"Fui apenas un aspirante a dictador"
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Por John Lee Anderson
La famosa expresión de dureza de Pinochet se ablandó con la edad. Hoy sonríe más de lo que se enoja y los siniestros anteojos oscuros que solía usar son un recuerdo. Parece un abuelo gentil. Su voz es trémula y áspera; su pelo, cuidadosamente peinado con una raya, es tan blanco como su prolijo bigote. Tiene panza, usa audífono y camina arrastrando los pies. Un conservador traje gris y una corbata decorada discretamente con una perla reemplazan su uniforme. Algunas cosas, sin embargo, no cambiaron. La expresión de Pinochet sigue siendo inescrutable. Sus pálidos ojos azules son pequeños, se montan en una ancha cara de toro, y tienen una mirada astuta de zorro. Las muchas arrugas alrededor de los ojos vienen de su sonrisa, que aparece de repente y se evapora igual de rápido. Y sus puntos de vista tampoco parecen haber cambiado demasiado. "Lamentablemente", dice, "casi todo el mundo sigue siendo marxista, hasta los que no se dan cuenta. Continúa habiendo ideas marxistas".
Pinochet tiene casi 83 años y se preocupa por justificar sus acciones, por marcar su lugar en la historia. Me explicó por qué él no fue un real dictador sentados a la enorme mesa del comedor de una casa que usa como oficina, a la vuelta de la esquina de su vieja residencia presidencial en el paquete barrio residencial de Las Condes, en Santiago. Agentes de seguridad con handies hacían guardia en la calle al frente de la casa y recorrían las habitaciones y el jardín, con las armas abultándoles la ropa. Dos asesores de Pinochet, uno de ellos un coronel en actividad, compartían la mesa con nosotros, tomando notas y grabando la conversación. La gente que rodea a Pinochet no gusta de periodistas, pero su hija Lucía lo convenció de que hablara conmigo porque piensa que, si la gente entendiera mejor a su padre, lo criticarían menos. Ella me advirtió que su padre es brusco y me pidió que no lo enojara hablando de derechos humanos. Hay varios casos civiles y criminales pendientes en su contra, casos de tortura y asesinato. Pinochet me dio la mano al entrar en la habitación, pero no me miró a los ojos y, cuando nos sentamos, fijó sus ojos en su hija. Lucía, una cincuentona que heredó los anchos pómulos de su padre, me había contado que en privado él es afable y muestra un sentido del humor, por lo que le agradecía haberme recibido, ya que entendía que él le tenía "terror" a los periodistas. Eso lo hizo reír, y fue entonces que me miró. No tenía terror, dijo, pero los periodistas siempre retorcían sus palabras. Pinochet me explicó que había evitado la trampa histórica de los dictadores porque nunca había tenido la suma del poder. Al comienzo, había compartido el mando con los comandantes en jefe de las otras tres armas, conformando una junta. "Pero eventualmente me convertí en el que mandaba porque cuando conducen cuatro las cosas no funcionan. Uno da órdenes aquí, el otro allá, otro más allá... no es nada, nada. No avanza. Por eso fui elegido". Después, él tomó cuenta de la constitución, introduciendo cambios que, entre otras cosas, legitimizaron su gobierno de facto transformándolo en presidente. "¡Era una atadura! ¿Cómo puede uno dejarse atar? Uno tiene que tener parámetros para poder actuar. No se puede jugar el juego sin saber dónde están los arcos. Por eso puse arcos".
Lucía Pinochet, que es la favorita de los cinco hijos, me dio la versión de la historia reciente que escucharía muchas veces de los chilenos que se llaman a sí mismo pinochetistas. Me explicó que el golpe contra Allende había sido necesario porque el país estaba siendo transformado en "otra Cuba". Si las Fuerzas Armadas no hubieran intervenido, una sangrienta guerra civil hubiera sido inevitable. Pero ella teme que la juventud chilena da por sentada la estabilidad y prosperidad que su padre introdujo. "Prefieren admirar a Fidel Castro o al Che Guevara", me dijo tristemente. "Aprendí que no se pueden transferir las lecciones de la historia de una generación a la otra". El mayor apoyo a Pinochet viene de los empresarios y las Fuerzas Armadas. El Ejército chileno tiene un museo en la academia militar de Santiago, un edificio gris-verde de cemento con columnas en el frente. Una sala del museo exhibe una pequeña parte de la colección napoleónica de Pinochet: tomos sobre Napoleón en español y francés, encuadernados en cuero, bustos de bronce y, en lugar privilegiado, un pergamino enmarcado con la firma de Napoleón. El gastado escritorio de madera ante el que juró la junta, el 11 de septiembre de 1973, después de que Allende se suicidó (con un arma que le regaló Fidel Castro) se exhibe en la galería frente a la colección napoleónica. Cerca hay una placa conmemorando el juramento, que tuvo lugar en un hall del mismo edificio, y sobre un telón damasquinado se ven máscaras de bronce de Pinochet y los otros tres miembros de la junta. En un segundo cuarto hay vitrinas con más de mil condecoraciones y medallas dadas a Pinochet en su larga carrera. Hay medallas de Chiang Kai-Shek, del rey Juan Carlos de España, del general Alfredo Stroessner y una placa de la Liga Anticomunista Mundial. Curiosamente, la popularidad de Pinochet llega a la República Popular China, que visitó dos veces. China es un cliente importante del cobre chileno y Pinochet alimentó las relaciones con Pekín. "Me quieren mucho", dice, "porque vi que el comunismo chino es comunismo patriótico, no comunismo de Mao. Abrí las puertas al comercio chino, dejándole hacer una exhibición aquí, en la que mostraron todo lo que hacen... y vendieron todo lo que trajeron". En sus dos viajes, los chinos lo trataron con gran respeto, dice Pinochet. "La primera vez me alojaron en una casa, pero la segunda, en un palacio. Y me hice amigo del general Chen, un guerrero que luchó en Corea y Vietnam, al que no le gustan demasiado los americanos". Pinochet me miró de costado y sonrió.
