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Por Cristian Alarcón Pasó tanto tiempo desde las antiguas orgías dionisíacas. Las fiestas ya no son las mismas. Sin embargo, algún estertor de búsqueda queda. En Buenos Aires se experimenta en estos días con el after hour. Así se lo conoce, con ese nombre que viene de Londres. En castellano sería el después de hora, o la hora extra del festejo. Comienza cerca de las ocho de la mañana y puede durar hasta que otra vez sea de noche. Cuando se ponen los cubiertos de la mesa del domingo y desde la cocina mamá avanza con las ollas, en algunas casas o discos, en algunas quintas suburbanas, el éxtasis, lo lisérgico, o el simple ardor que provoca el sonido electrónico elevan a cientos por sobre los suelos aburridos. Como ocurría con los viejos acontecimientos, cuando las bodas duraban días, aquí sucede: la fiesta se prolonga. Esta vez la combinación del ansia juvenil y la química de las drogas de diseño hacen cada vez más difusos los límites del tiempo. La estructura del domingo muere en pos de la diversión y del escape a un crepúsculo amenazador. Odio la angustia del domingo y el after la mata, dice un chico aún bailando cuando el asesinato ya está consumado. En la Avenida de Mayo (casi Carlos Pellegrini) a las siete y media todavía hay cola para entrar al sótano más famoso de la mañana, reducto oficial del after con nombre gótico: El Pantheón. En esos fondos reside por lo menos un ejemplar de cada especie de la fauna nocturna. Se mezclan desde los más cool hasta los más reventados, los más modernos, los más producidos, los más pasados, los más chicos y los más grandes. Hay habitués de 17 y hay quienes pasan los cincuenta. En El Pantheón la noche, de 12 a 7, suele ser gótica u ochentosa. Alternan The Cure y Madonna. Pero de día ya no hay pureza tribal. En este final se mezclan los vestidos, los estilos, los intereses, las procedencias. Acá encontrás gente que busca un lugar donde no la miren como a desquiciados, dice uno de los DJs de la Urban Groove, responsables del furioso sonido electrónico que retumba. La cola avanza ordenada por los brazos de los de seguridad. El ocio comercial también impone la regulación porteril que evite el caos. Esto funciona gracias a nosotros dice Pablo, 25, patovica encargado del after, que para él no es lo mismo que ocuparse de la seguridad del boliche en horario de rutina. Evitamos el descontrol. No hay gaterío ni puterío, si te encontramos con droga te vas. Pablo tiene el mismo corte de pelo que sus compañeros de trabajo. Visten todos el mismo traje, las mismas camisas blancas. Es como si fuesen los malos de una película de James Bond. Y de la esquina el agente 007 viene llegando con una corona de pelos colorados en alto, como si fuesen rayos. Sobre la cara aceitosa, le cae la sombra de su visera natural. Para hablar levanta una mano. Quiere frenar la luz. Dice que no puede parar. Yo nunca me quiero ir a dormir. ¿Para qué? Más tiempo de fiesta y es menos torturante volver a casa, protesta. Se hace llamar John. Como con la mayoría cuesta que hable. Acusa 17. Hace puerta esperando que alguien de un OK para no pagar. En la mano muestra un jabón blanco humedecido, el viscoso secreto de su pelo. Aunque lo lleva camuflado en un envoltorio de Lux. Dice con verdadera jactancia que él entró directamente en la noche, sin ensayar en la matinée para nenes, y que hace dos años que los domingos nunca se acuesta antes de las once. Nunca quisiera volver a casa es una revista de poesía llena de jóvenes que profesan el neobarroco y la deriva. La dirigen dos chicos, Gabriela Bejerman, de 25, y Gary Pimiento, 21. Sobre ese título y precepto, y quizás sobre la pretensión de fiesta, dicen: Es la negación, es un acto de voluntad, que no tiene una dirección. Lo que queremos es que continúe y la misma continuidad va tomando distintas direcciones. Quizás no sean tiempos de concreción, pero la posibilidad del cambio es otra cosa, es un acto tan mínimo. Está ahí pulsante. Es poderosa y a la vez no significa nada, pero existe. Escapando del sol La oscuridad es negra y roja, estroboscópica, música, hipnosis. Los que bailan rebotan como nenes sobre pelotas de goma. Unas bolas de cristal con focos rojos llenas de agua decoran la entrada. En el fondo del líquido hay una montaña de cadáveres de insectos. A Martín, 27, empleado de una importadora de bicicletas, le dan risa. Empezó con el tecno disco de Depeche Mode hace diez años. A esta altura sólo lo electrónico le resulta interesante. Le repelen el rock, el heavy, la cumbia. Digamos que esto es un hobby fuerte. Digamos que esto es lo que más me apasiona. Digamos define finalmente que esto es para mí lo que para otros es el fútbol. Martín tenía una novia, pero como esas mujeres que no toleran la pasión masculina por la redonda, ésta se resistía a su música. Por eso fue. Martín pica en alto junto a otros cincuenta sobre la pista alargada del Pantheón. Levantan las manos. Gritan junto a las