principio y fin |
México, 1993
Dirección: Arturo Ripstein.
Guión: Paz Alicia Garciadiego, basado en la novela homónima de Naguib Mahfuz.
Fotografía: Lucía Alvarez.
Intérpretes: Ernesto La Guardia, Julieta Egurrola, Lucía Muñoz, Bruno Bichier, Alberto
Estrella, Blanca Guerra, Verónica Merchant.
Estreno de hoy en los cines Lorca y Savoy. |
Por Luciano Monteagudo
Si, como dice el propio
Arturo Ripstein, el melodrama es el destino manifiesto del cine mexicano, sus films asumen
esa fatalidad hasta sus últimas consecuencias, no dudan en hacer suya esa tradición
nacional, pero con un carácter eminentemente subversivo, sedicioso. Allí donde el
clásico melodrama mexicano exalta la familia, la patria, la religión, los valores
burgueses de hogar y propiedad, el cine de Ripstein, por el contrario, se dedica a
socavarlos, a corroerlos, a exponer brutalmente, si es necesario el lado
oscuro de ese denso tejido moral. Así lo hizo en La mujer del puerto (1991) y Profundo
carmesí (1996), sus dos films estrenados en Buenos Aires en el lapso del último año, y
así lo hace también en Principio y fin, una impiadosa, sistemática demolición de la
familia como núcleo social, un responso profano para una madre y sus hijos sumidos en la
desesperación y la miseria.
Ganadora del Festival de San Sebastián 1993, Principio y fin está basada en la novela
homónima del Premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz, en la que Ripstein y su guionista de
siempre, Paz Alicia Garciadiego, descubrieron un material que se adaptaba al imaginario
cultural mexicano mejor que muchos textos propios, una extrapolación que luego haría
también Jorge Fons en El callejón de los milagros (1995), otro realizador mexicano que
encontró un espejo deformante de su país en una novela de Mahfuz. La sórdida realidad
del mundo exterior, la familia como una agobiante sombra omnipresente y una madre que se
hace cargo con abnegación, casi con íntimo regocijo de su papel de viuda sufriente son
los elementos que aprovecha Principio y fin de la novela de Mahfuz para lanzarse de lleno
a la tragedia de sus personajes, en quienes no cuesta encontrar un cierto paralelo
cinematográfico con Rocco y sus hermanos, el clásico de Luchino Visconti, que también
estaba concebido a la manera de un réquiem para una familia en proceso de
desintegración.
Del film de Visconti, Ripstein pareciera haber tomado su largo aliento narrativo, su
respiración novelística (la duración se acerca a las tres horas), su estructura en
bloques o capítulos, pero el santo patrón del director sigue siendo, como desde sus
inicios, Luis Buñuel, que lo precedió en esa operación de insurrección del melodrama
mexicano. Como en Los olvidados de Buñuel, Ripstein afirma categóricamente que la
miseria no santifica sino que, por el contrario, envilece, corrompe, destruye. Ese es el
camino inexorable que sigue la familia Botero desde el comienzo mismo del film, cuando
muere el padre y queda en manos de la triste Ignacia, su viuda, llevar adelante, como sea,
las vidas de sus cuatro hijos, que apenas están saliendo a la vida adulta. Se diría que
todo el film es como una violenta ceremonia fúnebre, en la que Ripstein y Garciadiego van
enterrando las ilusiones de cada uno de los miembros de esa familia pequeño-burguesa
empobrecida como si fueran los restos de un cuerpo en descomposición.
El dinero es el signo que atraviesa toda esta tragedia, el motor del engranaje inapelable
de esta implosión familiar. La obsesión por el éxito, por escapar de la pobreza que
tiene Gabriel, el hijo en quien Ignacia confía ciegamente la salvación del grupo
familiar, arrastrará a todos sushermanos en la caída, empezando por Mireya, condenada
por su fealdad a ganarse la vida cosiendo velos de novia y entregándose a la
prostitución, en una síntesis santa-puta que parece anticipar a la protagonista de El
evangelio de las maravillas, el film más reciente de Ripstein, presentado en mayo pasado
en el Festival de Cannes. A su vez, Nico y Guanma, los otros dos hermanos varones,
representan, cada uno a su modo, el bien y el mal, un mal tan ingenuo Guanma se
convierte en un ratero borracho, de gustos prostibularios como la absurda, sumisa
pureza de Nico, incapaz de evitar los males del mundo, como le sucedía al Nazarín de
Buñuel.
