ARGENTINA, UN PAÍS SUMAMENTE GENEROSO
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Por Eduardo Fabregat En noviembre de 1992, la visita de Elton John a la Argentina puso en funcionamiento una nueva categoría de espectadores de música popular y rock: el público VIP. En esa oportunidad, frente al escenario montado en River se instaló un sector provisto de sillas. Cada asiento cotizaba 120 dólares, un precio por lo menos abultado para el bolsillo medio. Fuera por el target al que apunta el tecladista inglés o por una simple cuestión de fanatismo que lleva a desembolsar lo que no se tiene, ese sector estuvo repleto. A partir de entonces, el sector VIP se convirtió en una costumbre, la otra punta de la escala que arranca en la popular. Pero esa misma costumbre, y la comprobación de que existe un público dispuesto a pagar precios exorbitantes, llevó a una deformación que convierte a Buenos Aires en la plaza más cara en lo que hace a espectáculos musicales. La próxima visita del trío australiano Bee Gees marca un nuevo record, una especie de acabóse de la inflación: situarse cerca del escenario de Boca cuesta nada menos que 300 dólares. Un precio que, aunque corresponda al único show que el trío dará en Latinoamérica, aunque incluya un CD de regalo, estacionamiento y "drinks de cortesía", parece demasiado. Basta echar un vistazo al recuadro aquí incluido para percatarse de que algo extraño sucede en esta ciudad. En años lejanos, que un show de primera línea cotizara a un precio casi prohibitivo podía explicarse a partir de lo lejos que quedaba todo, de lo excepcional de la ocasión y de los costos a afrontar para hacer venir al artista. Sin embargo, desde la primavera de shows de los 90, desde el advenimiento del menemismo y su vidriera de nuevos ricos (Sí, fui a ver a Phil Collins, me salió 200 dólares pero estuvo fantástico, ¿viste?), los tantos se han deformado, y hoy aquí se pagan valores que erizarían los pelos de cualquier promotor del Primer Mundo. Y que espantarían a cualquier público. Cuestión de economía pero también social, el irracional costo de algunos tickets es algo que ni siquiera puede achacarse a los productores locales: esos precios existen porque hay quien los paga, y mientras esas entradas vuelen entre las capas de mejor poder adquisitivo no habrá mayores razones para suspender la práctica. No siempre es posible acceder a la opinión de los músicos, aunque en alguna oportunidad se produce un cortocircuito. Tal fue el caso de Keith Jarrett, quien en las entrevistas telefónicas previas a su visita de agosto de 1994 fue advertido por un cronista de Página/12 de que las primeras filas del teatro Opera cotizaban a 150 dólares. Indignado, el músico --que toca en Estados Unidos para una platea de 40 dólares-- se puso en contacto con el promotor, indicándole en principio que si no bajaba los precios suspendería el viaje. La resolución interna del conflicto no llegó al conocimiento del público, pero el empresario resolvió también al modo menemista: echándole la culpa a la prensa.
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