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UNA CIUDAD ALARMANTE
Por José Pablo Feinmann


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t.gif (862 bytes) El capitalismo es un sistema de objetos y sujetos. Los sujetos se apropian de los objetos, a los que llaman mercancías y encuentran en esa apropiación la expresión concreta de su libertad. Hegel decía que las desigualdades sociales provenían del concepto de posesión, pero consideraba inevitable que el sujeto capitalista tuviera una relación posesiva con los objetos. En suma, que se los apropiara.

La ciudad de Buenos Aires se encuentra estragada por objetos que son la posesión de sujetos que encuentran en ellos demasiadas cosas: poder, simbolismo fálico, vértigo, ostentación, status, etc. Esos objetos son los automóviles. Durante los últimos años --por medio del sistema de cuotas que posibilitó la convertibilidad menemista-- no hubo porteño que no se comprara un coche. O, al menos, muchos, muchísimos lo hicieron. Alguna vez escribí: "Durante los últimos años no hubo otario que no se comprara un coche". Alguien me recriminó esa frase: "Yo me compré un auto, dijo, y no soy un otario". Entonces aclaré: "No dije que todos los que se compraron autos son otarios, sino que todos los otarios se compraron un auto". No hay más que ver y padecer el tránsito en la ciudad de Buenos Aires para comprobar la veracidad de este juicio.

No soy enemigo de los automóviles. Tuve auto desde 1971 hasta 1992. Aquí, cuando llegué a certera conclusión de que manejar en la ciudad era un suplicio intolerable, vendí mi auto y a otra cosa. Pocos hicieron lo mismo. Desde 1992 a la fecha la cantidad de automóviles no ha dejado de crecer. Crecieron, también, la impericia en el manejo, la irritabilidad, la violencia, los insultos y el desdén por el peatón, visualizado como el otro. Buenos Aires es la única ciudad que conozco en la que un conductor que dobla a la derecha cree tener prioridad sobre el peatón y le toca la bocina para urgirlo, urgido él, desde luego, por el neurótico impaciente de turno que tiene detrás. Así, los peatones nunca pueden cruzar las calles. 1. Porque cuando no les corresponde, no les corresponde y pobrecitos si se les ocurre cruzar en rojo. Recibirán el castigo justiciero de algún iracundo que les arrojará el auto encima. 2. Porque cuando sí les corresponde... se vienen encima los que doblan. Así están las cosas.

Sobre este panorama lamentable se erige como poderoso símbolo de la primacía de los objetos sobre los sujetos el tema de las alarmas. Cada ciudadano que se compra un auto le pone una alarma; porque, claro, cada ciudadano que se compra un auto tiene un supremo temor: perderlo, que se lo roben. Entonces le pone una alarma. Más aún: le pone una alarma sensible. Siempre creí --uno es así: un patético tarado que nunca se pone al día-- que las sensibles eran las personas. Parece que no. Son las alarmas.

¿En qué radica la sensibilidad de las alarmas? Muy simple: si un auto está estacionado y un gatito lo roza por esas cosas de los gatitos que son tan libres y tan curiosos... la alarma, de sensible que es, empieza a sonar. Las alarmas sensibles suenan durante cuatro minutos. Luego se detienen durante dos. Y luego vuelven a sonar. O sea: si uno está en su casa durmiendo, leyendo, escuchando música, haciendo el amor, escribiendo o charlando con algún amigo, se pudrió todo. Para peor, el intervalo de dos minutos estimula la esperanza en el desdichado oyente de la alarma sensible: cree que la cosa terminó. Error: sólo era un respiro, un cruel respiro, la alarma volverá a sonar.

Vivo en la zona del Clínicas. También están el Sanatorio Otamendi y Medicus. Hay gente internada en estos lugares, enfermos que padecen dolores, incertidumbres, soledades, desesperanzas, todas esas cosas que padecen los enfermos. No hay piedad para ellos. Para peor, hay una enorme playa de estacionamiento que, desde luego, desborda de autos. Basta con que alguien pase cerca de alguno de esos bellos objetos y, pongamos, estornude, para que el fatídico instrumento de tortura --la alarma sensible-- se active. Y si uno --que por el momento está sano, que aún no ha enloquecido-- siente que le perforan la cabeza a martillazos sonoros, ¿qué sentirá el pobre tipo que se está recuperando de una operación en el cuarto piso del Otamendi? Pero, ¿qué importa ese sujeto al lado del objeto-automóvil, que es a quien verdaderamente hay que proteger?

Uno podría desarrollar hasta el vértigo esta temática: primacía de los objetos sobre los sujetos, deshumanización, exaltación estridente del automóvil como propiedad privada, desprecio absoluto por el espacio auditivo de los otros, insensibilidad social, etc. Baste, por el momento, plantear una insoslayable obligación de los gobernantes de la ciudad de Buenos Aires: proteger el espacio auditivo de los ciudadanos, entender que una persona vale más que un auto, que la defensa de la propiedad de algunos no puede agredir la vida y la salud de los otros, reglamentar el uso de las alarmas, verificar y --también-- reglamentar su fabricación. Decidir y legislar --de modo inmediato, perentorio-- que la sensibilidad de las personas es más importante que la sensibilidad de las alarmas. O para decirlo más claramente: que los seres humanos son más importantes que los automóviles.

 

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