Como es su costumbre, Ripstein construye toda la puesta en escena de Principio y fin a la
manera de un prolongado continuum, trabajando siempre a partir de la unidad del
plano-secuencia, con tomas de una enorme complejidad resueltas con una maestría evidente,
como el cierre del film, cuando la cámara persigue a Gabriel en su ascenso a los
infiernos, a su inmolación en las calderas de un baño público. Por su parte, los
diálogos de Paz Alicia Garciadiego son, al mismo tiempo, de una extraña belleza y de una
notable concisión narrativa, que contribuyen a redondear un film excepcional en el cine
latinoamericano. Es una pena que la copia bastante trajinada que llegó para
su estreno local no esté a su altura.
AL FILO DE LA MUERTE, DE DAVID
FINCHER
Un juego con demasiadas trampas
AL FILO DE LA MUERTE |
(The Game) Estados
Unidos, 1997.
Dirección: David Fincher.
Guión: John Brancatto y Michael Ferris.
Fotografía: Harris Savides.
Música: Howard Shore.
Montaje: James Haygood.
Intérpretes: Michael Douglas, Sean Penn, Deborah Kara Unger, James Rebhorn, Peter Donat,
Carroll Baker y Armin Mueller-Stahl.
Estreno de hoy en los cines Atlas Lavalle, América, Gaumont, Belgrano, General Paz, Patio
Bullrich y Paseo Alcorta. |
Por Horacio Bernades
Nicholas Van Orton
(Michael Douglas) es un recontramultimillonario, a cuya vida hipercontrolada
le está faltando un chorro de adrenalina. Para eso, nada mejor que El Juego.
¿Qué es El Juego? El Juego consiste en averiguar en qué consiste el
Juego, contesta -.casi como un maestro zen el maestro de ceremonias de CRS, la
firma que lo organiza. La cosa comienza como un inocente jueguito del gato y el ratón,
pero no pasará mucho tiempo antes de que la vida de Van Orton sea lo que está en juego.
El juego (The Game) es también el título original de la película que en Argentina se
estrena hoy como Al filo de la muerte, la tercera dirigida por David Fincher luego de
Alien 3 y Pecados capitales. Una dosis importante de sentido lúdico se requiere a lo
largo del metraje de Al filo de la muerte (dos horas largas), para aceptar que un tipo tan
autosuficiente y ultrapoderoso como Van Orton, cuyo monosílabo favorito es
no, le diga que sí, sin ninguna justificación, a un jueguito cuyas reglas
ignora por completo. Cuando, al comienzo, un conductor de televisión le habla
directamente a Van Orton, desde la pantalla, al espectador no le queda más remedio que
prestarse como el protagonista al juego, porque si apela a la lógica, pierde.
Como había evidenciado en sus films anteriores, Fincher sabe tejer una refinada tela de
recursos visuales, sensoriales y sonoros, construyendo, en los tramos iniciales, un clima
tan denso y ominoso como el de Pecados capitales.
Pero lo que empieza con un tono grave y un aire existencial (no faltan, como en Pecados
capitales, altas referencias culturales, en este caso citas de los Evangelios) comienza a
parecerse, cuando el juego avanza, a una simple y mecánica carrera de obstáculos, como
aquellas búsquedas del tesoro que se hacían décadas atrás para entretener
a matrimonios aburridos. Sólo es cuestión de encontrar -.como en algún programa de
entretenimientos la llavecita que abre el attaché trabado antes de cerrar una
negociación clave, o la que devuelve la corriente a un ascensor herméticamente cerrado.
Tal vez sea la presencia de Michael Douglas .acompañado otra vez por una rubia, en este
caso la susurrante Deborah Kara Unger lo que en más de un momento hace pensar en Al
filo de la muerte como una versión dark y chic de Tras la esmeralda perdida.
Pero los guionistas de The Game ponen cartas en todos los mazos a la vez, jugando también
a confundir los límites entre realidad y simulacro, coartada ideal para seducir
espectadores con más pretensiones intelectuales. Sobreviene entonces un extenuante juego
de cajas chinas y finales engañosos, en el que todo puede ser de una manera o de otra, y
en verdad no importa demasiado que sea de una manera o de otra. Cuando llega la hora del
final-final (que, claro, no debe revelarse), queda claro que detrás de esta seductora
muñeca rusa no había absolutamente nada, y que lo que parecía asunto muy serio era una
zoncera lisa y llana. En ese momento, es posible que el espectador comience a sospechar
que guionistas yrealizador jugaron con él, sin mucha piedad, durante más de dos horas.
