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Por Luis Matías López desde Moscú Si el destino de Boris Yeltsin se hubiese jugado ayer miércoles 7, el presidente ruso podría dormir tranquilo. Aunque la participación en la jornada de protesta nacional fue más numerosa que en la del pasado abril, o en la de marzo de 1997, los sindicatos y los comunistas no atrajeron sino a una fracción de los 40 millones de personas que esperaban movilizar en la calle o en los centros de trabajo. La rabia de millones de personas que llevan meses sin cobrar salarios o pensiones y que tienen sus ahorros bloqueados en los bancos se difuminó ante los síntomas de que el poder se ha trasladado del presidente al gobierno y la evidencia de que aún es pronto para exigir a este último que rinda cuentas. Los convocantes y las autoridades ofrecieron cifras dispares de la participación en las protestas. Al filo de las 10 de la noche, los comunistas no ofrecían cifras concretas, sólo hablaban de éxito y de que la afluencia había sido mucho mayor de la que se daba oficialmente. El secretario de prensa de Yeltsin afirmaba al caer la noche que tan sólo se habían lanzado a la calle 615.000 personas en 494 localidades. La misma fuente aseguraba que la marcha más importante, la convocada por los sindicatos en Moscú, había atraído a unas 50.000 personas, un tercio de lo que afirmaban los convocantes. En San Petersburgo, segunda ciudad de Rusia y cuna de la Revolución bolchevique, la policía hablaba de 25.000 manifestantes. Los comunistas multiplicaban la cifra por cinco. Las banderas azules de las marchas sindicales y las rojas de las comunistas, junto a las pancartas en las que se pedía el pago de los atrasos salariales y la salida de Yeltsin del poder dominaron durante horas la explanada situada entre la catedral de San Basilio, las murallas del Kremlin (sede del gobierno) y el río Moscova, donde convergían las manifestaciones. Allí estaba gente como Valentin Ivanovich, un coronel de aviación retirado, de 62 años, un privilegiado (cobra puntualmente su pensión) que echa la culpa a Yeltsin de que millones de sus compatriotas no sean tan afortunados. Natalia, de 55 años, que trabaja pintando aviones en una empresa aeronáutica, y que no cobra desde febrero, no llevaba ninguna pancarta como las que, a su lado, pedían el procesamiento del presidente y lo tachaban de asesino o exigían: Boris, piérdete!. En realidad, lo único que parecía importarle a esta mujer, que para colmo tiene dos hijos que tampoco cobran, es que le paguen los rublos que le deben. El líder comunista, Guennadi Ziuganov, volvió a repetir su cantinela de que Yeltsin debe irse y que, si no lo hace voluntariamente, habrá que echarlo mediante el proceso político que se le ha abierto en la Duma (Cámara baja rusa). Un general con el pecho repleto de medallas reconocía que los militares no deberían meterse en política, pero decía que es inevitable cuando se pone a soldados y oficiales al borde del motín. De la marcha salió una resolución en la que se exigen no sólo elecciones presidenciales, sino también legislativas, ya que no se observa el fruto de los esfuerzos de la Duma para aprobar las leyes que protejan los derechos del pueblo trabajador. La falta de pasión y de convencimiento en la viabilidad del objetivo teórico de la protesta era patente. Y no sólo en Moscú, sino también en otras partes del inmenso territorio bicontinental ruso donde las manifestaciones se dirigieron a veces hacia líderes locales. Fue el caso de Kursk, cuyo gobernador, Alexandr Rutskoi (vicepresidente con Yeltsin hasta que se rebeló contra él), tuvo que aguantar que los manifestantes pidieran su cabeza, antes incluso que la del líder del Kremlin. En Krasnoyarsk, capital de la región siberiana del mismo nombre, el generalretirado Alexander Lebed, elegido gobernador hace cinco meses, y que se proyecta desde ese puesto a la presidencia, se puso al frente de la protesta, y se dirigió a los manifestantes para decirles que sus exigencias son justas, que les han robado literalmente el dinero de sus bolsillos, pero que los culpables están en Moscú. Pero no faltó quien le reprochó que se pasa demasiado tiempo fuera de la región. Siberianos, decía una pancarta con una caricatura de Lebed, me necesitáis tanto en París como un indígena de Papúa necesita unos esquís. La pavorosa sombra que la crisis proyecta sobre Rusia, especialmente lejos de Moscú, facilitaba en teoría la canalización del descontento, pero la apatía y el escepticismo que salvan al país de una revuelta social dejó a muchas víctimas de la crisis en casa. Aunque el capitalismo corrupto esté en el origen del actual desastre, quienes quieren una vuelta al pasado son una clara minoría. Y el gobierno dirigido por Yevgueni Primakov, que busca su rumbo entre bandazos a derecha e izquierda, tampoco es ahora mismo un objetivo fácil de atacar. Primero hace falta saber hacia dónde se dirige.
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