COMPLICES |
Argentina, 1998.
Dirección: Néstor Montalbano.
Guión: Gustavo Barrios.
Fotografía: Marcelo Iaccarino.
Música: Pedro Aznar.
Intérpretes: Oscar Martínez, Jorge Marrale, Leticia Brédice, José L. Alfonso, Dora
Baret y Jorge Rivera López.
Estreno de ayer en los cines Ocean, Santa Fe 1, Tita Merello, Multiplex Belgrano, General
Paz, Cinemark Puerto Madero, Cinemark Caballito y Coliseo de Flores. |
Por Horacio Bernades
Parecería que el cine
argentino anda con ganas de sacudirse un poco esos personajes tan bien pensantes, tan
libres de pecados, tan Tango feroz, tan Plaza de almas, que parecerían vivir en un
planeta cuyo único parecido con éste es pura coincidencia. Ni el Echenique de Martín
(Hache), ni la familia protagónica de Cenizas del paraíso, ni mucho menos el padre de
familia/asesino serial de Secretos compartidos aparecen precisamente como personajes
ejemplares. Cómplices, ópera prima del realizador Néstor Montalbano (37 años, recibido
en el CERC en 1990), se inscribe dentro de esta bienvenida tendencia.
Julio (Oscar Martínez) se fue del país luego de recibirse de contador, y ocupa un alto
cargo en una empresa estadounidense. Ahora vuelve a casa, llamado por su madre, Clara
(Dora Baret), y el siniestro tío Ernesto (Jorge Rivera López), para hacerse cargo de la
venta de una vieja y ruinosa finca familiar. Contra su voluntad, deberá viajar hasta el
pueblito de Olivares, postergando quizás indefinidamente el regreso a Boston, donde lo
esperan mujer e hija. Como indican las reglas del cine negro género que Cómplices
revisita sin subrayados, ese obligado regreso al pasado se presentará plagado de
tentaciones oscuras y memorias culpables. Detrás de la calma chicha de la prototípica
Olivares, se adivina , quizás como un microcosmos de una realidad mayor una
comunidad en estado de descomposición. Hay una joven prostituta, Vera (Leticia Bredice),
su violento macró, el Moro (José Luis Alfonso), un agente inmobiliario que facilita
casas vacías para encuentros prostibularios, señorones que se hacen castigar por
dominatrices enfundadas en cuero negro.
En el vértice de la descomposición, un pequeño mafioso, el Polaco (Jorge Marrale),
administra un night club desde el que controla el comercio de carne humana y de
mercaderías robadas, respaldado por un par de matones. Como en más de un film noir,
Julio y el Polaco fueron amigos de infancia, y esa infancia esconde secretos oscuros que
están esperando al recién llegado para darle caza. Casi sin darse cuenta, el exitoso
hombre de negocios se verá envuelto en una trama de violencia, de sexo y de sangre. Lo
último que se descompone, en este pequeño mundo en descomposición, es el rostro tan
compuesto de Julio, dejando aflorar toda esa locura, largamente reprimida, a la que el
Polaco lo arrastra.
Negrura total, sin salidas, que Montalbano cuenta en un medio tono apagado, sólo
interrumpido por alguna sanguinolencia algo fuera de registro. Ciertamente que Cómplices
no es una película del todo lograda: el tránsito de Julio hacia el estallido final se
demora demasiado, y al cabo resulta abrupto, mientras que la estructura del film descansa
en exceso en forzados flashbacks que sobreexplican las motivaciones del protagonista.
Esenciales en el género, los brotes de violencia lucen blandos y poco convincentes, y hay
cierta persecución automovilística que más bien parecería un chirle paseo dominguero.
Cuatro actuaciones sostienen el interés del film. Los niños que hacen de Julio y el
Polaco en la infancia, el adecuadamente impasible Oscar Martínez y, sobre todo, un Jorge
Marrale que a contrapierna de sus papeles habituales llena de matices entre
amenazantes y patéticos al demoníaco Polaco, hacen pensar que actuar mal o sobreactuar
no tienen por qué ser el destino obligado del actor argentino.
UNA PERSONAL OBRA DEL BRASILEÑO WALTER LIMA
JR.
El viento como protagonista
Lejos de sus comienzos en el
Cinema Novo, el director dibuja en La ostra y el viento una
fábula hecha de soledades e introspección, con una muchacha atrapada en una naturaleza
hostil.
Con este film, Walter Lima buscó
cerrar la trilogía iniciada con Inocencia y Ele, o boto.