sirenas. ¡¡UuUuuuuuuuoooooooooo!! Martín es níveo, tiene las ojeras de un recluso. Acá entrás en comunión, dice. Podría ser un monje. Aunque ruidosa ésta también es una forma de lograr un estado de nirvana, celebra. Salta desenfrenado en la pista. Odio el domingo. El domingo cuenta me levanto cuando es casi lunes. De todas formas gruñe por el eclecticismo del antro. Era más selectivo. Ahora hay estoncitos, metaleros, gente que no tiene idea de lo que escucha, diferencia. Como a él, a muchos otros no les gusta tanta variedad permitida por esa democracia que impone el mercado a cambio de diez pesos. Patricia, Griselda y Paula caminan de ida. Vuelven a Moreno, Ramos Mejía y San Justo. El conurbano, donde el tiempo ha sido del Estado, de a tres se puede dejar atrás. Se trata de ultimar las energías de sus 18, 19 y 20. Están sentadas en la puerta de un garage y a pesar de lo tarde se preocupan del terreno libre que dejan las polleritas. Las bajan como lo hacen las mozas obligadas a mostrar las piernas antes de caminar hacia una mesa. La disco te da tan poco tiempo..., lamenta Patricia, bajo una especie de antiparra. Saber que lo único que queda es ir a dormir es espantoso. Volver a casa con ese sol... Corrés al subte, pero después te morís en el tren, y morís sin haber disfrutado lo suficiente. Dos metros más allá un insomne de estampa anabólica engulle una porción de tarta de verdura que estuvo fresca ayer en el kiosco de enfrente. Erardo, striper de 23, de Berazategui, quiere descender a los infiernos, pero sin hambre. Cómo ser un after El after de entrecasa de este domingo cuesta ser encontrado. Los suele haber espontáneos, en terrazas, patios de abuelas momentáneamente desalojadas, quintas en los alrededores de la urbe, un campo en Pilar. Desde las cinco el de hoy se insinuó en el Club 20.40, un nuevo lugar en Cabildo. Pero todos esos chicos que danzaban como desarticulados Rimbauds nada sabían. A las siete en Pachá un cara tatuada ocultó la dirección. En el Pantheón, Maximiliano, de 25, colocado con un ácido invita. El rumbo es una casona de Belgrano donde hace dos horas, a las nueve, comenzó el cumpleaños de Johana, la ex mujer de una estrella de rock. Unos doscientos han conseguido el dato y están yendo hacia allá. La endogamia de los after es un intento de preservar el estilo y la armonía, dice la dueña de la fiesta. O sea, procedé como un after, sé sumamente diferente. Y nunca te pelees, nunca dejes que las drogas te pongan de mal humor. No consumas cocaína, no es cool. Son las diez y media. El cielo de Buenos aires se revuelve, vira al gris. Hace calor. La música se escucha desde la esquina. Hay gente en el patio de entrada. En el hall un mesón lleno de bateas. En el living comedor 200 personas bailan, gritan. Aplauden todos el ritmo endemoniado. Todos tienen sonrisas dibujadas. Bailan. Se prevé que esto durará hasta las ocho de la noche. En el patio hay una chica con un tatuaje deforme. Llueve. Hay azaleas en macetas. Y en la pared del fondo caen al piso, con el peso de las gotas, unas santarritas blancas. Johana mira a sus invitados, de los que conoce a la mitad, desde un balcón que da al patio. Pero lo que ve está lejos de ser popular. El acceso a las fiestas itinerantes y privadas es restrictivo. La consigna después del auge de las raves masivas este año llegaron a juntar 20 mil personas en Parque Sarmiento es no invitar a cualquiera. Así lo explica Rojo, que, obvio, lleva el pelo de ese color con el que está rebautizado. El, Johana y otros dos jóvenes socios piensan convertirse en empresarios de la mañana. Ya fundaron el Radioactive After Group, para bailar y ganar, dos verbos de combinación moderna. Casi nadie toma alcohol. Llenan unas botellas de gaseosa vacías en la canilla y las pasan. Sólo tres toman cerveza que traen del almacén de la esquina. El agua corre como el bicho, las pastillas de éxtasis que obligan a moverse. El éxtasis que llega a Buenos Aires es mejor que el que se consigue hoy por hoy en Barcelona, dicen. Es caro. Sale 25 pesos. A mí me gusta mucho lo lisérgico, dice el chico sentado en el piso. Y describe. Si los ves desde acá podés creer que todos tomaron lo mismo. Pero no, cada uno elige. Muchos no toman nada. Hay chicas que se levantaron hace un rato. Lo dice casi a la una y media, cuando han parado la música porque cinco vecinos están en la puerta y llaman desde sus movicoms a la policía. La fiesta o lo que se prometía está a punto de terminar con la violencia con que se interrumpe un coito. Ella, la chica del tatuaje, baila lo que le dicen sus oídos. Está más arriba que ninguno. Llueve bajo un sol blanco como algunas pieles, en la mañana del domingo. Miles de viejas se casan este día. Las gotas les mojan los velos y a esta chica la ponen hermosa así de fresca. La tocan y se deshacen, como los fuegos de artificio, justo antes de quemar los ojos. Así se la ve, a trasluz, desde el fondo del patio.
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