THE TRUMAN SHOW |
Estados Unidos, 1998.
Dirección: Peter Weir.
Guión: Andrew Niccol.
Fotografía: Peter Biziou.
Música: Burkhard Dallwitz.
Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris, Laura Linney, Noah Emmerich, Natascha McElhone.
Estreno de hoy en los cines Monumental, Metro, Cinemark 8, Patio Bullrich, Gral. Paz. |
Por Luciano Monteagudo
Estamos cansamos de
ver actores que tratan de conmovernos con emociones falsas; estamos cansados de
pirotecnias y efectos especiales. Y aunque el mundo que habita es, en cierto sentido, una
impostura, no hay nada falso en Truman. No hay un guión. No hay frases hechas. No siempre
es Shakespeare, pero es genuino: ¡es una vida! ¿Quién sino un productor de TV
podría pronunciar con orgullo, con soberbia incluso, semejante manifiesto en nombre de la
verdad? El cinismo del dios mediático Christof (Ed Harris) es proporcional al artificio
que ha creado: el show de Truman (Jim Carrey), el primer ser humano adoptado legalmente
por una corporación, la estrella inconsciente, inadvertida de un espectáculo
que no es otro que el de su propia vida, registrada en vivo las 24 horas, sin
interrupciones, durante 10.913 días, exactamente durante treinta años, desde el mismo
momento en que nació. Lo que propone The Truman Show la película es a su vez
una reflexión sobre el poder omnímodo de la televisión, una metáfora sobre la manera
en que el mundo catódico es capaz de confundir las fronteras entre ficción y realidad,
de borrar los límites entre lo público y lo privado.
Todo en el orbe de Truman, desde el sol radiante de cada mañana hasta la eterna luna
llena que ilumina sus noches, es una construcción hecha a la medida de su propia
credulidad, un gigantesco set de Hollywood concebido a la manera de una probeta, donde él
no es otra cosa que un conejillo de Indias expuesto al voyeurismo de millones de
espectadores, a escala planetaria, que no pueden resistir la tentación de saber qué hace
o deja de hacer con su vida y con sus sueños ese muchacho común, como cualquier otro.
Tal como indica su propio nombre, Truman (True Man) es un hombre verdadero, de carne y
hueso, pero todo a su alrededor es falso, desde su madre hasta su esposa, pasando por su
mejor amigo. Todo su mundo la idílica comunidad de Seahaven, una isla de la cual no
se atreve a salir es un engaño, hecho de cientos de actores y extras que viven sus
vidas de telenovela en función de Truman, de cada uno de sus pasos y movimientos, que son
seguidos por 5000 cámaras sincronizadas, ubicadas hasta en los rincones más íntimos,
como el baño de su casa.
Aunque aún antes de su estreno ya corrieron ríos de tinta sobre la manera en que la
película cuestiona el poder mediático y el conformismo de las personas como consumidores
pasivos de la realidad virtual de la TV, se diría que si hay algo particularmente
inquietante en The Truman Show no es tanto la alegoría sobre el avance incontrolado de la
televisión en la vida cotidiana que como toda alegoría no deja de tener un fin
didáctico, con límites muy precisos sino más bien su carácter de fantasía
paranoide. Hay algo profundamente perturbador en el hecho de pensar la vida como un eterno
set de TV, en el cual uno quizá sea el único en ignorar que todos a nuestro alrededor
siguen al pie de la letra un guión que sólo nosotros desconocemos. ¿Cómo es que
Truman, en sus treinta años de vida, nunca reparó en que cuando habla con su esposa o
con su mejor amigo siempre parecen estar anunciando las virtudes de un nuevo artefacto de
cocina ovendiendo las bondades de una determinada marca de cerveza? La fría respuesta del
demiurgo Christof es simple pero devastadora: Aceptamos la realidad del mundo tal
como nos la presentan.
El guión firmado por Andrew Niccol (el autor y director de la fábula futurista Gattaca)
parece haberse nutrido de infinidad de fuentes e influencias sin necesidad de citar
ninguna en particular, dando por sentado que ya forman parte del inconsciente colectivo y
que a partir de ellas es posible construir algo original. Así como Seahaven da toda la
impresión de ser una pesadilla salida de un cuadro de Norman Rockwell, el propio Truman
parece a su vez un pariente no demasiado lejano del James Stewart de ¡Qué bello es
vivir!, alguien que no puede escapar de su pequeño, agobiante destino. Su situación
remite tanto a la idea que se tiene de lo kafkiano como a El prisionero, la
mítica serie de TV de Patrick McGoohan, en la que el protagonista no podía salir de una
isla tan utópica como vigilada por un poder omnisciente, a la manera del Big Brother
imaginado por Orwell.
