Los campos de concentración y la cosa televisiva han condicionado la cultura
de finales del siglo veinte.
George Steiner
Con anteojos negros,
sosteniendo un ademán rígido e intimidatorio, y prolongando la típica pose que
preanunciaba alguna estatua canónica, Pinochet se instala en la foto que se convirtió en
divisa de su poder. Septiembre del 73. Rodeado por sus guardaespaldas,
cómplices o herederos, entre todos dibujan una simetría que corrobora el orden obsceno
instaurado por el bombardeo de La Moneda y el asesinato de Salvador Allende. Mientras el
epitafio de la democracia chilena repetía como en un eco:
Septiembre 1973; Santiago y las Alamedas
Otros retumbantes genocidas, como Videla o Massera, a pesar de sus méritos notorios, no
alcanzaron una imagen tan densa como la que logró Pinochet. Quizá porque estos
compatriotas se distribuían en comandita las acciones represivas o porque sus rasgos
personales no se prestaban tan fácilmente para la caricatura o el grotesco. Sin
descartar, por el revés de la trama que el gobierno eliminado en 1973 facilitaba, por sus
orígenes socialistas, una comprensión más inmediata, sobre todo en el exterior, y a
causa de la dramática polarización que se había producido en Chile.
En España y hablo en primera persona, resultaba, ya en 1976, difícil
explicar qué significaba la confusa caída de Isabel Martínez en relación a la nitidez
del drama chileno. En Santiago, había muerto peleando Salvador Allende; en Buenos Aires,
la señora presidenta aparecía apadrinada por El Brujo.
Lo que no quiere decir que el terrorismo de Estado, en Chile y en la Argentina, no
mantuvieron sórdidos nexos como se fue comprobando a partir del asesinato del general
Prats en una calle porteña, en los alrededores del barrio de Palermo.
La detención de Pinochet en Londres simbólicamente me escribe un amigo
chileno desde Quillota, se corresponde con la siniestra globalización de su imagen.
Ese senador digitado es un blasón internacional. Un dólar tan falluto como In God we
trust. Por eso resulta legítimo que el juez Garzón lo reclame por sus delitos que van
más allá de las fronteras nacionales. Pinochet y que quede claro, Viñas, es
un precursor y paradigma transnacional, a fines del siglo XX, del llamado pensamiento
único: beneficios fusionados y mafiosos para la fachada de algunos compadres o
monaguillos, y miserias cada vez más polarizadas para la mayoría de los excluidos.
En ciertos estadios convertidos en campos de concentración, la imagen perversa de
Pinochet aparecía en una pantalla gigante amenazando a los presos políticos para
acusarlos por sus excesos democráticos.
Entonces, en 1973, los chilenos y numerosos argentinos que habían colaborado con el
gobierno de Allende, presentían que su posiciónparticipaba de la espera sin futuro
del Godot teatral y, a la vez, de las exasperaciones del Guernica picassiano.
A Steiner lo admiro hasta el plagio: bombardeo despiadado y silenciosa
desesperanza civil.
En 1998, en cambio, esas mismas personas (incluso por la memoria de los que ya no están),
no sólo recuerdan la traición de Pinochet convocado por Salvador Allende que le otorgaba
su confianza, sino que, con motivo de su condena eventual, han reconquistado el sentido de
la vida. Así como las expectativas en la Justicia para superar definitivamente las
señales de la aniquilación.
Y para conjurar, en fin, la imagen de Pinochet que, esencialmente, pretendía
meter miedo al monopolizar la muerte denegando cualquier sentido a la vida.
El júbilo popular en Santiago termina mi amigo quillotano recupera hoy
las alamedas en Madrid y también en Buenos Aires.
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