Hoy, con todo gusto
escribiría en un estilo como quien registra en un diario íntimo lo que va viviendo y
siendo testigo. Porque de pronto regresaron figuras y acontecimientos de décadas atrás.
Como si hubiéramos doblado por una senda y hubiésemos regresado en el tiempo. Hace dos
semanas, en esta contratapa les anunciaba a los lectores mi viaje al norte santacruceño,
a la inauguración del monumento a Facón Grande, en la diminuta localidad de Jaramillo, a
setenta y siete años de su fusilamiento por el ejército argentino. La emoción fue
calando hondo cuando ya casi en el arribo vimos partidas de pobladores, vestidos a la
usanza gaucha, que iban al galope de sus cabalgaduras hacia el encuentro. El gaucho
entrerriano fusilado estaba allí, en el cruce de dos rutas, en bronce y piedra, mirando
hacia la inmensa estepa, como si hubiera reiniciado la marcha para lograr un poco más de
dignidad en la vida de las peonadas rurales. Y allí dijimos el discurso en recuerdo del
altruismo de ese hombre de campo calificado de ideas extranjerizantes por el
teniente coronel Varela por pedir que los estancieros trataran con un poco más de
dignidad a las peonadas. Varela le ofreció parlamentar, lo hizo venir, lo capturó, lo
hizo atar y lo mandó fusilar ahí cerca, no más. Antes de fusilarlo, a Facón los
soldados le hicieron escarnio, contaban los viejos pobladores. En el acto, al
hablar, el viento patagónico enrojecía las mejillas y las gotas de lluvia finísima y
helada aperlaban el cabello. Hubo emoción. Ahí estaba en pleno la población de
Jaramillo, que tuvo el coraje civil de llamar Facón Grande a la calle
principal del pueblo. Y el recuerdo de Facón Grande seguirá creciendo; el representante
de los trabajadores rurales y estibadores anunció que el año que viene, lo vamos a
plantar de cuerpo entero aquí mismo a este gaucho generoso. Es que su grito de
rebeldía ha pasado a ser modelo para el obrero de campo de hoy que soporta un estado de
cosas cada vez más parecido al de 1921.
No estuvieron en el acto ni el general Balza ni el radical De la Rúa, para pedir
disculpas por el crimen masivo cometido en nombre del ejército mientras gobernaba
Yrigoyen en ese entonces. (El primero, Balza, andaría elucubrando cómo hacer para zafar
por el negociado de armas y el segundo, en algo más importante en estos tiempos que la
moral: la discusión de candidaturas).
De Jaramillo viajé a Neuquén. Al Primer Encuentro Patagónico de Derechos Humanos. Con
la gente de buena voluntad y del altruismo societario. Me esperaba el coro de niños de
séptimo grado del Instituto F. Docente Nº 6, con su maestra y su maestro de música.
Cantaron En aquella Patagonia. Esos niños de ojos como lagos patagónicos y
tez de color cordillerano. Ternura y profundidad del sentir. El aula magna de la
universidad escuchó en silencio. El academicismo daba paso a la sabia humildad. Todo me
hizo acordar a una mujer mapuche a la que hacía poco le había escuchado decir: La
tierra no pertenece a nosotros, nosotros pertenecemos a la tierra.
El Encuentro preparó las bases para un planteo por la dignificación, la paz y la
justicia. Eramos pocos pero nos constituimos en multitud mientras la Thatcher tomaba té
con Pinochet. Ellos estaban en Londres, nosotros estábamos en Neuquén. Ellos hablaban de
negocio de armas. Nosotros de cómo hacer para que la solidaridad sea la única
constitución internacional que acerque a los pueblos. Ideas extranjerizantes.
Volví de Jaramillo y de Neuquén cargado de sueños e insomnios. En Buenos Aires me
encontré con la realidad. Con el espectro del brigadier Santuccione. El grabador del
teléfono había regresado al 76. Su lenguaje, sus protagonistas, el espanto del
secuestro, las patotas. Los generales.
