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De Facon Grande al brigadier Santuccione
Por Osvaldo Bayer

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t.gif (862 bytes) Hoy, con todo gusto escribiría en un estilo como quien registra en un diario íntimo lo que va viviendo y siendo testigo. Porque de pronto regresaron figuras y acontecimientos de décadas atrás. Como si hubiéramos doblado por una senda y hubiésemos regresado en el tiempo. Hace dos semanas, en esta contratapa les anunciaba a los lectores mi viaje al norte santacruceño, a la inauguración del monumento a Facón Grande, en la diminuta localidad de Jaramillo, a setenta y siete años de su fusilamiento por el ejército argentino. La emoción fue calando hondo cuando ya casi en el arribo vimos partidas de pobladores, vestidos a la usanza gaucha, que iban al galope de sus cabalgaduras hacia el encuentro. El gaucho entrerriano fusilado estaba allí, en el cruce de dos rutas, en bronce y piedra, mirando hacia la inmensa estepa, como si hubiera reiniciado la marcha para lograr un poco más de dignidad en la vida de las peonadas rurales. Y allí dijimos el discurso en recuerdo del altruismo de ese hombre de campo calificado de “ideas extranjerizantes” por el teniente coronel Varela por pedir que los estancieros trataran con un poco más de dignidad a las peonadas. Varela le ofreció parlamentar, lo hizo venir, lo capturó, lo hizo atar y lo mandó fusilar ahí cerca, no más. “Antes de fusilarlo, a Facón los soldados le hicieron escarnio”, contaban los viejos pobladores. En el acto, al hablar, el viento patagónico enrojecía las mejillas y las gotas de lluvia finísima y helada aperlaban el cabello. Hubo emoción. Ahí estaba en pleno la población de Jaramillo, que tuvo el coraje civil de llamar “Facón Grande” a la calle principal del pueblo. Y el recuerdo de Facón Grande seguirá creciendo; el representante de los trabajadores rurales y estibadores anunció que “el año que viene, lo vamos a plantar de cuerpo entero aquí mismo a este gaucho generoso”. Es que su grito de rebeldía ha pasado a ser modelo para el obrero de campo de hoy que soporta un estado de cosas cada vez más parecido al de 1921.
No estuvieron en el acto ni el general Balza ni el radical De la Rúa, para pedir disculpas por el crimen masivo cometido en nombre del ejército mientras gobernaba Yrigoyen en ese entonces. (El primero, Balza, andaría elucubrando cómo hacer para zafar por el negociado de armas y el segundo, en algo más importante en estos tiempos que la moral: la discusión de candidaturas).
De Jaramillo viajé a Neuquén. Al Primer Encuentro Patagónico de Derechos Humanos. Con la gente de buena voluntad y del altruismo societario. Me esperaba el coro de niños de séptimo grado del Instituto F. Docente Nº 6, con su maestra y su maestro de música. Cantaron “En aquella Patagonia”. Esos niños de ojos como lagos patagónicos y tez de color cordillerano. Ternura y profundidad del sentir. El aula magna de la universidad escuchó en silencio. El academicismo daba paso a la sabia humildad. Todo me hizo acordar a una mujer mapuche a la que hacía poco le había escuchado decir: “La tierra no pertenece a nosotros, nosotros pertenecemos a la tierra”.
El Encuentro preparó las bases para un planteo por la dignificación, la paz y la justicia. Eramos pocos pero nos constituimos en multitud mientras la Thatcher tomaba té con Pinochet. Ellos estaban en Londres, nosotros estábamos en Neuquén. Ellos hablaban de negocio de armas. Nosotros de cómo hacer para que la solidaridad sea la única constitución internacional que acerque a los pueblos. Ideas extranjerizantes.
