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BATALLAS

Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) Sobran las tragedias instaladas en el mundo --para no hablar de la catástrofe económica global que se avizora--, pero hoy lo recorre un sentimiento profundo de alegría: Pinochet está detenido. Conmueve una foto que muestra una ronda de chilenas y chilenos bailando frente a la Casa de la Moneda que el dictador ordenó bombardear y en la que murió Salvador Allende. Mi correo electrónico se ha llenado en estos días de mensajes de amigos, y no tanto, del norte al sur del continente americano que necesitaron desahogar así su regocijo. Que relució en actos y manifestaciones de argentinos, uruguayos, mexicanos y otros habitantes del planeta. Qué losa pesaba sobre el corazón de tantos. Esa losa se llama impunidad. Y tiene razón el notable escritor chileno Luis Sepúlveda: "No importa cuánto tiempo permanecerá detenido Pinochet". Su detención es un símbolo de que vastos sectores de la conciencia mundial no se adormecen ante la cotidianidad del escándalo del crimen sin castigo.

Se aduce que Pinochet cometió un error con este viaje a Londres, conociendo los procesos que instruye en Madrid el juez Baltasar Garzón por el genocidio, la tortura y el terrorismo perpetrados por las dictaduras militares en la Argentina y Chile. Error, ninguno. El general que dictaduró su país con mano de hierro durante 17 años y se nombró a sí mismo senador nunca conoció los límites de la indemnidad. Ahora choca, sorprendido, contra ellos y se convierte en dura advertencia para los fautores de los demás terrorismos de Estado que en estas tierras supimos conseguir.

Ha comenzado ya la defensa de la impunidad. El presidente Eduardo Frei esgrime los argumentos de una dudosa inmunidad diplomática y de la soberanía nacional que tanto fatigan nuestros gobiernos civiles cuando se trata de defender a represores militares y tanto olvidan cuando se trata del saqueo de las riquezas nacionales y del acatamientos a entes supranacionales como el FMI, el Banco Mundial, el capital financiero internacional. El mandatario chileno desenvainó un razonamiento curioso: la pretensión de juzgar a Pinochet en España sería como la de jueces chilenos que hubiesen intentado procesar a Franco en Santiago. Es una equiparación de las dos dictaduras que el demócrata cristiano Frei --cuyo partido preparó, con la participación de EE.UU., las condiciones del golpe del '73, apoyó a Pinochet y fue desplazado por éste-- bien se guarda de formular en su país. Por otra parte, revela su olvido del largo camino que en el ínterin recorrió el derecho internacional, que hoy considera imprescriptibles los delitos de lesa humanidad y pasibles de ser juzgados en cualquier lugar del mundo. Es que buena parte de la conciencia universal ya no está dispuesta a soportar los genocidios que se repiten en cuatro continentes, la vieja Europa incluida. Esa conciencia no comulga con la idea de que el genocidio se convierta en el signo distintivo de la modernidad, como temía el sobreviviente de Auschwitz que se llamó H.G. Adler.

En torno al proceso que instruye el juez Garzón se acumulan argumentos jurídicos a favor y en contra, y su entramado no carece de complejidad. Pero la cuestión trasciende lo jurídico. La esfera de la política también está presente, desde luego. El gobierno del conservador José María Aznar, siempre deseoso de inhibir el juzgamiento de los represores argentinos y chilenos, procura encontrar un difícil equilibrio entre la necesidad de no perturbar las relaciones con Chile --país en que el monto de las inversiones españolas ocupa el primer lugar en importancia-- y la de no lastimar las que mantiene con Gran Bretaña, socio europeo mayor que el laborista Tony Blair ha resuelto aparentemente internar en una nueva política de derechos humanos. Aznar confía en que la Audiencia Nacional española cancelará los juicios y, en consecuencia, le quitará de las manos este candente hierro político. Pero la cuestión también trasciende la política. Lo que está en juego es otra cosa.

Se trata de una batalla contra la impunidad de conductas humanas criminales que se libra entre los poderes que la cobijan, acompañados por los "derechos" y "humanos", y la mayoría que la sufre. Es una batalla más de una larga guerra que no terminará muy pronto. Y aunque Pinochet vuelva a su casa --y Videla pueda salir de la suya-- está claro que el pasado-presente todavía agobiado por las pesadillas genocidas retrocede ante la posibilidad de un futuro libre de ellas. Ese retroceso podrá ser fugaz, pero no recorta la alegría que despertó la detención de Pinochet. Es una alegría que va más allá de la persona del dictador y abarca a la humanidad entera con esperanzas de porvenir.

 

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