"Mire", dijo el general, "yo soy un viejo, ya no tengo grandes ambiciones en la vida. Todo lo que hago, lo hago por mi país. En este momento siento que tengo que mostrar una actitud de reconciliación, pero no veo una voluntad de reconciliación del otro lado". Lo que Pinochet tenía en mente, supuse, era un arreglo político que lo protegiera a él y a otros miembros de su régimen de las acusaciones por abusos a los derechos humanos. Aunque estaban parcialmente protegidos por una amnistía retrospectiva decretada en 1978 por la junta, había agujeros en la ley, y en años recientes algunos de sus militares fueron condenados por ofensas no contempladas en la ley. Desde que Pinochet dejó el comando del Ejército, el número de causas por derechos humanos aumentó. Y recientemente se presentaron cargos en contra suya en nueve causas. Una de ellas, abierta por las acusaciones de una ex diputada, María Maluenda, lo acusa de ser responsable del asesinato de su hijo, un comunista al que le cortaron la garganta en 1985, después de ser secuestrado por soldados. Otra, que lo acusa de "genocidio y apropiación ilegal de propiedades", fue presentada por la secretaria general del Partido Comunista, Gladys Marín, cuyo marido desapareció. Pinochet se rehúsa a aceptar cualquier responsabilidad personal por cualquier incidente y repetidamente ha dicho que no puede ser considerado culpable por los actos de sus subordinados. "Las críticas que me hacen giran sobre cosas que, muchas veces, yo no sabía", dice. "Muchas veces lo supe cuando era demasiado tarde. Y todas las cosas que yo encontré demasiado delicadas, las giré a las cortes. Hubo abusos en los dos bandos. Un día mataron a once de mis carabineros con una bomba. Otro día, mataron a un oficial naval... Entonces yo digo, 'ustedes sufrieron mucho. Bien, ¿y mi gente? ¿No sufrieron también?' ¡Derechos humanos! Yo digo que tiene que haber derechos humanos para los dos lados". Pinochet no solía responder así a las críticas por abusos a los derechos humanos. Hace pocos años, cuando se descubrieron más de cien víctimas de ejecuciones militares, enterradas de a dos por ataúd, en una fosa común, la respuesta del general fue una broma macabra. "Quien sea que los enterró así le hizo un servicio a la patria, porque ahorró ataúdes". Este tipo de frase hace difícil mejorar la reputación de Pinochet. "Va a costar mucho que los chilenos lo vean como una figura paternal", admitió Ambrosio Rodríguez, un ex asesor. "Debe ser difícil para él saber que la mitad del país lo odia". Los que apoyan al general dicen que las críticas no son justas. "Los únicos perseguidos fueron aquellos que estaban fuera de la ley", dice el industrial Fernán Briones. Para Briones, la "mala imagen" de Pinochet se debe a la campaña de desinformación organizada por exiliados chilenos izquierdistas. El general Canessa piensa lo mismo. "Dicen que Pinochet debería confesar dónde están los desaparecidos", se exasperó. "Hablan como si el general tuviera un libro, pudiera abrirlo y decir 'Lucho Zapata... Zapata está enterrado en...' ¿Cómo pueden pensar que un jefe de Estado puede saber los detalles de algo así?". Pocas semanas después de dejar Santiago, me encontré con Pinochet en Londres, donde fue a atenderse con sus médicos. Estaba alojado en uno de los modernos hoteles de Park Lane, los favoritos de los europeos, africanos y americanos prósperos. Lucía Pinochet, que acompañaba a su padre, me avisó que no se sentía bien y había limitado sus actividades en Londres. En unos días, iba a internarse para que le revisaran su hernia. Ella esperaba que pudieran operarlo, pero el diagnóstico no era muy positivo. Debido a la edad de su padre, me dijo Lucía, tenían miedo de anestesiarlo. "Nadie quiere tomar la responsabilidad cuando el paciente es alguien importante". Pinochet estaba de buen humor y después de hablar un rato se fue a ver, por enésima vez, el museo de figuras de cera de Madame Tussaud. El paseo incluía el museo militar y un almuerzo en Fortnum & Mason. Compró libros sobre Napoleón y quedó encantado cuando, en la tienda Burberry, el vendedor lo reconoció y lo trató cortésmente. A la mañana