Sandro, como el sable de San Martín
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Por Carlos Polimeni En 1963, cuando el negocio de la música internacional clonaba a Elvis Presley aquí, allá, en todas partes, Roberto Vicente Sánchez fue elegido para calzarse ese traje para el sur del continente. Era un traje idéntico al que se calzaban, por ejemplo, Enrique Guzmán, el líder de los Teen Tops, en México, y Johnny Hollyday en Francia. Nacido en Parque Patricios, pero criado en Valentín Alsina, aquel auténtico morocho argentino se puso el traje de Elvis junto con su nombre artístico, y lo usó mientras le convino, en los primeros años de su carrera. Treinta y cinco años después, cuando hace algo más de veinte que Elvis está muerto, y en su derredor queda una leyenda con olor a naftalina, Sandro sigue sobre los escenarios, como ganándole una partida de póker al destino. Este fin de semana concretó los primeros tres shows de una lista de 26, que podrían ser más, basándose en un truco que conoce a la perfección: la celebración emotiva del simple hecho de su perdurabilidad. Así como festejó, entre otras muchas excusas para llenar y llenar teatros y estadios, sus 20 años de carrera, sus 25 con la música, los 30 desde la primera grabación --el a su manera histórico 13 de setiembre de 1963--, Sandro festeja ahora nada menos que el placer de estar vivo. El espectáculo se llama Gracias, y sucede a un misterioso proceso de enfermedad que, asegura, estuvo a punto de llevarlo a la Quinta del Ñato. Fue apenas empezó a andar por el negocio que Sandro se dio cuenta de que la fama es un traje que un individuo se pone y debe saber sacarse a tiempo, lección que de Elvis a Charly García muchos rockeros no aprobaron, y pagaron cada uno a su modo. Si alguna vez sus personalidades se confundieron, puede decirse que desde que se enclaustró en su mansión de Banfield Roberto Sánchez colgó el saco. Ese saco ya no era el de Elvis latino, sino el de Sandro, que desde entonces brilla en un placard en que no lo dejan llenarse de polvo, aunque la lucha contra las polillas sea infernal. Sánchez es un hombre de negocios, adicto a los placeres, generoso, simpático, de vuelta de todo, con problemas de peso. Sandro, su criatura, su Chirolita querido, ese Mecano con miles de batallas de escenario, es un artista clavado en la memoria emotiva de varias generaciones, que lucirá casi siempre impecable, aunque no lo esté, y al que se le perdonará todo, porque habita un territorio abonado por los sueños de los mortales. El territorio del mito, aquellos cuya leyenda los envuelve y precede, preservándolos del barro en los zapatos, del desgaste del tiempo, de la posibilidad de ser olvidados. Puede suponerse que fue Roberto Sánchez el que manipuló las fichas para que toda la historia de Sandro tuviese los ingredientes necesarios para que culminase en mito. Pero también, que el resto lo decidió la gente. El Sandro de hoy engloba todos los Sandros de estos 35 años. Es una suma del rocker auténtico, del versionador de canciones --de Elvis a Los Beatles, pasando por Ray Charles y Paul Anka-- del baladista convencional, del recitador cursi, del crooner tradicional, del escritor de grandes temas de amor (el que lo dude, que escuche "Penumbras", "Así", "Trigal" o "Te lo juro yo"). Pero además, es la suma de los sucesivos personajes marginales que Sandro encarnó desde sus films, una de las grandes vías de inclusión de su personaje en el inconsciente colectivo y de su apuesta permanente, desenfadada, libertina y por todo esto llamativa en un país como la Argentina, a la sexualidad. Para miles y miles de mujeres que son el corazón de su público, Sandro fue, es y acaso será, la imagen de un tipo que las calienta, aunque ese proceso, y eso puede verse claramente en el Gran Rex en estos shows, sea ahora una parodia de lo que era cuando eso iba en serio, que lo iba. Roberto Sánchez es el más consciente de todo esto. No en vano le hace decir a Sandro desde el escenario, entre chillidos de histeria y piropos terminales de sexagenarias, cincuentonas, cuarentonas, treintañeras y veinteañeras: "Soy como el sable de San Martín: viejo y curvado, todavía doy batalla". Es más Sánchez que Sandro el que habla cuando desde el escenario propone un homenaje a don Osvaldo Pugliese y canta "Pasional", recuerda a los desaparecidos al hacer una alusión al Día de la Madre, y pide justicia para ellos, y se mete finalmente con un tema del inefable Miguel de Molina. Sánchez siempre tuvo muy claro que Sandro debía ser un border: mientras Palito Ortega, su gran competidor en el mercado musical complaciente de los '60 y los '70, era el chico que quería casarse, el que buscaba novias buenas, el amor imposible y luego, patéticamente, el policía, el soldado, el marinero, Sandro era el que no quería casarse pero se enamoraba como un loco, el gitano, el perseguido por la Justicia, el payaso de risa triste, el corredor de autos, el de los amores imposibles. Uno, la corporización del sueño de labios finitos de los padres conservadores para sus hijas de vestido almidonado, otro la pesadilla de labios gruesos y pantalones ajustados. Uno parecía feliz, el otro era claramente infeliz. Uno terminó casado con la misma chica con que noviaba en las películas, con seis hijos, viviendo en Miami, siendo empresario, gobernador y finalmente candidato a presidente, el otro continúa rodeado de misterios, viviendo en Banfield, sin hijos, se cree que en pareja con una mujer mayor que él (Sandro tiene 53) con la que jamás se lo vio en público. Todo esto, aunque no se diga, ronda el show del Gran Rex, que Sandro divide en dos partes para poder soportar físicamente: tiene poco aire --su enfermedad fue una fortísima afección pulmonar--, pesa un kilo de más por cada año de su carrera y se ha obligado a un maratón orgulloso, que originará --26 teatros con entradas de 10, 20, 30 y 40 pesos-- una recaudación, sólo por venta de tickets, de 2 millones de dólares. Lo verá tanta gente que un estadio de River Plate quedaría chico para albergarla. Sandro es para Roberto Sánchez, a esta altura, una manera de concebir la vida como un único recital, que se concreta de vez en cuando, con un público inalterable y un mismo espíritu lúdico. Sandro tiembla, transpira, gime, apenas mueve un poquito la pelvis que tanto ayudó a su fama, y confiesa que no da más con toda naturalidad, como si con decir presente, entonar sus himnos de batalla, hacer aquellos viejos trucos de sex symbol y entretener a la gente con sus chistes verdes y sus speechs ensayados, fuese suficiente. El resto lo ha hecho la leyenda. El tema "Las manos", en el que termina como un Cristo crucificado en medio del escenario, es una pincelada gorda como para no advertirla. Si Gilda devino en santa... ¿qué lugar en el Santoral sería el adecuado para un hombre que las posee a todas sin poseer a ninguna, con sólo insinuar que piensa hacerles lo que nunca les hará?
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