, pero en estos casos no es por aburrimiento, sino por corrupción, lo cual parece que también es una forma de llegar a la punta.
Estos suicidios producen el mismo vértigo que la aceleración precipitada de la entropía, de un país caótico controlado por mafias omnipotentes. Entonces no faltan los que vuelven a pensar que esto no pasaría con los militares. Lo cual es cierto, los militares no se suicidaban, como lo demostraron en los casos de Fernando Branca, de las autopistas o el de la nafta robada a YPF. Los militares preferían tapar las cosas. En vez de matar a las personas, las desaparecían.
Aquellas desapariciones tienen algo en común con estos suicidios como el de Marcelo Cattáneo. Entre otras aberraciones, la desaparición era una forma de eludir a la Justicia. Las personas eran secuestradas, supuestamente acusadas de algún delito, pero nunca llegaban al juez. Controlaban desde la prensa hasta los jueces y, aun así, los evitaban por principio. Como si quisieran demostrar que sus decisiones no estaban sometidas a la Justicia, ni siquiera a una tan amañada.
En ese sentido, estos suicidios tienen el mismo efecto. La muerte de estas personas evita la Justicia. En algunos casos eran testigos como el brigadier Rodolfo Etchegoyen, en otros estaban directamente incriminados, como Alfredo Yabrán. Si la gente se mata por vergüenza, primero asume la culpa y, con la confesión, trata de sanar algo del daño que cometió. Sin embargo, en ninguno de estos casos existe confesión ni testimonio y la palabra suicidio torna a convertirse en eufemismo. No es que algunos sí y otros no: todos se llevaron a la tumba lo que sabían y, de una manera u otra, estas muertes obraron a favor de la impunidad. Según Freud, la cultura a la que hemos podido acceder los argentinos, sobre la base de esta Justicia marcada por la impunidad, sería equivalente a la de una tribu de caníbales que usa cubiertos para comer.

 

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