Porque vive mal, o porque
ha llegado a la conclusión de que el esfuerzo hecho durante años no da frutos, o porque
entró en el oscuro embudo de la trampa (más bien de la autotrampa, hay que reconocer
culpas, no todas son de la vida), o porque las desilusiones abruman de golpe, o porque ha
tomado conciencia de que ya le es imposible progresar un milímetro, o porque el camino se
ha acortado más de lo imaginado, o porque cada vez se siente más solo, en un país de
solos, o porque se agobia con fanatismo al palpar garrafales errores en su vida, o porque
se reconoce un fracasado al mango al no encontrarle la vuelta al infierno que sin piedad
le aprieta el cuello, o porque su equipo de fútbol lo ha abandonado y ya no le da esas
paupérrimas alegrías que lo engañaban a sabiendas (pero igual la mentira servía,
ayudaba a que en el ordinario desayuno se creyera con fuerzas y saliera a la calle a
luchar, hasta que reconoció que ese afán fue una débil ilusión cuando confrontó
verdades en su derredor y en la crónica de su existencia), o porque simplemente el
espléndido sol en esta espléndida esquina con esta espléndida mesa libre en la vereda,
se le presentan justamente en este espléndido segundo de egoísmo, no se le ocurre idea
mejor que tomarse un cortadito.
Se sienta. Y con felicidad. Porque se le adelantó a una parejita que maquinaba la misma
idea, pero ya no hay más mesas. Por lo tanto siente que algo ha ganado. Sentado entre
plantas alegres y gente optimista la autoestima de este hombre se ensancha y cuando el
mozo le pregunta qué va a tomar, se piensa poco menos que un potentado al responder con
una displicencia que ni él mismo puede creer:
...Un cafecito...
Y nota que la voz le sale espléndida, arrastra la palabra, le da un tonito altanero pero
no tanto, deja que cafecito se sostenga vibrando en el aire, que levite como
el Cristo de Dalí para que el mozo crea que detrás del miserable cafecito el tipo
avanzará algo más, una miserable medialuna al menos, un tostadito. Y el tipo se ve
acorralado y debe redondear y antes que el Cristo de Dalí se le desplome, se arriesga:
No, mejor un cortado.
Sin puntos suspensivos, punto y aparte rotundo. El mozo se va y el tipo levanta el rostro
para que el sol lo acaricie ya que su mujer hace mucho que no lo hace. El también tiene
falta en la negligencia pero no viene a cuento, porque el sol acaricia fuerte y le da en
los ojos y lo encandila y él dobla la cabeza esperando que la visión se le normalice.
Cierra los ojos y oye al mozo depositándole el pocillo en la mesa.
El calorcito del sol le captura el cuerpo. Hizo bien en tomarse este recreo, lo precisaba.
El encandilamiento se diluye y se abocetan muy débiles, en grises y blancos, los balcones
del edificio de enfrente. Lindo edificio. El tipo cuenta los balcones de abajo arriba
porque el cortadito puede esperar. En el anteúltimo balcón algo se mueve. Aprieta los
ojos para abrirlos con el diafragma correcto pero el llamativo movimiento aún no se
define. ¿Una escoba, escobillón? ¿Lanudo perro? No. ¿Una mujer peinándose?... ¿eso
es, o acaso la carencia lo agobia y él busca consuelo? Seguramente las dos cosas. Así
es. La mujer tiene la cintura apoyada en la baranda del balcón y deja que su cabeza
cuelgue como un asteroide multillameante. Se está peinando, cepillando en realidad.
Agudiza la vista el hombre y ahora hasta puede percibir los movimientos muy suaves, breves
y rebotados que el cepillo produce bajo el dominio de la mano desnuda. Desde la nuca, el
cepillo hace su obra, fortalece y conmueve a la mujer de cabellos muy largos que tiene un
cielo muy azul de fondo y el brillo del sol, sol que el hombre comparte y ayuda a
integrarlo a la mujer, que le da un descanso al cepillo, se endereza y deja que el pelo se
deslice a los lados descubriendo su cuerpo. Desnudo. El tipo no lopuede creer. El pelo
termina de acomodarse, la mujer se despeja el rostro (alguna hebra perdida), y también el
cabello, hacia atrás. Los pechos están libres, expuestos al sol y al tipo, único ser
viviente de esta ciudad que repara en este hecho deslumbrante. Deja de mirarla para
observar disimuladamente si alguien más ha detectado el suceso. Nadie. Es un
privilegiado. Dios infinito y bondadoso se ha apiadado de él.
Ella acomete la última cepillada. El hombre se da cuenta de que es la última porque el
movimiento del brazo es salvaje, resuelto, final y agradecido. Ella se yergue ante el sol,
se despeja el rostro y se eclipsa. El debería aplaudir, mostrar su gratitud. Sólo aspira
muy profundamente. El pocillito lleno ve que el hombre deja el dinero, ve que en el rostro
refleja su alborozo, y lo ve irse, con el cuerpo estimulado, alegre.
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