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Por Fernando DAddario La furia de los Van Van arrasa los estereotipos más arraigados en el imaginario popular. San Telmo no luce, a simple vista, como un barrio asimilable a la idiosincrasia de la salsa. De todos modos, aunque en La Trastienda no crezcan palmeras y no haya vestigios de arenas blancas en las centenarias veredas de la calle Balcarce, Buenos Aires se entrega a la pasión de la timba cubana como quien se descubre preso de un fenómeno ajeno, pero igualmente seductor. En su segunda visita a la Argentina, los Van Van llenaron cuatro veces La Trastienda el fin de semana pasado y volverán a hacerlo este fin de semana y el próximo (anoche tocaron en Rosario), situación que corresponde contextualizar en el marco de dos variables: el aplastante arsenal musical y escénico del más tradicional de los conjuntos cubanos, y cierto snobismo porteño, que cada tanto desdeña ese espejo borroso de cultura europea que le vendieron, para jugar a la sabrosura con saco, corbata y un atento teléfono celular. Las dos variables se confabulan para generar un clima similar al que se vive en los lujosos hoteles de La Habana cada vez que tocan los Van Van, o El Médico de la Salsa o NG La Banda, por citar otras dos agrupaciones populares. Los músicos arengan a los turistas europeos (en este caso, latinoamericanos porteños de clase media alta, es decir, algo parecido), que de a poco van mimetizándose con la calentura del ritmo hasta desabrocharse definitivamente la corbata y entregarse por fin a un aquelarre en el que todo vale: el ron de buena calidad mezclado con una minoría de mulatas auténticas, una mayoría de rubias devenidas en súbitas reinas del ritmo, el meneo lascivo que adoptan los más audaces (o los más permeables a los efectos de los daikiris y los mojitos) y un espíritu de descontrol que viene bárbaro, pero sólo un par de veces al año. Y los Van Van tienen con qué arengar. Son quince músicos en escena. Un director musical y contrabajista, Juan Formell, que luce atildado y ajeno a la estética del trópico, pero que conoce mejor que nadie sus intrincados vericuetos musicales. Un pianista con reminiscencias jazzeras, otros dos teclados, tres trombones, una flauta, dos violines eléctricos y tres cantantes con aspecto de conquistadores de los barrios bajos de Nueva York. Los argumentos musicales son tan contudentes como la imagen de la banda. La timba, el ritmo que patentaron, surge como una versión agresiva y moderna del son tradicional y, también, como una respuesta callejera y endurecida de la salsa spanglish que el sello Fania impuso en Nueva York. Bajo una célula rítmica que se mantiene inalterable durante dos horas, se esconden distintas coloraturas, arreglos jazzeros y funkies, improvisaciones rappeadas y un crescendo musical que se prolonga hasta límites increíbles. No obstante, toda la parafernalia técnica está supeditada a un principio que es vital en los Van Van: nada sirve si no provoca baile espontáneo y generalizado. Durante los primeros temas, con la mayoría de la gente ubicada en las mesas que provee La Trastienda, se veía a los músicos impacientes, como si no entendieran que el público se mostrara tan cauteloso ante una música tan movilizadora. Fueron llegando los hits (Te pone la cabeza mala, Voy a publicar tu foto, entre otros) y los salseros porteños paulatinamente fueron perdiendo la timidez, hasta que las sillas se convirtieron en objetos molestos y las mesas pasaron a ser meros depósitos de vasos vacíos. Recién entonces, los músicos de Van Van respiraron aliviados. Lo que veían abajo del escenario no sería la tradicional algarabía cubana pero, por tratarse de porteños, el ambienteestaba suficientemente calentico.
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