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Destrucciones
Por Juan Gelman


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t.gif (862 bytes) El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf se suicidó arrojándose a las aguas del río Ouse, cercano a su mansión de Sussex. Tenía 59 años y era presa de un enésimo soplo de insania. En su novela Las olas había imaginado ese momento: “Innumerables y pequeñas olas grises se extienden delante de nosotros. Ya no toco nada, no veo nada. Podríamos caer y reposar sobre las olas (...). Seré arrollada por una ola. Otra me llevará en sus hombros. Todo se derrumba en una catarata gigantesca en la que me siento disolver”. Pero sería un error suponer que la capacidad innovadora de esa gran novelista era producto de los períodos de oscuridad, violencia y aullidos incoherentes que cada tanto padecía. Hay secretas relaciones entre locura y escritura: la primera suele terminar con la última, pero nunca al revés. Ambas avanzan por territorios colindantes y poco puede hacer la palabra, oral o escrita, ante la demencia empeñada en destruirla. Tal vez eso sea la locura: una empresa de abolición de la palabra.
En un libro evitable, publicado diez años después de la muerte de Virginia, su esposo Leonard Woolf cuenta que cuando ella sufría esos estados “oía cantar a los pájaros en griego”. Pero ningún pájaro canta en griego en sus nueve novelas y menos aún en sus brillantes reseñas y ensayos literarios, salpicados de una atención que rescata detalles biográficos curiosos de los autores visitados y es impulsada por la obsesión de descubrir cómo se escribe la escritura. Como si buscara en la obra de otros la explicación –nunca hallada– de la complejidad del ser humano. Una vez se preguntó cuántos Yo tiene una persona. Se respondió: “Algunos dicen que dos mil cincuentidós”.
Escribía con gracia y rapidez esos artículos, pero los trabajaba con previo rigor. Para preparar un texto sobre Defoe leyó toda su obra a razón de un libro por día, apremiada por la fecha de entrega a una revista. En sus diarios personales asoman quejas de fatiga por esa labor, deseos de hacer menos periodismo literario o de pedir más dinero por sus colaboraciones. Más en serio que en broma habló de que llevaba “una vida de jamelgo”. No le gustaba escribir para publicaciones de Estados Unidos, pero le pagaban más. Pensaba que la literatura yanqui era algo no ocurrido todavía: “Escuchamos el primer vagido y la primera risa del niño abandonado por sus padres, hace 300 años, en una playa pedregosa y que sobrevivió por sus propios esfuerzos y es un poco resentido, altanero y desconfiado y presumido en consecuencia y hoy pisa los umbrales del ser hombre”. Sólo que esa literatura ya había dado a Mark Twain, Hawthorne, Poe, Emily Dickinson, Melville, Longfellow, Whitman, y advenían Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Hilda Doolittle, Ezra Pound. Nadie está exento de errores de visión. Tolstoi opinaba que Los hermanos Karamazov de Dostoievsky era un desastre.
Virginia Woolf practicaba lo que podría llamarse un feminismo clásico que, como el de Sor Juana Inés, bregaba por el acceso de la mujer al universo del pensamiento, monopolizado por los hombres. En Un cuarto propio reflexionó sobre las presiones sociales que imprimen determinada dirección a la escritura de las mujeres. Ejerció en su caso una fuerte autocensura, como se advierte en el primer manuscrito de Orlando, publicado hace unos años. Anotó en su diario: “He estado pensando en los censores. Esas figuras tan visionarias que nos amonestan. Si digo tal o cual cosa, me calificarán de sentimental. Si digo tal otra, de burguesa. Hoy todos los libros me parecen rodeados de un círculo de censores invisibles”. No obstante, si-guió fiel a su preocupación central: “El estilo es una cuestión muy simple –dice en carta a su amiga Vita Sackville-West–; todo radica en el ritmo. Una vez que se lo encuentra, es imposible equivocarse con las palabras. Por lo demás, estoy aquí sentada, después de media mañana, atiborrada de ideas y visiones y demás, no puedo sacarlas de mí por falta del ritmo adecuado. El ritmo es algo más profundo que las palabras”. Son ideas que poco tienen que ver con la locura.
Esta hija de ámbitos aristocráticos, pilar del distinguido y exclusivísimo grupo literario de Bloomsbury, sobre todo encarnizada en captar el instante, la esencia de lo ilusorio, el flujo de la conciencia, el tiempo como corriente de momentos dispares y aun de años y de siglos, supo trascender su elitismo. En la novela El cuarto de Jacobo (1922), la primera en que aparece su estilo ya maduro, la guerra del l4 está presente de manera indirecta y amenazadora. Esa conflagración mundial, según el crítico Vincent Sherry, mostró las grietas del patriciado británico y “sus análisis carentes de razón, que reducían la lógica de Estado a proclamaciones sin lógica, abrieron un espacio de libertad verbal e imaginativa de la que esta novela sería uno de los primeros registros”.
La escritora tampoco anduvo escasa de sensibilidad para las tragedias colectivas. Después del bombardeo de Guernica en l937, el gobierno británico dio refugio a cuatro mil niños vascos ahuyentados por el avance de las tropas franquistas durante la Guerra Civil Española. Con los ojos llenos de lágrimas, Virginia Woolf los vio cómo “una cansada procesión que huía, arrastrando los pies, empujada por las ametralladoras de los campos españoles, para recorrer con fatiga Tavistock Square, luego Gordon Square, y luego ¿qué lugar?, aferrando sus jarros esmaltados”. Tres años más tarde un bombardeo de la aviación nazi hacía pedazos la casa de Gordon Square en la que ella vivía desde la muerte de su padre. “Alcancé a ver –escribió– un paño de pared de mi estudio todavía en pie: escombros era el resto de donde escribí tantos libros.” Poco después Virginia Woolf se suicidó. Tal vez los nazis habían destruido algo más que su casa.

 

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