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Panorama Politico
La era de los dictadores presos
Por Mario Wainfeld

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t.gif (862 bytes) El nombre y el patibulario rostro de Augusto Pinochet han cumplido una larga boda de plata con la memoria histórica en la Argentina. Decenas de miles, acaso cientos de miles de manifestantes cubrieron las calles de Buenos Aires para insultarlo y prometerle batalla cuando, en setiembre de 1973, el dictador derrocó y asesinó al presidente constitucional Salvador Allende. Militantes, en su mayoría jóvenes y radicalizados, prometían la llegada del socialismo, la solidaridad internacional, la lucha continua “hasta la victoria, siempre”.
La movilización y la lucha continuaron de este lado de la cordillera. El 23 de setiembre habría elecciones nacionales en las que arrasó la fórmula (Juan) Perón–(Isabel) Perón. Para demostrar que el poder no brotaba sólo de los votos (o para probar quién era socio mayoritario de esos votos, o para darles sentido) la organización Montoneros le hizo al flamante presidente electo un morboso presente griego: el cadáver asesinado del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci. La sangre, en esos tiempos de vértigo y violencia, era un modo cotidiano de hacer política.
Lo que ocurrió en las dos semanas posteriores a la caída de Allende, como lo que pasó los dos años posteriores, visto un cuarto de siglo después sugiere que, más allá de consignas y cánticos, no había una conciencia cabal de lo que Pinochet significaba: mucho más que un enemigo detrás de los Andes, una premonición de lo que estaba por ocurrir de este lado. No lo advertían los integrantes de lo que por entonces se llamaba (entre otras cosas porque lo era) “campo popular”. Todos siguieron como si tal cosa, cada cual atendiendo su juego, que básicamente consistía en tratar por todos los medios de sacarse del ring sin tomar en cuenta que, en las plateas, militares y poder económico esperaban su turno. Un turno sin Perones, Montoneros, ni tan siquiera Ruccis.
La sincronía de los procesos históricos en países similares es un dato inexorable. Allende y Perón tenían mucho que ver, respondían a cierta lógica de los tiempos (uno es siempre pariente, deudor, inspirador e imitador de sus contemporáneos) pero no eran iguales. Tampoco lo fueron Pinochet y Jorge Rafael Videla en sus años de esplendor.
Ni lo son ahora, aunque también enfrentan situaciones con muchos puntos en común.
A cada uno su cárcel
Pinochet, senador vitalicio, fue apresado en Inglaterra adonde llegó con su pasaporte diplomático trucho pero expedido por el gobierno chileno. Es recontrageneral y recontralegislador y lo será hasta su muerte, hecho que parece inminente pero que a la vez es indeterminado.
Videla no tiene cargos políticos ni es más general y está preso en su casa por decisión del juez federal Roberto Marquevich, quien comparte con su colega María Romilda Servini de Cubría un curioso status: el de ser sospechados de estrechas relaciones con el gobierno nacional (con consistentes razones) y el de haber dictado importantes fallos vinculados a los derechos humanos y en especial a la apropiación de menores. Dos magistrados cuestionados pero en quienes los dirigentes y abogados vinculados a los organismos de derechos humanos confían más mucho que poco.
No es posible descifrar cuáles son las razones interiores, subjetivas que llevan a dos jueces, por decir poco, mundanos y sensibles a las presiones políticas, a tomar decisiones de avanzada, realmente históricas. Pero no es arduo reconocer algunos datos que sin duda inciden en sus fallos, en sus conciencias (si se quiere pensar bien), en su oportunismo o adecuación a los tiempos (si se los tiene en menos). Seres políticos alfin, los jueces federales perciben y –por su sitial– encarnan demandas, estados de conciencia, como mínimo modas de la comunidad. Marquevich y Servini deciden lo que deciden sobre Videla o el posible nieto de Estela Carlotto porque la sociedad ha construido un discurso, una mirada sobre los crímenes de lesa humanidad que ha servido de sustento a doctrinas jurídicas tan valiosas como inéditas.
La sociedad argentina ha llegado a un compromiso con los derechos humanos propio, diferente por caso al de Chile o al de Uruguay y que explica que a Pinochet lo encarcele Garzón jugando de visitante y a Videla Marquevich jugando de local. Y que seguramente impulsará a Adolfo Bagnasco a irrumpir en la senil decadencia del sórdido Emilio Massera.
La base de lo jurídico
Presionados, condicionados o inspirados por el clima social los jueces concretan –parcialmente– lo que los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem intentaron evitar para siempre, en sus momentos y con estilos distintos (la construcción artificiosa e hipócrita de la obediencia debida y el punto final el radical, el mesianismo autoritario del indulto el peronista).
La movilización constante de los militantes de derechos humanos, su perdurable batalla en los tribunales y en los medios germinó en un creciente asco colectivo hacia los asesinos de la dictadura. Lo lograron mostrando el verdadero rostro de los verdugos: no el de cruzados convencidos de una idea sino el de seres perversos y ruines, apropiadores de hijos y de bienes ajenos.
Con ese caldo de cultivo, abogados, jueces y estudiosos del derecho, pacientes y creativos pudieron maquinar –para situaciones nuevas como las que asolaron este país– instituciones novedosas o reformateadas como la “búsqueda de la verdad”.
Ese trabajoso avance, insuficiente y siempre amenazado, coexiste en el tiempo con la voluntad de los países del centro del mundo de castigar los crímenes de lesa humanidad.
