EN EL OJO DE LA BIENAL
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Por Valeria González*, desde San Pablo El sábado 3 de octubre abrió sus puertas al público la Bienal de San Pablo. La falta de señalización en una parte del Núcleo Histórico constituía el único retraso visible del montaje; por lo demás, todo parecía estar en perfecto orden. Nadie podía imaginar que, hacia el final del día, una pesadilla quedaría inscripta en los anales de uno de los eventos más importantes de arte contemporáneo internacional. Faltaba menos de una hora para el cierre y poca gente circulaba aún por los pabellones, cuando, repentinamente, se desató una tormenta de granizo de furia inusual. Caían piedras y los paneles del muro de vidrio comenzaban a agitarse con estruendo por los efectos del viento. En el último piso, donde la sección del Núcleo Histórico aloja las piezas más valiosas, el techo del pabellón sufrió fisuras y gruesas goteras pusieron en serio peligro varias de las obras. Las consecuencias hubieran sido fatales de no ser por la inmediata reacción de los presentes y la improvisada pero eficaz tarea de salvataje. Al día siguiente, las puertas de la exposición se cerraron por cinco días. Una atmósfera enrarecida, cargada de desazón, sobrevolaba el predio del Parque Ibirapuera, mientras el resto de la cuidad se hallaba atento a los vaivenes de las elecciones presidenciales. La calamidad obligó a cambiar de tema. Ya nadie hablaba de los aciertos o fallas del proyecto curatorial. En tonos que variaban desde el fatalismo a la comicidad nerviosa, las discusiones se centraban en el incierto destino de las obras amenazadas y en las posibles consecuencias negativas de este accidente para la credibilidad de futuros proyectos culturales en Brasil y en toda América latina. La realidad que mostraron los diarios locales fue un tributo a la prudencia: tanto en los resultados de las urnas, como en los relatos del cierre de la bienal, que no se apartaron de la letra oficial. Debido a una estructura edilicia que se demostró insuficiente, el accidente dejó en evidencia un severo problema. Pudo sentirse la tensión sufrida por el equipo organizador (especialmente por el curador general, Paulo Herkenhoff), que había conseguido para la muestra préstamos inéditos de museos e instituciones de primer nivel. Todos sintieron la zozobra de asistir a tanto esfuerzo embestido por un temporal. El suceso fue también revelador de algo más profundo y general, de la situación estructural de desamparo que supone toda gran empresa en el marco crítico que se extiende por fuera del llamado primer mundo. Por accidente, esta vez la buena disposición y el profesionalismo del curador y su grupo dejaron al descubierto el voluntarismo que está en la base de todo proyecto de este tipo. Varios son los aciertos de la propuesta ideada por Herkenhoff, y llevada a cabo con la colaboración de curadores de diferentes nacionalidades. En primer lugar, la revalidación de la herencia moderna y la defensa de un enfoque del arte contextual y multidisciplinario. Se perciben claros ecos de la última Documenta. Igual de saludable resulta el rescate de la perspectiva histórica como antídoto contra las autolegitimaciones del mercado del arte. Menos eficaz resultó la táctica, en este ámbito, como criterio selectivo frente a la proliferación de pastiches y gestos superficiales de sabor posmoderno. La Bienal exhibe otro gesto sistemático: la voluntad de explicar cada metro cuadrado del montaje, la naturaleza lineal del catálogo y el enfoque nacionalista. Aquí se reconstruye la historia del arte moderno en clave brasileña, con el modelo de la antropofagia cultural, pero no sólo cultural. La modernidad europea fue el escenario propicio para huidas y búsquedas "no eurocéntricas" como las de (Marco Polo) Van Gogh, Gaugin y Picasso (una ausencia notoria), así como la reivindicación del folklore afrolusitano de Tarsila do Amaral y Oswald de Andrade. En la era de la globalización esas tensiones culturales se disuelven. Es el momento en que la antropofagia se hace sinónimo de la apropiación y la cita, para dar cabida a la mayoría de las obras que integran la exposición: géneros híbridos, contaminaciones iconográficas y nomadismo de estilos. Frente a tanta diversidad, el discurso integrista (antropófago) del curador acaba fagocitando obras de calidad dispar y esfumando posibles diagnósticos, como el debilitamiento del arte en la cultura del divertimento (Bélgica, Dinamarca, Noruega, Puerto Rico, Pakistán, etc.) o la autocomplacencia de tanto arte pseudo-popular a través de collages-instalaciones y fotografías de imagen caótica que mezclan todo y se contentan con el regionalismo iconográfico. En el panorama desparejo de las Representaciones Nacionales --que Brasil no integra-- la instalación de la argentina Nicola Constantino --curada por Ed Shaw-- sorprende por su claridad conceptual y su convincente resolución formal. También se destacan Zvi Goldstein (Israel) y Toshihiro Kuno (Japón), junto con las contribuciones de Cuba, Francia, Gran Bretaña, Suecia, Sudáfrica y Guatemala (Carlos Garaicoa, Pierrick Sorin, Michael Craig-Martin, Ann-Sofi Sidén, William Kentridge y Moisés Barrios). * Docente de la cátedra de Arte Internacional Contemporáneo de la Carrera de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
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