Volví de Jaramillo y de Neuquén cargado de sueños e insomnios. En Buenos Aires me encontré con la realidad. Con el espectro del brigadier Santuccione. El grabador del teléfono había regresado al ‘76. Su lenguaje, sus protagonistas, el espanto del secuestro, las patotas. Los generales.
Poco antes había relatado en un canal de televisión cómo había sido mi último día en la Argentina, el 20 de junio de 1976. Traté de llegar a unavión de Lufthansa, acompañado por el agregado cultural de la embajada alemana, pero fuimos detenidos por la Aeronáutica en Ezeiza, durante una hora y media. El representante diplomático le dijo al oficial que no me iba a dejar solo y que yo era un protegido de esa representación. Pasado ese lapso se presentó un uniformado que dijo ser el brigadier Santuccione (tanto el Dr. Gottfried Ahrens que me acompañaba como yo recordamos siempre ese nombre), quien nos devolvió los pasaportes. Pero al mismo tiempo me sentenció a que “nunca jamás iba a volver a pisar el suelo de la patria”. Ese fue mi relato. En seguida empezaron los llamados anónimos a mi teléfono. Las amenazas que dejaron grabadas son un verdadero documento de estudio de los vocabularios del ‘76. En ellos se puede analizar a fondo el lenguaje y los prejuicios. Más que leer los textos habría que mejor escuchar la cinta por el tono de voz francamente militar, el alargamiento de sílabas, la remarcación de las rr. Más que un amenazado me sentí una especie de soldado conscripto de los años cuarenta que no había limpiado bien el piso o no había lavado el coche particular del coronel de turno. Estos son los textos de cinco llamadas: ¡Hola, ¿es la casa del periodista y escritor Osvaldo Bayer? ¡Hola! ¿Por qué no atendés? Idiota. ¿Por qué no decís bien las cosas? ¿Por qué decís que el brigadier Santuccione te echó de acá, del país? ¡Si en ese año no era brigadier! Habla un compañero de él. No era brigadier, idiota. Y además no era jefe de Ezeiza, estaba en Mendoza, estúpido. ¿Por qué no decís las cosas bien y hacés papelones? ¡Viejo idiota, arterioesclerótico! Segunda llamada: ¡Viejo puto! (al fondo se oyen voces) ¡Hola viejo idiota! ¿Vos decís que lo andabas buscando al brigadier Santuccione. Si lo hubieses encontrado te hubiese cagaaaaaado a patadas porque él no se escondía. ¿Sabés? ¡Qué vas a andar buscando vos, viejo cobaaarde, cobbbarde, asqueroooso! Tercera: ¡Hola, viejo idiota, ahorcate! ¿Por qué no te ahorcás o te pegás un tiro? Por Ezeiza, por ahí, como Etchegoyen, idiota, hacé como Etchegoyen, idiota, viejo idiota. Cuarta: ¿No me vas a atender, viejo arterioesclerótico? ¡Ahorcáte, idiota, que quedaste como un boludo! Quinta: ¿No atendés? Cobaarde, montonero, mentiroso, te vamos a hacer cagarrrr. ¡Burrrro!”.
El brigadier, perdón, el comodoro Santuccione ha muerto. Que Dios lo tenga en su santo descanso. Pero el hijo se presentó en televisión para repetir los insultos, esta vez un poco más de salón. Claro, debe ser muy difícil ser hijo de un torturador y genocida. Porque el brigadier, perdón el comodoro, fue jefe de policía de Mendoza, a las órdenes de Luciano Benjamín Menéndez. Y a mediados de los 80 se le inició juicio por la desaparición de veinte jóvenes. (No debe haber sido ni muy valiente ni muy inocente nuestro comodoro Santuccione ya que se amparó en el punto final y obediencia debida de Alfonsín en vez de decir con fuerte voz: “No, señores, soy inocente, demuestren que soy culpable, júzguenme”). Tengo los nombres de las veinte víctimas. Quisiera invitarlo al señor Santuccione, hijo, que en vez de insultarme vayamos juntos a visitar a las familias de esos desaparecidos, él, para que les pida perdón por lo que hizo su padre, y yo, para mostrarles a esos familiares mi vergüenza porque la sociedad argentina permitió la impunidad total de los represores.

 

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