Leandra Leal es una adolescente en una isla casi desierta, que termina adoptando
al viento como amante. |
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LA OSTRA Y EL VIENTO |
(A ostra e o vento)
Brasil, 1997.
Dirección: Walter Lima Jr.
Guión: Walter Lima Jr. y Flavio Tambellini, basado en la novela de Moacir C. Lopes.
Fotografía: Pedro Farkas.
Música: Wagner Tiso.
Intérpretes: Lima Duarte, Fernanda Torres, Leandra Leal, Floriano Peixoto, Débora Bloch.
Estreno de ayer en los cines Savoy, Cineplex, Metro, Lyon y otros. |
Por Luciano Monteagudo
Hay algo inquietante en
La ostra y el viento, un film que transcurre íntegramente en una pequeña isla dominada
por un faro. Y es que el film mismo parece una isla y un faro, una película de una
belleza extraña, solitaria, que ilumina un camino insólito para el cine brasileño,
generalmente tan bullicioso: el de la introspección y la vida interior de sus personajes.
El mérito es del director Walter Lima Jr. (Río de Janeiro, 1938), un crítico de cine
que se lanzó a la realización en los tiempos de Glauber Rocha y el Cinema Novo, pero que
no se quedó anclado en la estética de aquellos años de brasa. La prueba más rotunda es
esta La ostra y el viento, una película en muchos sentidos singular, que no pretende
halagar el gusto fácil del gran público, que no adhiere a ninguna receta en boga, pero
que tampoco guarda con aquel momento de gloria del cine brasileño ataduras ideológicas o
formales, como si la manera que tuviera el director de seguir siendo fiel a sus raíces
fuera continuar la búsqueda, aun a riesgo de hacerlo él solo, aislado del mundo, igual
que sus personajes.
El propio Walter Lima Jr. se ha planteado esta disyuntiva, en un texto con el que
acompaña el lanzamiento de La ostra y el viento. Allí se pregunta: ¿Por qué
hacer esta película justo aquí, en Brasil, país sumergido en tantas contradicciones
sociales, de cuyo cine se espera nada más que el compromiso de participación en el
proceso de transformación nacional?. Y el mismo se responde: Procuro una
nueva explicación, de carácter más ontológico: junto a mis películas Inocencia y Ele,
o boto, La ostra y el viento formaría una trilogía que proyecta el deseo humano como
parte de la naturaleza majestuosa e indiferente, como si el deseo expresase la inevitable
fuerza que nos identifica. Y es justamente allí que encuentro al ser humano, buscando
eternamente su liberación.
Aunque no está en edad de comprenderlo a conciencia, liberarse es precisamente lo que
busca Marcela (Leandra Leal), la adolescente que vive recluida en esa isla casi desierta,
si no fuera por la presencia severa de su padre, el guardafaro José (Lima Duarte), y el
viejo Daniel (Fernando Torres), un marino que alguna vez encalló en esas costas y ya no
está dispuesto a partir. Marcela tiene su primera menstruación, se da cuenta de que su
cuerpo está cambiando, que sus sentimientos se confunden, pero no tiene a nadie con quien
compartir esa experiencia, como no sea con el viento que bate poderosamente la isla. En
esa fuerza misteriosa de la naturaleza, en esa energía inasible que es el viento, Marcela
cree reconocer una presencia masculina, a la que decide convertir en su confidente primero
y en su amante después. Hasta le da un nombre... Saulo. Y ella lo llama y Saulo le
responde, embravecido o tierno, acariciando la piel de esa chica que sólo tiene para sí
su imaginación.
El trabajo de Walter Lima Jr. con el sonido es magnífico, haciendo progresivamente del
viento un personaje creciente, que llega a compartir el protagonismo del film con la
propia Marcela. Para el director, el tiempo, a su vez, es tan inapresable como el viento y
funde pasado y presente, haciendo de la vida en esa isla un universo en sí mismo, fuera
del calendario. El único momento en que La ostra y el viento pierde su poder hipnótico,
su carácter de fábula, es cuando la película decide explicar con un racconto el origen
del rencor del padre de la chica, cuando busca el motivo de su obstinada soledad. Allí se
quiebra el hechizo y el film parece vulgarizarse, olvidando que el misterio como
decía Borges siempre es más interesante que su solución. Aun así, siempre vienen
en auxilio de la película la valiosa fotografía de Pedro Farkas, por momentos cercana a
la del cine fantástico de los años 40, y la música de Wagner Tiso, coronada por una
canción que Chico Buarque compuso e interpretó especialmente para los títulos finales.
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