Frente a esta realidad el gobierno nacional, el adalid de las relaciones carnales, redescubrió la soberanía. El secretario de Planeamiento Jorge Castro –seguramente un clon y un homónimo del autor de numerosos textos y discursos que explican que nada puede hacerse frente a la barbarie del orden económico internacional– apareció el jueves en nombre del gabinete para invocar la soberanía como escudo y guardaespaldas de la barbarie de los terroristas de Estado. Advirtió que dejar que Pinochet fuera juzgado por sus tropelías implicaba “el peligro de retornar a la era del colonialismo cuando los ordenamientos jurídicos de los países más débiles sucumbían ante los poderosos”. Es válido resaltar dos detalles. Uno: el contexto del comunicado y el ceño fruncido de Castro sugerían que esos ominosos tiempos eran muy lejanos y ajenos a la administración Menem. Dos: testigos presenciales aseguran que Castro dijo eso sin ruborizarse.
La malversación de una tradición nacional y popular respecto de la prepotencia imperial fue también planteada por Raúl Alfonsín. Los representantes de partidos de masas, de tradición antiimperialista, han hecho desde el ‘90 un credo de reconocer las limitaciones, las carencias y las imposiciones del poder económico. Pero parecen horrorizarse del crecimiento de un orden internacional cimentado en valores esenciales de la especie humana.
Hacer política –en la mejor tradición nacional y popular– no es invocar principios abstractos huecos ni olvidar quiénes son los enemigos. En la democracia, suele decirse, no los hay, pero ocurre que Pinochet, Videla & Cía. no son actores democráticos sino asesinos impunes por la persistencia de situaciones de hecho. Castigarlos es, precisamente, consolidar la justicia y afianzar el sistema político instalando un disuasivo para eventuales imitadores. Si se traduce al castellano lo que dijo el secretario Castro (una tarea ciclópea), se concluye que, según el gobierno, Baltasar Garzón es un agente del imperialismo y Augusto Pinochet una de sus víctimas. Sofisma patético, producto de un antiimperialismo “derecho y humano” falaz e insostenible, que desaprovecha (antes bien, teme) la oportunidad que abren una nueva conciencia y una nueva justicia internacional, que son –por ahora– un lado virtuoso de la globalización.
El otro lado
El otro lado de la globalización, que también quedó de manifiesto estos días en las calles, es el de la desocupación, la pobreza, las crecientes desigualdades y la exclusión. Hace justo una semana el gobernador Eduardo Duhalde convocó a un acto de masas. Concurrió una multitud. No eran como esos del ‘73 que apostrofaban a Pinochet y ya le auguraban la muerte a Rucci, militantes con conciencia y gimnasia política. No eran tampoco como los peronistas del ‘45, trabajadores de fábrica o taller con sed de protagonismo. Era gente muy pobre, encuadrada en función de su barrio y no de su trabajo, marchando con su familia y no con sus compañeros de clase. Con muy pocos anhelos de gritar y muy escaso entrenamiento como para participar. Gente que no pide cambiar el mundo, como los jóvenes de los ‘70, ni mejorar su posición relativa como los trabajadores del ‘45, sino que postula con su presencia casi muda el pedido –conceptualmente defensivo– de no ser sacados del mapa.
Se reprochó al orador no haber encendido a esa multitud. No parecía sencillo hacerlo y ciertamente no era ése el anhelo de Duhalde que -poniendo 80.000 ó 90.000 personas frente a la Rosada– le había hecho un gol a Menem y consideraba excesivo ir a gritárselo en la cara. La opacidad del discurso tiene que ver con sus limitados recursos ideológicos y oratorios pero también con una táctica lógica: no patear al caído.
Después de todo, Duhalde ya había probado que contaba con un recurso que el Presidente ha perdido largo tiempo atrás. Había logrado lo que el radicalismo casi no puede y el Frepaso ni intenta: poner gente en la calle. La ambición de sus punteros fue vehículo de un reclamo social haciendo visibles a quienes un modelo impiadoso decreta invisibles. Las ganas de Mércuri o Pierri por candidatearse a gobernadores tuvieron esa derivación virtuosa.
La democracia real es una alquimia de aspiraciones personales (no siempre impolutas) cuyo aditamento gozoso es la construcción de consensos y la aprobación de las mayorías. Los políticos que triunfan son los que registran las demandas y necesidades que flotan en el viento y los transforman en acción y organización. La Alianza opositora es un ejemplo cabal: había una urgencia colectiva por derrotar al PJ, los dirigentes frepasistas y radicales la percibieron y ataron con alambre una coalición sin historia, sin banderas y sin consignas que igual, por percibir lo esencial, recibió un premio electoral fastuoso.
Hoy el tono social casi audible es la exigencia de cambio de gobierno y de estilo político. Los opositores siguen ocupados en armar su ingeniería, tarea alienante y ajena a la gente del común. Esperan terminar pronto su tira y afloje y generar con una interna masiva una nueva movilización que los consolide. Puede que lo logren y así recuperen el terreno que han perdido en un año pantanoso. El gobierno nacional, que esta semana volvió a elegir aliados perversos, le da una mano no menor.
Pero el peronismo tiene una proverbial capacidad de desdoblar roles. Mientras Menem hace papelones en los diarios ingleses y se propone como guardaespaldas jurídico de Pinochet, su ex vicepresidente, el gobernador peronista de la principal provincia del país, soltando lastre respecto desu pasado, consiguió un 17 de octubre poner a la política en la calle. Ocupó el rol con mejor potencial electoral, el de opositor al menemismo, apelando a la movilización urbana y a la reivindicación social. Dos recursos clásicos y potentes de la política del siglo XX que la Alianza, abstraída repartiendo bancas aún no ganadas, parece descuidar.

 

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