Organizar de manera inteligente todos estos materiales y hacerlos suyos fue la tarea del
director Peter Weir. Ya desde los años 70, cuando se dio a conocer con sus primeras
películas australianas, Weir demostró en Picnic en las rocas colgantes, en La
última ola una visión del mundo en la cual la realidad siempre era mucho más
compleja de lo que aparentaba. Luego, en sus mejores películas estadounidenses
Testigo en peligro, Matrimonio por conveniencia, la injustamente olvidada Costa
mosquito, sobre una novela de Paul Theroux Weir puso también de manifiesto su
profundo malestar con muchos de los supuestos avances de la civilización contemporánea.
En este sentido, The Truman Show a diferencia de La sociedad de los poetas
muertos es una película fiel a sus preocupaciones de siempre, un film que no por
tener a Jim Carrey como protagonista está en función de su mero histrionismo.
EL CRIMEN DESORGANIZADO, DE PADDY
BREATHNACH
El viaje sin sentido a ningún lugar
EL CRIMEN DESORGANIZADO |
(I Went Down),
Irlanda, 1997.
Dirección: Paddy Breathnach.
Guionista: Conor McPherson.
Música: Dario Marinelli.
Intérpretes: Brendan Gleeson, Peter McDonald, Peter Caffrey y Tony Doyle.
Estreno de hoy en los cines Ocean, Santa Fe, Patio Bullrich, Multiplex Belgrano, Flores,
Tren de la Costa, Alto Avellaneda, Cinemark Adrogué. |
Por H. B.
Una película
eufórica, de colores intensos y con unos personajes explosivos, dijo de El
crimen desorganizado (I Went Down, en el original) su realizador, Paddy Breathnach. Sería
difícil encontrar una definición menos ajustada para describir este pequeño, modesto
film irlandés, que bascula, sin decidirse del todo, entre el policial, la película de
caminos y la buddy movie, entre la comedia de perdedores y el film de personajes. Un medio
tono tirando a gris y protagonistas opacos son en tal caso la característica más
saliente del segundo film de Paddy Breathnach, que se llevó cuatro premios del Festival
de San Sebastián el año pasado.
Lo único que se sabe de Git (el debutante Peter McDonald) es que sale de un problema y se
mete en otro, siempre por culpa de terceros que no le son precisamente leales. Recién
purgada su condena por un delito que el guión mantiene deliberadamente fuera de escena
hasta bien avanzado el film, no se le ocurre nada mejor que salir en defensa del amigo que
le robó la novia. Y que tiene una deuda con un mafioso. Deuda que deberá saldar, quién
otro si no, el bueno de Git .-a quien McDonald dota de una permanente expresión de
carnero degollado, aceptando una misión que no pinta bien. Lo acompañará, como un
vigilante, el grandote Bunny Kelly (Brendan Gleeson), un torpe hampón que, se descubrirá
más tarde, también le debe una al mafioso. Ambos deberán emprender un viaje que, como
suele suceder en las buddy movies (subgénero que tiene como paradigmas industriales films
como 48 horas o la serie Arma mortal), les permitirá descubrir que son más las cosas que
los unen que aquellas que los distancian.
Un poco como los protagonistas de Todo o nada/The Full Monty a cuyo éxito
internacional parecen haberse trepado los agentes de prensa de El crimen desorganizado
para forzar comparaciones, si alguna cualidad tienen Git y Bunny es la torpeza, una
radical inadecuación para sus roles. Git ni siquiera sabe que el tambor de una pistola
gira con cada disparo, mientras que Bunny parece sólo interesado en comer chocolates o
leer novelitas de cowboys. Pero si algo los une más que ninguna otra cosa es su mala
experiencia con las mujeres, a quienes el guionista Conor McPherson no deja precisamente
bien paradas. Abandonado por su novia, Git aparece poco menos que como un santo, siempre
dispuesto a perdonar y a cargar con culpas ajenas. Mientras que al bueno de Bunny, su
rencorosa esposa no le perdona el pasajero amorío gay con un ex compañero de prisión.
Es también por culpa de una mujer que dos mafiosos se pelearon para siempre, y así les
irá.
Hay un trasfondo amargo y oscuro en esta aparente comedia, en la que todos los personajes
(al menos los masculinos, los únicos a quienes el film concede esa categoría) aparecen
atrapados por deudas que no pueden terminar de saldar. Pero, en el camino, Breathnach y
McPherson parecen confundir el medio tono con la opacidad, la discreción con la
indefinición, dando a pensar que no son los protagonistas los únicos que ignoran el
sentido último de su viaje.