Poco antes había relatado en un canal de televisión cómo había sido mi último día en
la Argentina, el 20 de junio de 1976. Traté de llegar a unavión de Lufthansa,
acompañado por el agregado cultural de la embajada alemana, pero fuimos detenidos por la
Aeronáutica en Ezeiza, durante una hora y media. El representante diplomático le dijo al
oficial que no me iba a dejar solo y que yo era un protegido de esa representación.
Pasado ese lapso se presentó un uniformado que dijo ser el brigadier Santuccione (tanto
el Dr. Gottfried Ahrens que me acompañaba como yo recordamos siempre ese nombre), quien
nos devolvió los pasaportes. Pero al mismo tiempo me sentenció a que nunca jamás
iba a volver a pisar el suelo de la patria. Ese fue mi relato. En seguida empezaron
los llamados anónimos a mi teléfono. Las amenazas que dejaron grabadas son un verdadero
documento de estudio de los vocabularios del 76. En ellos se puede analizar a fondo
el lenguaje y los prejuicios. Más que leer los textos habría que mejor escuchar la cinta
por el tono de voz francamente militar, el alargamiento de sílabas, la remarcación de
las rr. Más que un amenazado me sentí una especie de soldado conscripto de los años
cuarenta que no había limpiado bien el piso o no había lavado el coche particular del
coronel de turno. Estos son los textos de cinco llamadas: ¡Hola, ¿es la casa del
periodista y escritor Osvaldo Bayer? ¡Hola! ¿Por qué no atendés? Idiota. ¿Por qué no
decís bien las cosas? ¿Por qué decís que el brigadier Santuccione te echó de acá,
del país? ¡Si en ese año no era brigadier! Habla un compañero de él. No era
brigadier, idiota. Y además no era jefe de Ezeiza, estaba en Mendoza, estúpido. ¿Por
qué no decís las cosas bien y hacés papelones? ¡Viejo idiota, arterioesclerótico!
Segunda llamada: ¡Viejo puto! (al fondo se oyen voces) ¡Hola viejo idiota! ¿Vos decís
que lo andabas buscando al brigadier Santuccione. Si lo hubieses encontrado te hubiese
cagaaaaaado a patadas porque él no se escondía. ¿Sabés? ¡Qué vas a andar buscando
vos, viejo cobaaarde, cobbbarde, asqueroooso! Tercera: ¡Hola, viejo idiota, ahorcate!
¿Por qué no te ahorcás o te pegás un tiro? Por Ezeiza, por ahí, como Etchegoyen,
idiota, hacé como Etchegoyen, idiota, viejo idiota. Cuarta: ¿No me vas a atender, viejo
arterioesclerótico? ¡Ahorcáte, idiota, que quedaste como un boludo! Quinta: ¿No
atendés? Cobaarde, montonero, mentiroso, te vamos a hacer cagarrrr. ¡Burrrro!.
El brigadier, perdón, el comodoro Santuccione ha muerto. Que Dios lo tenga en su santo
descanso. Pero el hijo se presentó en televisión para repetir los insultos, esta vez un
poco más de salón. Claro, debe ser muy difícil ser hijo de un torturador y genocida.
Porque el brigadier, perdón el comodoro, fue jefe de policía de Mendoza, a las órdenes
de Luciano Benjamín Menéndez. Y a mediados de los 80 se le inició juicio por la
desaparición de veinte jóvenes. (No debe haber sido ni muy valiente ni muy inocente
nuestro comodoro Santuccione ya que se amparó en el punto final y obediencia debida de
Alfonsín en vez de decir con fuerte voz: No, señores, soy inocente, demuestren que
soy culpable, júzguenme). Tengo los nombres de las veinte víctimas. Quisiera
invitarlo al señor Santuccione, hijo, que en vez de insultarme vayamos juntos a visitar a
las familias de esos desaparecidos, él, para que les pida perdón por lo que hizo su
padre, y yo, para mostrarles a esos familiares mi vergüenza porque la sociedad argentina
permitió la impunidad total de los represores.
|