siguiente, tomando café en el lobby vacío de su hotel, le pedí que me aclarara exactamente qué quería decir cuando me dijo en Santiago que esperaba un gesto de reconciliación de parte de la oposición en el Senado. "La reconciliación debe venir de los dos lados", dijo. "Sí, pero qué tipo de gesto espera usted", pregunté. "¡Un gesto!" gritó ásperamente. Cuando le repetí la pregunta, explotó. "¡Que paren con los juicios! Hay más de ochocientos. Incluyendo casos que están terminados, pero que vuelven a abrir. Siempre vuelven a las mismas cosas, las mismas cosas". En los últimos veinte años, cientos de casos fueron presentados contra miembros de las Fuerzas Armadas y de la inteligencia. La mayoría fueron cerrados, y Pinochet nunca apareció ante un juez. Pero esto puede cambiar. Lucía Pinochet me contó que en la investigación judicial sobre la muerte de cuatro hombres después del atentado contra su padre en 1986 había aparecido nueva evidencia. "Ahora parece que fueron asesinados y no muertos en un enfrentamiento, que es lo que le dijeron sus hombres," dijo. Ella me explicó que estaba presente cuando su padre recibió el parte de lo sucedido. Pinochet preguntó "¿qué pasó con nuestros hombres?", y la respuesta de sus subordinados fue, "no hubo bajas, mi general". Según Lucía, Pinochet se mostró sorprendido y preguntó, "¿ninguna?". La respuesta, otra vez, fue "No". Lucía le dijo a su padre que la historia sonaba sospechosa, pero él se encogió de hombros y le dijo, "bueno, es lo que ellos dicen" y eso fue el fin de la historia. Lucía me dijo que me contaba esto para que entendiera que su padre había sido "dañado" por sus oficiales, que lo habían "aislado" y "no siempre le decían la verdad de las cosas, para quedar bien o para cubrirse". Siempre la había frustrado, dijo, que él siempre parecía creerles más a sus asistentes que a ella. Con su estilo de hija cariñosa, Lucía me quería hacer creer que su padre era culpable sólo de ingenuidad, de creerles demasiado a sus hombres. Lucía me confesó que esta visita de su padre a Londres bien podía ser la última. Sus problemas físicos se agravaban. Además, las cosas en Londres no eran las mismas. La gente no lo reconocía más; el vendedor de Burberry era una excepción. Ella sólo esperaba que se sintiera lo suficientemente bien, después de sus exámenes médicos, para ir a París a visitar la tumba de Napoleón. La historia, y la fascinación de Pinochet por la historia, figuraron prominentemente en nuestras conversaciones. El expresó su admiración por Napoleón y por los romanos, y también discutimos a Fidel Castro, a quien parece respetar por luchar por sus ideas y también por su "nacionalismo". Respecto de Mao, Pinochet también se mostró curiosamente acrítico. Me describió su visita a la tumba de Mao, con la voz reducida a un murmullo dramático. "Me llevaron a un templo inmenso, ¿cómo decirle? Como el Congreso en Washington. Allí, cada día, miles de personas le llevan flores a Mao. Pero Mao no está allí. Mao está en un segundo templo más atrás, en el que las paredes son de mármol negro. En la mitad, está el catafalco de Mao. Qué monumento, qué silencio. Oscuro... a media luz y el catafalco". ¿Qué había pensado en ese momento? Después de todo, estaba ante uno de los iconos del comunismo. "Tuve un pensamiento muy simple", dijo Pinochet. "Me acordé del verso de Bécquer que dice, 'sólo los muertos permanecen'. Debido a la grandiosidad del lugar, el mausoleo, el catafalco, la oscuridad, todo resulta imponente. Todo el poder de Mao se había visto reducido a eso. Y pienso que es un asunto que merece estudiarse: cómo, después de haber tenido semejante poder en China, después de haber dispuesto la vida y la muerte de tanta gente, termina solo en un catafalco, en un lugar del tamaño de un estadio, completamente cubierto de mármol negro". Le pregunté a Pinochet cómo esperaba ser recordado por la historia. "Como a un hombre que amó a su patria y la sirvió toda su vida. Tengo ochenta años, y no conozco otra cosa que el servicio. Espero que hagan justicia a mi memoria. Cada persona la interpretará como quiera".
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