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Por Alejandra Dandan Brocha en mano, el hombre intenta liquidar su barba frente al espejo del patio. "Buen día", saluda al paso un parroquiano. "Buenas", responde mientras persiste en su objetivo. Parece dispuesto a no saludar al próximo. No lo necesita: pasan dos chicas pero ni siquiera lo miran. Norberto está metido en su propia casa. La gente pasa por su patio trasformado en calle por decisión de la familia. Es el patio de los Cajiao y está en Avellaneda. Como un largo pasillo, atraviesa una cuadra de lado a lado. Cruzarlo, les ahorra a los vecinos una vuelta de unas diez cuadras. Por día transitan hasta cien personas. En el barrio Piñeiro lo conocen como el "pasaje". Muchos no saben que es una casa privada. Aunque el dueño rezongue porque "si quiero bañarme y andar en calzones no puedo, siempre hay gente". "Yo no nací en una casa, nací en la calle." Norberto tiene pinta de bohemio. Está por cumplir los 50. Se mantiene en pie apoyando una pierna contra la pared. La otra cae justo en un baldosón convertido, alguna vez, en tablero de damas. "Mi tío mandó hacer así el piso porque acá había gente toda la noche y esto se transformaba en lugar de reunión." Ese era su lugar de chico. Mientras los grandes disputaban algún partido de cartas, Norberto esperaba el paso del primer vecino para empezar a correr fichas sobre el tablero. Hay una sola silla en el patio, las otras dos las robaron. "Es así, me acostumbré a no tener sillas", farfulla. No hace mucho los Cajiao decidieron invertir unos pesos en asientos plásticos. "Alguno pasó y se lo llevó puesto... Y qué se le va a hacer... Tá bien." La resignación del hombre no es absoluta. Norberto también un día tuvo su bicicleta: "Hará unos meses, me la sacaron. ¿Te parece? De mi propia casa". El hombre está algo turbado. Pide permiso y desaparece por uno de los tres cuartos que dan al patio. En unos minutos regresa. En el cuarto está su madre que tiene 80 años y está enferma. Para doña María y para él mismo, es normal que la casa esté abierta al público. Esto es así desde hace 90 años. Fueron los padres de doña María quienes abrieron las puertas un día de 1918 (ver recuadro). --Disculpe, ¿éste es el pasaje? San Marino 118. Norberto está en la puerta de casa. Confirma la presunción de quien pregunta. El visitante pasa, atraviesa el patio, llega a Perú y vuelve. "Perdón --insiste el recién llegado--, usted es el dueño de casa." Extrañado, Norberto asiente. "Se lo digo porque soy uruguayo, hace tiempo supe que existía esto y me dije que sería una de las primeras cosas que vería en Buenos Aires." Norberto se engolosina. La familia nunca pensó en publicitar el pasaje, pero el popular boca a boca se encargó de hacerlo. El que cruza ahora el patio es un hombre de mameluco. No hace más que levantar la vista para cumplir el saludo. Desde hace cuatro años pasa dos veces por día. Baja del 178 en Pavón, enfila por Garibaldi hasta San Marino y cruza el patio. Ya sobre Perú, sólo le quedan dos cuadras hasta meterse en la fábrica. Es pintor en Gainor. "Me avivó el portero, yo antes me daba toda la vuelta por Galicia." Son cuatro cuadras contra trece. A su lado, Jaquelín está de guardapolvo. "¿Qué, acá vive una familia?", repregunta incrédula. Repite el camino todos los días para ir al colegio pero nunca nadie le avisó que pisaba propiedad privada. "Pero claro que vive gente --se mete un gordito también de overol-- y son buenísimos." En la casa, Norberto no deja de dar vueltas. La cocina es el cuarto ambiente que da al patio y el único que permanece abierto siempre, aunque en los 90 años sólo faltaron dos pavas. Hay una mujer adentro. "Ahora que la vieja se enfermó --dice Norberto--, ella me ayuda con la casa." Mientras revisa el almuerzo, el sodero lo llama desde el patio. Murmuran un momento y el hombre pasa al baño. Más tarde, Norberto rendirá cuentas de esa charla: "En qué lugar un sodero pasa al baño como si estuviera en su casa". Pero en el patio de los Cajiao siempre hubo terceros: los viejos almuerzos de domingo en el patio, las Navidades e incluso, también gente en el baño. "En la época en que el gas llegaba hasta San Marino, a la casa venía a ducharse todo el que lo pedía." "Prohibido pasar corriendo, gritando, con bicicleta y o motos", avisan dos carteles, ubicados uno en cada frente. La información de la fachada no termina allí: "Atención... Cerramos 21 hrs". Hace cuatro años, los Cajiao decidieron cerrar de noche. "Los tiempos cambiaron", se queja de la época. "De noche, los taxistas golpeaban las puertas de las habitaciones, porque los pibes les hacían el cuento del tío", dice Norberto y explica una de las trampas fabricadas por el piberío del barrio: hacían frenar a los taxis en la puerta de la casa, les decían "un momentito voy a buscar plata, pero disparaban por el otro lado". Esa fue una de las causas del cierre nocturno. Para lograrlo, Norberto tuvo que cambiar las cerraduras, porque --inhabilitadas durante 86 años-- estaban inservibles. La noche anterior al cierre hubo un detonante. Su cuarto está arriba. "De repente entró un tipo a mi pieza porque cuando estoy yo queda abierta y gritó: Gustavo, ey, Gustavo. Era otro tachero. Quería que le pagara." Ahora, quien pide permiso es un ciruja: --Buenas pibe... Me puedo hacer un cafffecii.. --... --Entonces, traigo las cosas, ¿sí? "Estuvo en el Borda hasta hace un tiempo --retrata Norberto--, vive en una casucha y no tiene ni gas." El linyera vuelve cargando una bolsa de mandados. "Café y yerba para la vieja", avisa. Entra en la cocina. Atrás, lo sigue Norberto.
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