Aborto y derechos humanos
Por León Ferrari |
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Algunos derechos humanos se enumeran en la Declaración cuyo cincuentenario se celebrará en diciembre, pero otros o están allí ausentes o son cuestionados, y hasta penados en su ejercicio, por presiones religiosas: el derecho al divorcio, al sexo libre, al uso de preservativos, a los anticonceptivos, al aborto, a la homosexualidad, al erotismo sin censura, etc. Derechos todos vinculados al sexo, negados por no entrar en la singular ética inventada por Occidente para justificar la hostilidad que esa cultura siente ante la más antigua compartida y practicada pasión humana: la cópula y el mundo de la sensualidad. Entre esos derechos se cuenta el del uso de preservativos que la Iglesia ataca (Santo Tomás de Aquino advertía que derramar semen sin propósitos fecundantes era casi un homicidio) y que la hace responsable de innumerables casos contaminados por el sida, algunos porque la prédica antiprofiláctica los privó de los medios de prevención, o de información sobre ellos, o porque les suministró información falsa (se llegó a sostener y publicar que el virus atravesaba el látex) y otros contagiados por ser feligreses catequizados con la idea de que su Creador les prohíbe utilizar para gozar el sexo que les dio para reproducirse. El sexo sería entonces como una trampa para cazar pecadores, desparramado sobre el cuerpo de tentadoras formas, pieles, montes y valles y en una compleja red de nervios y jugos, que permite descubrir innumerables formas de placer y que parece ser el maravilloso regalo que nos hace una mente privilegiada y bondadosa, pero que en realidad ejerce la función que cumple el queso cazando ratones. Pese a que la mayoría de los que nacen viven padeciendo hambre y crueldad, y que, de ser cierto que "son pocos los que se salvan" como asegura el Evangelio, a millones les espera lo que Juan Pablo II califica de "condenación eterna" y que Jesús describe como "fuego que nunca se apaga", el Vaticano continúa predicando contra el derecho a usar anticonceptivos. De esta prédica resulta un incremento en la suma de dolores y hambres que sufre la humanidad, y agrega además, según creen los creyentes, multitudes al reino de Satanás. No parece ser una muestra del amor al prójimo reclamado por Jesús, alentar el nacimiento de tantos seres que, en lugar de terminar en el cielo contemplando al Padre creador del sexo, corren el riesgo de acabar con el diablo en el gehenna para recibir, quizá por culpa del sexo, el "tormento eterno" anunciado por su Hijo. El aborto, derecho combatido por éticas nacidas en libros que originaron las usadas para quemar brujas por copular con el diablo, es parte de la represión que la sociedad ejerce sobre los desprotegidos: las muchachas que mueren en abortos clandestinos no son las que pueden pagar asepsias, anestesias y médicos que protejan sus vidas sin recurrir a hospitales ni a leyes que las amparen; las víctimas son las que usan instrumentos y recetas que las ponen en peligro porque se les niega la atención que aquellas reciben. El aborto es uno de los ejemplos más claros y fácilmente evitables de la discriminación que ejerce el poder y el dinero: sólo basta una legislación que equipare la atención médica de las que tienen con las que no tienen medios para pagarla, y que evite que gente como la doctora Cortez las denuncie violando éticas profesionales para imponer éticas religiosas. No es la vida lo que De la Rúa defiende desde la concepción, como le aseguró al Papa en su reciente visita coincidiendo con Menem y Videla que lo precedieron en apoyar la obsesión sexual vaticana, lo que ellos defienden y que nace en la concepción, es la muerte de millares de mujeres que pierden su vida porque esta sociedad en lugar de hospitales les promete cárcel a ellas y a quien las ayude. Nuestra cultura tiene en las páginas que la originan frecuentes antecedentes de óvulos destruidos, frutos tempranos de lo que el Papa llama "cultura de la muerte", pero a diferencia de los abortos que hoy se quieren castigar, en los exterminios de ayer, diluvio Sodoma-Jericó, y en el Apocalipsis de mañana (relatados en los misales del Papa, De la Rúa, Massera y Menem), se destruyen junto a los óvulos fecundados los vientres que los albergan. Juan Pablo II califica al aborto junto al infanticidio como "crímenes nefandos" y dice que forman parte de una "conjura contra la vida". Desconcierta la indiferencia de opiniones sobre la vida, la muerte y la niñez que sostiene hoy el Papa, de las que expresaron siglos atrás las divinidades que él dice representar en la Tierra. En ambos testamentos hay pasajes de cariño a la niñez que no compensan la animosidad que revelan otros. Repitiendo ideas de Jehová (acompañado según San Juan por su Hijo desde el Génesis) Isaías dice: "Aparejad sus hijos para el matadero", y "no habrá misericordia para el fruto del vientre"; el Levítico advierte: "Comeréis la carne de vuestros hijos y comeréis la carne de vuestras hijas"; Ezequiel repite: "Matad viejos, mozos y vírgenes, niños y mujeres hasta que no quede ninguno"; y David: "Bienaventurado el que tomará y estrellará tus niños contra las piedras". Quien más se acerca a la "cultura de la muerte", condenada por Juan Pablo II, es Oseas en esta maldición de Dios contra Samaria: "Sus niños serán estrellados y sus preñadas abiertas". En el Nuevo Testamento la situación empeora pues Jesús, además de prometernos las guadañas del Apocalipsis, al resucitar la inmortalidad que su Padre nos quitó, multiplica infinitamente en el infierno los castigos que aquél dispuso sufriéramos en la Tierra.
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