En ese momento, tal vez se sienta como el pobre diablo de Nicholas Van Orton, traído de
aquí para allá, arrastrado, aterrado, magullado y ensangrentado. Y todo para nada.
CARRETERA PERDIDA, la ultima de
DAVID LYNCH
Dos films por el mismo precio
CARRETERA PERDIDA |
(Lost Highway),
Estados Unidos, 1996.
Dirección: David Lynch.
Guión: David Lynch y Barry Gifford.
Música original: Angelo Badalamenti.
Intérpretes: Bill Pullman, Patricia Arquette, Balthazar Getty, Robert Loggia, Robert
Blake.
Estreno de hoy en los cines Patio Bullrich, Paseo Alcorta, Gaumont, Atlas Belgrano, Rivera
Indarte, Cinemark Adrogué. |
Por Alan Pauls
Cuatro años después del
fracaso de Twin Peaks: fire walk with me, tal vez acuciado por el afán de recuperar el
tiempo y el prestigio perdidos, David Lynch filmó dos películas en una. Cerca de la
mitad de Carretera perdida, cuando el espectador ya ha sucumbido a la inconfundible
narcosis lynchiana, Fred Madison, el héroe del film (un saxofonista atormentado por los
celos), sufre una intempestiva cefalea en la celda donde lo han encerrado y
literalmente desaparece. En su lugar, gracias a un limpio ardid de montaje,
aparece un joven desconcertado y amnésico, Pete Dayton, que reparte sus días entre la
mecánica y la fornicación. El cambio no podría ser más radical: Lynch canjea no sólo
personajes sino actores (sale Bill Pullman, entra Balthazar Getty), y salta del magma
dark, del encierro, del espacio abstracto, del ambientalismo Badalamenti, a la luminosidad
neocostumbrista de un suburbio poblado de talleres mecánicos, autos de colección,
gangsters viciosos, rubias taimadas y temas musicales (Bowie, Marylin Manson, Lou Reed)
con aroma a merchandising.
El tour de force (cortar un relato en dos, instalar en la mitad la zozobra de un principio
inesperado) es audaz pero no es nuevo: Hitchcock lo practicó en Vértigo; Kubrick, más
cerca, en Nacido para matar. En Carretera perdida, como en esos dos antecedentes ilustres,
se trata de hacer que la ficción gire alrededor de un agujero negro, suerte de trauma (a
la vez dramático y estructural) que abre el relato a un horizonte casi onírico, sembrado
de déjà-vus ecos inquietantes y repeticiones. Haciendo nacer un film dentro de otro, la
apuesta de Lynch y su guionista, Barry Gifford, plantea dos desafíos. Uno es narrativo
(¿cómo seguir?; ¿cómo articular lo que vendrá con lo que ya pasó?): Lynch lo sortea
con su habitual donaire freudiano, multiplicando las condensaciones y los desplazamientos.
El otro es conceptual (¿por qué dos películas en vez de una?), y en Carretera perdida
tiene valor de síntoma.
Porque en rigor, los dos films que coexisten en Carretera perdida no son más que las dos
caras en las que el tiempo ha dividido el arte de David Lynch. Comprimidos en la primera
parte, todos sus hallazgos (el minimalismo dramático, la suspensividad, una concepción
pictórica de la luz, la creación de espacios que son a la vez mentales y orgánicos,
todo un arte del malestar atmosférico) remiten al imaginario siniestro, entre la autopsia
y la profanación, que Lynch inauguró con Eraserhead y que la década del 80 consagró en
Terciopelo azul, un film al que le bastaba detectar una oreja cortada (el punto dark) en
un jardincito de barrio residencial americano (el estereotipo pop) para inventar un mundo
dentro del mundo. La otra cara, que toma por asalto y se apodera del film, es la que
impuso Corazón salvaje: el juego con el género, la mitología del amour fou criminal, el
flirteo con los clisés bastardos de la cultura popular. La primera mitad de Carretera
perdida desconcierta, inquieta, hechiza hasta la asfixia; la segunda, como un antídoto
temeroso, disuelve todos los influjos de la primera en los pormenores de una tragicomedia
gangsteril, pródiga en incredulidades y en torpezas. Como si se releyera así mismo y se
arrepintiera, Lynch filma dos veces la misma historia: la primera vez como tragedia; la
segunda, como parodia. Esa repetición desviada, que desgarra al film sin remedio, marca
el melancólico camino que va de los 80 a este fin de milenio: del Lynch dark, que
husmeaba malformaciones en los tejidos sanos, a este Lynch kitsch, cuya jovial
displicencia cauteriza las heridas que su talento aún es capaz de abrir.
