Hacía poco tiempo que
había entrado al diario. En realidad, hacía poco tiempo que el diario existía. Me
habían pasado a política internacional sin que yo supiese muy bien por qué, pero me
gustaba. Empezaba la Intifada, y me entretenía todas las tardes intentando desentrañar
las complejidades de Medio Oriente. Un día mi jefe me dijo que había salido un viaje,
pero no era a Gaza. Era a Santiago, al Chile todavía de Pinochet. Había que cubrir una
conferencia de prensa clandestina del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), una
agrupación que había quedado casi diezmada en los años que siguieron al golpe, y que se
reconstruía muy lentamente, discutiendo los medios y los fines.
Partí de Retiro en un micro sin baño es lo que más recuerdo de ese viaje
tratando de memorizar las instrucciones que no podía llevar escritas: a estos muchachos
chilenos tan combativos no se les había ocurrido que el diario podía mandar a una mujer,
y la contraseña consistía en que debía presentarme en un restaurante chino del centro
de Santiago con... ¡una revista El Gráfico bajo el brazo!
Llegué a Santiago de noche. Al día siguiente compré un plano de la ciudad una de
las instrucciones era que no podía hacer ninguna consulta con nadie sobre nada de lo
referente al encuentro con el MIR y di con el bendito restaurante chino. Me calcé
El Gráfico bajo el brazo, me senté en una mesa y esperé. Al rato vino un tipo, se
sentó a mi mesa y me sonrió mientras me decía que saliera de allí, que volviera al
hotel, que no me diera vuelta, que caminara por calles contrarias al sentido del tránsito
y que lo viera a la noche siguiente en otra esquina de la ciudad. Ese nuevo encuentro
sólo sirvió para hacer chicle: la noche decisiva sería la próxima. Tenía que ir a un
bar muy coqueto de Las Condes, y esperar a Pablo, mi contacto, que me llevaría con los
cuatro máximos dirigentes del MIR. Allí me enteré de que la conferencia de prensa
clandestina no era tal: iba a estar yo sola con los cuatro.
Por fin, con el estómago revuelto y ya con ganas de volverme a casa, vi llegar a Pablo,
que se pidió una cena completa antes de decidir llevarme a la dichosa cita. Salimos del
bar y me dijo que subiera a una camioneta. Ya arriba, me tapó los ojos no sin antes
pedirme disculpas y arrancamos rumbo a quién sabe dónde. En la camioneta había un
montón de gente que parecía relajada hasta que dejó de estarlo: un silencio mortífero
los envolvió de pronto, mientras Pablo apretaba más su mano contra mi cara, y yo me
preguntaba qué cuernos estaba haciendo ahí. Después me contaron que sus colegas del
Frente Patriótico habían atentado contra un destacamento,y que sin saberlo nuestra
camioneta llena de gente buscada y de armas pasó por un retén de
carabineros.
Fuimos a una casa y en el living me destaparon los ojos y se presentaron. Pablo era uno de
los cuatro. Hacía mucho que no se veían. Estaban repartidos en diferentes puntos de
Chile. Hacía casi diez años que vivían clandestinos, con vidas falsas, sin ver a sus
familias, espiando a sus hijos sin dejarse ver. Fue la peor entrevista de mi vida:
encendí el grabador y les pedí que hablasen, desbordada por la situación. A esa altura
ya sabía que tenía que quedarme a dormir en esa casa, que sólo me podrían sacar en la
mañana, pero ignoraba que me esperaba el espectáculo de ver a los cuatro en pijamas y
pasamontañas, diciendo amablemente buenas noches.
Bastante tiempo después de esa nota volví a Santiago, a cubrir las elecciones. Pinochet
se iba. Al llegar al aeropuerto me topé con Pablo. ¿Qué hacés acá?, le
pregunté. Soy candidato a diputado, se reía. Después del triunfo de Aylwin
volví a verlo. Y me explicó puntillosamente la Constitución chilena y las trampas
cazabobos que Pinochet había dejado en el camino. Pinochet, dijo Pablo, no se iba.
En estos días, con el anciano dictador preso en Londres, recordé a Pablo y a sus
compañeros, y a los hijos que crecieron sin que ellos pudieran abrazarlos, y a sus amigos
muertos, y sus vidas partidas al medio, y esa sonrisa contenida con la que Pablo
desenchufaba la euforia del día del triunfo de la Concertación. Pinochet no se iba.
Ojalá que ahora se vaya del todo y de una vez.
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