Airbag, una broma de amigos
que terminó bien
El film de Juanma Bajo Ulloa, uno
de los principales renovadores del cine español, comenzó como un chiste y resultó un
éxito de taquilla: el resultado se parece bastante a aquello, y es ideal para disfrutar
en grupo.
El actor Karra Elejalde
improvisó el argumento de Airbag charlando con Bajo Ulloa en un taxi.
Años después, el director decidió convertir aquella charla en una película de
tono delirante. |
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AIRBAG |
España, 1997.
Dirección: Juanma Bajo Ulloa.
Guión: Karra Elejalde, J. B. Ulloa y F. Guillén-Cuervo.
Intérpretes: Karra Elejalde, Fernando Guillén-Cuervo, Alberto San Juan, María de
Medeiros, Karlos Arguiñano, Paco Rabal y Pilar Bardem.
Estreno de hoy en los cines Gaumont, Normandie, Cinemark 8, General Paz, Paseo Alcorta y
otros. |
Por Horacio Bernades
Tres son los nombres (y
vascos los tres) sobre los que descansa, desde comienzos de esta década, la renovación
del cine español. Andan, al día de hoy, por los 30 años, y llevan realizadas entre tres
y cuatro películas per capita. Uno es el siempre enigmático, a veces críptico, Julio
Medem, de quien en Argentina se conoció La ardilla roja; otro, Alex de la Iglesia,
decididamente volcado al cine bizarro y cuyo mayor éxito sigue siendo, hasta hoy, El día
de la bestia. El tercero en cuestión es Juanma Bajo Ulloa, que en sus films anteriores
(Alas de mariposa, 1991; La madre muerta, 1993) había mostrado predilección por los
ambientes cerrados, los personajes enfermizos, cierto barroquismo visual y un humor entre
negro, escatológico y absurdo. Comedia de caminos irreverente y anárquica, Airbag parece
dirigida, mucho más decididamente que aquéllas, a un target juvenil y adolescente. Como
si Bajo Ulloa hubiera querido dejar de ganar premios en festivales y empezar a ganar
público. Lo logró: en España, la película fue un éxito descomunal, la más taquillera
de la historia, según la promoción, y ahora llega hasta nuestro país, distribuida por
una major estadounidense.
El 99 por ciento de las ideas para las películas surgen en soledad, entre cuatro paredes
y frente a una computadora. Airbag nació a bordo de un taxi, cuando el actor Karra
Elejalde, amigo del realizador y su actor fetiche, comenzó a inventar de la nada una
historia disparatada que incluía el pisado de uvas, plata quemada en putas y casinos y un
anillo de compromiso extraviado en el culo de una negra. Muchos años más tarde,
Elejalde, Bajo Ulloa y el actor Fernando Guillén-Cuervo se sentaron a una mesa y sacaron
de aquella broma un guión. El resultado no desmiente su origen: despreocupada y
desprolija, anárquica no sólo en contenido, espasmódicamente divertida, Airbag se
parece más a una broma entre amigos que a una película. En lugar del taxi, hay un auto,
a bordo del cual Juantxo (Elejalde) parte en una larguísima despedida de soltero junto a
Konrado (Guillén-Cuervo) y Pako (Alberto San Juan). El viaje los lleva de la ciudad al
campo, y de la segura vida burguesa a la salvajada de cruzarse con varios kilos de
cocaína (buena parte de la cual irá a parar a las narices de los protagonistas),
cargamentos de mujeres trasladadas como ganado en pie (buena parte de las cuales serán
consumidas también), un anillo de valor incalculable y varios clanes de mafiosos y
matones que andan tras él desparramando balas.
A ritmo siempre marchoso (Sexo, drogas y rocknroll se deja oír,
obviamente, en la banda sonora) se acumula una buena dosis de ataques a las instituciones,
llámense matrimonio, dinero, negocios, nobleza y, sobre todo, religión. Se apila
también, desordenamente, una cantidad de gags, algunos muy efectivos, otros dignos de
algún programa de televisión de esos en los que se cuentan chistes verdes. Como un auto
muy baqueteado, la película funciona por momentos, se frena en otros, eventualmente se
avería sin remedio. El gran Paco Rabal, la portuguesa María de Medeiros y hasta el
mismísimo Karlos Arguiñano (uno de los productores, junto a la compañía de Wim
Wenders) se prestan a la broma. Es posible que Airbag sea unapelícula para ver sólo en
trasnoche y en barra, con muchos tragos encima y dejando las exigencias para los
críticos, esa raza maldita.
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