Ken Loach lucha contra la violencia
institucional
LADYBIRD, LADYBIRD |
Gran Bretaña, 1994.
Dirección: Ken Loach.
Guión: Rona Munro.
Fotografía: Barry Ackroyd.
Música: George Fenton.
Intérpretes: Crissy Rock, Vladimir Vega, Sandie Lavelle, Mauricio Venegas, Ray Winstone,
Clare Perkins.
Estreno de hoy en el cine Cosmos exclusivamente. |
Por L. M.
Estrenada en Buenos Aires
con cuatro años de demora, Ladybird, Ladybird pertenece al período más fecundo de la
obra de Ken Loach, cuando venía de filmar Riff-Raff y Caídos del cielo, con un programa
muy concreto: captar el otro rostro de la Inglaterra thacherista, la dura realidad de la
experiencia cotidiana de la gente, sin maquillajes. En sus propias palabras: Darles
voz a aquellos que parece que no le interesan a nadie. Y el director británico
siempre lo ha hecho con una verdad y una nobleza que le son muy propias, sin grandes
presupuestos, con un pequeño equipo técnico y con el auxilio de actores desconocidos e,
incluso, en muchos casos, no profesionales. Es el caso específico de Ladybird, Ladybird,
una película que toma su título de una vieja canción de cuna inglesa, en la que un
pájaro es llamado a volver inmediatamente a su nido porque éste se incendia y los
pichones se escapan. Así le sucede a Maggie, la protagonista del film, una madre soltera
a quien la llamada Asistencia Social británica despoja injustamente de sus cuatro hijos,
acusándola de negligencia por haber permitido el incendio de la cuna de uno de ellos.
Si no fuera porque bien al comienzo del film se aclara que Ladybird, Ladybird está basada
en una historia real, de la cual Loach y su guionista Rona Munro no se apartaron en nada,
parecería difícil creer en la infinita serie de infortunios que se abaten sobre esta
mujer, que desde su adolescencia fue víctima de la pobreza y la violencia familiar y que
de adulta se acostumbró a luchar como fuera por su subsistencia. Mi primera
dificultad para contar la historia consistía en decidir cuáles de los muchos abusos que
sufrió Maggie utilizaría en la película, confesó la libretista. Su decisión y
la de Loach fue finalmente denunciar la violencia institucional del servicio de seguridad
social británico, que se arroga el derecho de decidir qué mujer es buena madre y quién
no lo es y que, lejos de servirle de ayuda, condenó a Maggie a vivir separada de sus
hijos, como si fuera una criminal.
Hay en Ladybird, Ladybird una indignación moral, una furia a flor de piel, una iracundia
como nunca antes hubo en la obra de Loach ni tampoco habría después. Es verdad que
también hay en la película una sobria, emotiva historia de amor: la de Maggie con Jorge,
otro marginado de la sociedad inglesa, un refugiado latinoamericano que es el único que
se acerca a esa mujer descastada y se interesa por sus problemas, que la escucha y sabe
encontrar en ella virtudes que no aparecen en los fríos legajos judiciales. Pero en
esencia, el film de Loach es un grito de rabia e impotencia contra la insensibilidad de un
sistema perverso, donde la burocracia ejerce un poder salvaje sobre aquellos que no tienen
posibilidad de defensa, en connivencia con el poder judicial, que al tratar el caso de
Jorge demuestra no sólo su indiferencia sino también su xenofobia.
Más allá de las evidentes virtudes del cine de Loach, de su espíritu combativo, de su
compromiso con su material, que hacen de Ladybird,Ladybird un film firmemente anclado en
la realidad pero no por ello menos personal y subjetivo, la película no alcanzaría su
intensidad dramática si no fuera por el arrollador trabajo de la protagonista Crissy
Rock, que le valió el premio a la mejor actriz en el Festival de Berlín 1994. Su Maggie
tiene no solamente una notable autenticidad, sino también una fuerza vital que hace del
personaje uno de los más poderosos de todo el cine de Loach.
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